Martes de la XXIX Semana Ordinaria

Rm 5,12.15.17-19.20-21

En medio de la abundancia de material que nos proporciona esta carta para nuestra reflexión, centremos nuestra atención en el hecho de la potencia de la gracia, no solo para justificarnos y darnos así la gracia para caminar de acuerdo a la Voluntad de Dios, sino para sanar las heridas que deja el pecado.  San Pablo nos dice en este pasaje, «que donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» y con ello nos invita a reflexionar sobre el poder sanante del amor de Dios.

Esto es fundamental para nosotros pues, ¿quién puede decir que no ha pecado? Todos, como el mismo san Pablo ya lo dijo, pero ahí donde el pecado lastima nuestra vida interior, la gracia y el amor de Dios se derraman como un bálsamo que alivia y consuela.

De manera que el sacramento de la Reconciliación, no únicamente perdona nuestros pecados, sino que es el instrumento por medio del cual la misericordia de Dios se vierte en nuestro corazón y lo sana, dando paz y consuelo. Si piensas que en tu vida ha sobreabundado el pecado y que ya no puedes más, acude pronto a la gracia del sacramento del amor de Dios y reconcíliate… experimentarás una paz profunda como nunca.

Lc 12,35-38

El señor llega de improviso, como un ladrón, para ver si ya hemos construido el Reino que se nos ha revelado. Hablar de reino quiere decir hablar de las riquezas que Dios nos ha dado es decir, de la vida, del bautismo, de la participación de la vida divina a través de la gracia. Nosotros no somos dueños de estas riquezas, pero si administradores que las deben hacer fructificar y ampliar.

El señor nos visita en varios momentos de la vida, pero su venida por antonomasia es el encuentro definitivo con Él. El hombre no pude perder la venida del Señor.

Esta venida por tanto, exige vigilar. Reflexionar sobre la venida del Señor no nos debería dar miedo sino que nos debería llevar a confiar más en Él. ¡Cómo cambia el sentido de la vida cuando se ve desde este prisma de la fe y confianza en Cristo!

Pensar en el fin de la vida debe ser, más que una consideración del fin en sí y por sí, una ocasión para aprovechar más inteligentemente el tiempo que se nos queda para vivir, lo poco o mucho que sea. Lo importante es recordar que al final de la vida se nos juzgará del amor. Y sólo vale lo que hayamos hecho por Dios y por nuestros hermanos.

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