
Mal. 3, 1-4. 23-24.
Al paso del tiempo, retornados del destierro, el pueblo volvía a sus abominables costumbres. ¿Qué caso había tenido clamar al Señor para que los librara de sus enemigos prometiéndole serle en adelante fieles cuando, al volver a casa se inicia un nuevo camino de infidelidades? La purificación es un vaivén entre la fidelidad e infidelidad. Finalmente, quienes en verdad queremos un compromiso con el Señor, debemos saber que hemos de estar en una continua conversión.
Juan Bautista preparó el camino al Señor. Jesús mismo nos invita a la conversión. El Reino de Dios se va abriendo paso, día a día, en el corazón del hombre. Cristo se ha levantado victorioso, de un modo definitivo, sobre el pecado y la muerte, y nos ha hecho partícipes de esa victoria. Pero ¿vivimos santos como el Señor es Santo? Nuestra respuesta a esta pregunta no se puede dar con palabras, sino con la vida, con la que manifestamos si en verdad estamos o no con el Señor, y si estamos haciendo de nuestra existencia una ofrenda agradable a Dios. Ojalá y en verdad Dios habite en nosotros y nos santifique. Y que, santificados por Aquel que hecho uno de nosotros entregó su vida para salvarnos, podamos esforzarnos en hacer un continuo llamado a todos a preparar su corazón para que el Señor llegue a ellos como huésped y les ayude a ser motivo, no de división, sino de reconciliación fraterna.
Lc. 1, 57-66.
Muchas veces es necesario callar para escuchar la voz de Dios en nuestro propio interior. Debemos apropiárnosla, debemos dejarla producir fruto abundante en nosotros mismos. La Palabra que Dios pronuncia sobre nosotros, nos santifica. Y eso ha de ser como un idilio de amor, en silencio gozoso, con Aquel que nos ama. Pero no podemos quedarnos siempre en silencio, pues nuestro silencio se haría mudez y eso no es algo que el Señor quiera de nosotros. Después de experimentar la Palabra de Dios en nosotros hemos de reconocer a nuestro prójimo por su propio nombre; reconocer que, a pesar de que muchas veces lo veamos deteriorado por el pecado, lleva un nombre que no podemos dejar de reconocer: es hijo de Dios por su unión a Cristo.
Ese reconocimiento nos ha de llevar a hablar, no sólo con palabras articuladas con la boca, sino con el lenguaje de actitudes llenas de cariño, de amor, de respeto, dándole voz a los desvalidos y preocupándonos del bien de todos. Entonces seremos motivo de bendición para el Santo Nombre de Dios desde aquellos que reciban las muestras del amor del mismo Dios desde nosotros. Tratemos de vivir abiertos al Espíritu de Dios para que sea Él el que nos conduzca por el camino del servicio en el amor fraterno, a imagen del amor que Dios nos manifestó en Jesús, su Hijo.
En esta Eucaristía el Señor nos ha llamado por nuestro nombre para que estemos con Él. Su Palabra se pronuncia para nosotros como palabra creadora y santificadora.










