Jueves de la XXXII Semana del Tiempo Ordinario

Lc 17, 20-25

El Evangelio de hoy recoge una pregunta que los fariseos dirigen a Jesús: “¿Cuándo vendrá el reino de Dios?”.  Una pregunta sencilla, que nace de un corazón bueno y aparece muchas veces en el Evangelio.

¿Cómo explicar la presencia del Reino de Dios en nuestro interior?, ¿Qué señales podemos ofrecer de que ya está presente entre nosotros?  Estamos acostumbrados a las cosas externas y queremos señales de que ya llega el Reino de los Cielos.

La pregunta de los fariseos no deja de tener un tono de burla hacia Jesús que ha hablado y anunciado tanto su Reino, y ahora quieren señales externas, como si contradijeran su anuncio y se burlaran de su esperanza.  El Reino se hace presente pero los fariseos no lo han percibido por la dureza de su corazón.  El Reino no es escándalo, el Reino no es ruido, el Reino no es apariencia.  El Reino es presencia de Dios en el corazón del hombre y la presencia de Dios llega de manera callada, silenciosa pero muy efectiva.  No llega aparatosamente, pero ya está en medio de nosotros.

Quizás, a nosotros también nos pase lo que a los fariseos y reclamemos muchas veces esa presencia, tantas veces anunciada, pero si hacemos silencio, si aguzamos el oído descubriremos la presencia de Dios en todas las muestras de amor, en el despuntar de una vida, en la generosa entrega de quien lucha por la justicia, en el servicio desinteresado, en la oculta donación, en la siembra callada.

El Reino no hace ruido, pero produce alegría, verdadera felicidad, fraternidad y armonía interior.  Quien ha percibido el Reino y le abre su corazón experimenta una especie de luz que ilumina y da sentido a toda la vida.

Se habla mucho de todos los acontecimientos escandalosos, de violencia y terrorismo que azotan a nuestro mundo y a veces miramos con pesimismo el incierto futuro, pero Jesús nos asegura que en medio de todos estos obstáculos también se hace presente el Reino. 

No podemos dejar de sembrar la pequeña semilla, no podemos olvidar las acciones diarias, allí tiene que estar presente el Reino.  Estoy plenamente convencido que los grandes desastres que estamos padeciendo tienen su principal solución en la lucha diaria, en los espacios familiares de educación y de vida en común.

El Reino se construye y se hace presente en el anonimato y en el silencio, pero después crece esa semilla.  No debemos desalentarnos, el mal no puede vencer.  Tenemos nuestra esperanza en Cristo que con su resurrección vence todo mal.

Miércoles de la XXXII Semana del Tiempo Ordinario

Lc 17, 11-19

El lugar donde se desarrolla la escena explica que un samaritano estaba junto con unos judíos. Había una antipatía mutua entre ambos pueblos, pero el dolor unía a aquellos leprosos por encima de los resentimientos de raza. Los leprosos, para evitar el contagio, debían mantenerse alejados y dar muestras visibles de su enfermedad.

Quedar curado y no acudir inmediatamente ante los sacerdotes a cumplir con las leyes que les permitía volver a la comunidad, era considerado una ingratitud a Dios. Es evidente que los 9 curados están preocupados por volver a estar en comunidad, aunque se olviden de la gratitud y de que hay otro Sacerdote y una nueva Ley que les ha dado la posibilidad de una nueva vida.

En el samaritano, no sólo podemos reconocer la gratitud, virtud humana inapreciable y necesaria para todos nosotros, sino también la libertad que tiene frente a la Ley, para volver ante Jesús.

Diez eran los leprosos que se unían en la desdicha y en la necesidad; diez eran los que sentían necesidad de ser salvados y liberados de la lepra que los marginaba y los condenaba a una vida miserable, pero alcanzada la curación, los otros se olvidan de quién les ha concedido la curación y sólo uno siente necesidad de regresar para agradecer a Jesús, y éste era samaritano, de los despreciados, de los considerados impuros; y éste no sólo recibe el reconocimiento de Jesús sino la declaración más solemne: “levántate y vete, tu fe te ha salvado”. 

¿Los otros no tenían fe?  Claro que nos responderán que tenían fe, pero estaba atada a las leyes antes que al amor.  Su fe era en las instituciones, en la necesidad de reconocimientos y en la declaración de pureza.

Al samaritano le interesa renovar ese encuentro con Jesús desde su gratitud.  Ha recibido gratuitamente el don, ahora no le importa los reconocimientos, quiere agradecer libremente lo que ha recibido.  Gratitud, gratuidad y libertad están muy en consonancia con la fe.

Hoy tendremos que recordar que la fe es primeramente reconocimiento agradecido de todo lo que hemos recibido de Dios.  Tendrá que brotar un profundo gracias de nuestro corazón al contemplar la vida, la libertad, la belleza, la humanidad.  Gracias por el amor que nos regala incondicionalmente nuestro buen Padre Dios, gracias por la hermandad, gracias por este mundo que no hemos acabado de destruir, gracias porque nos mantiene con vida.  Gracias, primero al sabernos amados gratuitamente, después vendrán las leyes y los cumplimientos.

Martes de la XXXII Semana del Tiempo Ordinario

Lc 17, 7-10

El evangelio de este día contiene la parábola de Lucas del salario del servidor.

Jesús censura a los fariseos que creían tener derechos sobre Dios. Los fariseos, es decir, los creyentes que calculan sus propios méritos y quieren hacer valer sus derechos ante Dios, en realidad no pasan de ser unos siervos inútiles, incapaces de hacer algo digno por sí mismos.

A esta actitud mercantilista de contabilidad espiritual, basada en un espíritu legalista, es decir, en la ley del premio al mérito, opone Jesús tácitamente otra actitud: la de la amistad servicial y desinteresada, basada en la confianza incondicional en Dios.

El auténtico discípulo de Cristo, quien vino a servir y no a ser servido, sabe muy bien de quién se ha fiado y en qué manos generosas está su recompensa. Es lo que decía el apóstol Pablo al final de su vida entregada al evangelio.

A Dios no le gusta la actitud comercial en aquellos que le sirven. Para Él están de más los contratos salariales y los convenios laborales. Ése no es el cristianismo que fundó Jesús: la religión del sí total. «Cuando hayan hecho todo lo mandado, digan: Somos unos pobres siervos, hemos hecho lo que teníamos que hacer».

Jesús dijo también: El que quiera ser el primero entre ustedes, que se haga el último y el servidor de todos. Nuestro principal título de gloria consistirá, pues, en ser delicados servidores de Dios y de los hermanos.

Nuestra vida cristiana no se puede estructurar sobre una contabilidad de haber/deber respecto de Dios -siempre saldríamos perdiendo-, sino sobre su don y su gracia que nos preceden en toda ocasión.

Estar bautizados, ser cristianos, pertenecer a la Iglesia, cumplir nuestros deberes religiosos para con Dios y los hermanos, vivir la moral cristiana no da derechos adquiridos ni nos hace mejores que los demás. A lo sumo, «hemos hecho lo mandado».

Y es absurdo que un buen hijo piense que su padre le debe algo porque ha hecho lo mandado; es además feo que exija un pago a su obediencia. Hoy es ocasión de examinarnos sobre nuestra motivación religiosa fundamental: ¿Es el amor gratuito a Dios y a los hermanos, o bien el amor y el servicio interesados?

Basílica de Letrán

Basílica significa: «Casa del Rey».

En la Iglesia Católica se le da el nombre de Basílica a ciertos templos más famosos que los demás. Solamente se puede llamar Basílica a aquellos templos a los cuales el Sumo Pontífice les concede ese honor especial. En cada país hay algunos.

La primera Basílica que hubo en la religión Católica fue la de Letrán, cuya consagración celebramos en este día. Era un palacio que pertenecía a una familia que llevaba ese nombre, Letrán. El emperador Constantino, que fue el primer gobernante romano que concedió a los cristianos el permiso para construir templos, le regaló al Sumo Pontífice el Palacio Basílica de Letrán, que el Papa San Silvestre convirtió en templo y consagró el 9 de noviembre del año 324.

Esta basílica es la Catedral del Papa y la más antigua de todas las basílicas de la Iglesia Católica. En su frontis tiene esta leyenda: «Madre y Cabeza de toda las iglesias de la ciudad y del mundo».

La festividad de la dedicación de la Basílica de Letrán, nos da la oportunidad de reflexionar en los diferentes sentidos que ha tomado la palabra Templo, de mucha importancia para nuestra vida espiritual y comunitaria.

El pueblo de Israel tenía un solo Templo y en él se congregaba toda la nación.  Era único y no solamente se apreciaba por su gran construcción, sino que se tenía como un signo verdadero de la presencia de Dios.  Al Templo debían de acudir todos los israelitas a presentar sus ofrendas, a hacer sus oraciones y promesas.  Así se percibe como una fuente de salvación en la primera lectura de Ezequiel. “del Templo brota el agua viva que sostiene al pueblo”

Tanta importancia adquirió el Templo que fue desplazando su verdadero sentido y se volvió en una fuente de poder tanto económico como político, manipulando su sentido religioso.

San Juan nos narra los continuos enfrentamientos de Jesús con quienes ostentaban la autoridad en el Templo y sus críticas duras a las actitudes de quienes, por una parte, se aprovechaban del Templo, pero por otra lo desprestigiaban.

El evangelio de este día nos muestra a Jesús expulsando a los mercaderes, volcando las mesas, regañando a los vendedores de palomas, la profanación que se ha hecho del Templo al convertirlo en mercado.  Pero al mismo tiempo se presenta Cristo como el nuevo Templo, desplazando el lugar de la presencia de Dios hacia su propia persona, y con otros pasajes manifestándonos que a Dios se le puede encontrar en todos sitios donde se le adore en espíritu y verdad.

Así pues, tenemos en Cristo un nuevo Templo a dónde acudir para encontrarnos con Dios.  Pero también nosotros somos templos de Dios y también en nosotros se hace presente.  También para nosotros pueden ser las palabras de Jesús de que hemos pervertido nuestro cuerpo y nuestra persona transformándolo en mercado cuando estaba destinado para ser Casa de Dios.

Nosotros, todos, somos piedras vivas que hacemos la construcción de la Casa de Dios, la Iglesia.

Hoy reflexionemos en esos diferentes sentidos que puede tener la palabra Templo: Casa de Dios, el mismo Jesús, la Iglesia y la persona de cada uno de nosotros.

Nuestra persona, ¿La hemos conservado como Casa de Dios?

Sábado de la XXXI Semana del Tiempo Ordinario

Lc 16, 9-15

El día de ayer escuchamos la parábola del administrador infiel, con su reflexión final: «los que pertenecen a este mundo son más hábiles en sus negocios que los que pertenecen a la luz».

Las enseñanzas de hoy son, pues, continuación de lo escuchado ayer.

Jesús enseña la fidelidad en las cosas pequeñas, no con el nerviosismo de escrúpulo, sino con la finura del verdadero amor, Jesús llama también realidad menor a las riquezas materiales comparadas con valores más grandes y perdurables.

Llama injusto al dinero, no porque es sí sea un mal, sino porque con una facilidad extraordinaria atrapa e impide otras búsquedas de valores superiores.  La formulación más sorprendente es la que oímos: «No pueden ustedes servir a Dios y al dinero».

Los fariseos se burlaban de Jesús; igualmente los criterios que nos rodean, los que publican los medios de comunicación, son totalmente opuestos a esta declaración de Jesús.

¿Atendemos a este principio?  ¿Es valor no sólo ideológico sino que tratamos de hacerlo realidad vital?

Viernes de la XXXI Semana del Tiempo Ordinario

Lc 16, 1-8

El administrador de la parábola había abusado de la confianza de su amo subiendo los precios en beneficio propio. Ante las quejas de los clientes y la amenaza de despido, recapacita, aunque sólo sea por conveniencia, y renuncia a su propio beneficio, pidiendo lo justo a los clientes.

Ante esta situación, nosotros pensamos que ese administrador, aunque haya cambiado de actitud, no es de fiar. En cambio, para Jesucristo tiene más valor el cambio de comportamiento que el pecado. Él conoce nuestras caídas, pero basta un sincero arrepentimiento y que le pidamos perdón, para que nos devuelva su confianza y se sienta orgulloso de nosotros, como el amo de la parábola con su administrador.

A la vez Jesús nos invita y exhorta a ser astutos y sagaces. Estas cualidades deben ser expresión de la caridad cristiana. Las virtudes humanas de la astucia o sagacidad consisten en la habilidad para encontrar los medios justos y más eficaces para alcanzar un objetivo, como puede ser vivir nuestra fe y amor a Dios. Llama la atención ver cómo algunos son muy capaces de obtener lo que se proponen en el ámbito del trabajo, de la familia o con las amistades. En cambio se comportan con temor y se sienten impotentes a la hora de hablar de Jesucristo y de su doctrina, o de hacer algo por la construcción de la civilización de la justicia y del amor cristiano. Si para nosotros, Cristo fuera, de verdad, el valor más importante, ¿no deberíamos comportarnos con más sagacidad?

Jueves de la XXXI Semana del Tiempo Ordinario

Lc 15, 1-10

En este capítulo, san Lucas ha recogido quizás las más bellas parábolas que Jesús dijo, pues son las que nos expresan el infinito e incansable amor de Dios por nosotros sus hijos.

Con Jesús todo cambia. En pasajes anteriores había roto con esa ideología que expresaba que riqueza y salud era señal de justicia y había dejado a los escribas y fariseos lejos de sus seguridades.  Pero también los discípulos tienen que cambiar su mentalidad y buscar en su interior la presencia de Dios.

Hoy cambia la imagen de Dios y su relación con los pecadores.  En el Antiguo Testamento encontramos que Dios es justo y entendemos que a graves pecados corresponde también graves castigos.  Es un gran paso cuando descubrimos que hay conversiones y arrepentimientos que logran apaciguar la ira de Dios, y contemplamos sorprendidos cómo Dios ama más allá de la bondad y la justicia de la persona que se ha arrepentido.

Pero ahora Jesús plantea algo que se sale de toda lógica.  La nueva imagen que Jesús nos ofrece de Dios, causa graves escándalos: Jesús come, convive y comparte con los pecadores.  ¿Cómo entenderlo si Él es justo, el puro el que no tiene pecado?  Las críticas de sus adversarios tienen razones fuertes y quizás si nos ponemos en su lugar, también nosotros estaríamos criticando.

La nueva dinámica del amor de Dios es buscar al pecador cuando todavía no se ha arrepentido, ofrecer el amor de Dios, aunque se haya alejado.  El capítulo 15 de san Lucas nos ofrece esta nueva imagen y comienza con estas dos parábolas que se han hechos clásicas al anunciar el perdón: la oveja perdida y la dracma perdida.

Lejos han quedado las imágenes aterradoras de un Dios castigador, para dar lugar a la dulce imagen de un Pastor que recorre barrancos y montañas para encontrar a aquella caprichosa oveja que se ha alejado del redil.

La imagen de una mujer que barre la casa hasta dar con la moneda que se ha extraviado añade esta sensibilidad femenina de quien cuida todo lo que se le ha confiado.  Y en ambas está fuertemente subrayada la alegría de la conversión y del encuentro. 

Más que castigo es reconciliación, más que condena es búsqueda, más que temor al Dios iracundo es el dolor por no corresponder a un amor fiel.  De ahí brota la plena alegría.

¿Seremos nosotros capaces de convertirnos o nos quedaremos en temores, leyes y acusaciones contra Jesús?

Hoy Jesús está aquí y te llama.

Miércoles de la XXXI Semana del Tiempo Ordinario

Lc 14, 25-33

El evangelio de hoy suena bastante extraño.  Es desconcertante escuchar que Jesús diga que sus discípulos deben abandonar su padre, a su madre, a su esposa e hijos, a sus hermanos y hermanas.  Lo que se quiere subrayar es que nadie puede permitírsele que nos aparte de Jesús, ni aun cuando esta persona nos sea muy cercana.

No ha faltado quien a escuchar este Evangelio juzgue equivocadamente la propuesta de Jesús.  Quizás nos ayude la sentencia que dirige san Pablo a los filipenses, para comprender mejor este Evangelio de hoy: “seguid trabajando por vuestra salvación con humildad y con temor de Dios, pues Él es quien os da energía interior para que podáis querer y actuar conforme a su voluntad” y sigue dando otros consejos.  Pero lo que quiero resaltar es el punto clave que nos señala san Pablo sobre qué es lo que nos mueve en nuestro interior.

Cuando nos movemos por intereses monetarios, por homenajes humanos y por placeres será muy difícil comprender el Evangelio.  Cuando nuestro interior se llena del amor de Dios todo empieza a adquirir su justa dimensión.

¿Qué hay en nuestro interior? Parecería ser esta la pregunta que ahora Cristo nos dirige y pone muy claras las condiciones para su seguimiento.  Nada será más importante que ese amor de Dios que nos lleva a una radical decisión de seguirlo.  No es mirar las cosas materiales como males, sino darles su justa dimensión; no es considerar la familia o el cuerpo como pecado, no es hacer una división intransigente entre cuerpo y alma, es darle a toda la persona su verdadera dimensión de Hijo de Dios de una manera integral. 

Mirarse a sí mismo no es odiarse o mirarse con desprecio, sino apreciarse como verdadero hijo de Dios.  Pero no colocarse como único Dios, como pretenden las modernas ideologías que colocan al hombre sobre todas las cosas, pero que acaban despreciando a los otros hombres y mujeres para afianzar el egoísmo.

Cargar la cruz es asumir la misma misión de Jesús que obedece al Padre con alegría y plenitud, pero que se llena de amor y entrega también a todos los hombres por quien se ha hecho carne.

San Pablo nos invita a seguir el camino de Jesús y a hacerlo todo sin quejas ni discusiones para que podamos ser verdaderamente hijos de Dios y brillar como antorchas en el mundo.

Cuando Jesús pone muy claramente sus condiciones está suponiendo que hay un corazón que lo ama, de otro modo no se entienden renuncias estoicas y miserias humillantes.

La cruz tiene el sentido del amor y de la resurrección que da vida a todas las personas.

¿Cómo estamos nosotros siguiendo a Jesús? 

Martes de la XXXI Semana del Tiempo Ordinario

Lc 14, 15-24

La gratitud es una flor exótica que cada día resulta más difícil encontrar. Hoy Jesucristo nos presenta la parábola de los invitados que rechazan acudir a la boda.

¿Quién está en el camino?  ¿Dónde encontramos a los parados, a los malhechores, a los inválidos y ciegos?  Ciertamente quienes están en el camino no tienen las mejores recomendaciones y son vistos con desconfianza.  Por el contrario se trata de invitar con riguroso pase a quienes son importantes porque nos dan algún beneficio o simplemente nos conviene tener esa clase de relaciones.

La mesa del banquete está lista para todos estos personajes considerados honorables y justos, deseables, pero no se dignan participar en la mesa que ofrece el Señor.  ¿Por qué?  Jesús nos deja entrever que están muy ocupados y no en la construcción del Reino, sino en sus intereses muy personales, comprensibles y suficientes para una justificación razonable, pero no para abandonar la mesa del Reino. Ni bueyes, ni matrimonio son razones suficientes para dejar a un lado la mesa del Reino.

Cuando se sobreponen los intereses materiales a las propuestas del Reino, algo anda mal.  Claro que se podría con un terreno nuevo participar en la construcción del Reino, un bien puesto al servicio y disposición de la comunidad, sería muy útil, pero si el terreno nos aleja de los hermanos y pone barreras para compartir la mesa, algo anda mal.

No se diga de los bueyes, instrumentos indispensables para el trabajo del campo, pero cuando a causa de los instrumentos del trabajo, nos alejamos de aquellos que también los necesitan y no colaboramos al bien común, en lugar de construir, destruimos, les quitamos su verdadero sentido.

La familia, los nuevos esposos, no hay nada más digno y razonable que nos ayude a construir una sociedad digna, pero cuando la familia nos encierra, nos obstaculiza y nos pone barreras, no podemos decir que estamos construyendo comunidad.

Es muy común poner por encima de los bienes comunes y a veces hasta de la propia dignidad de las otras personas el bien de la familia o de un grupo que consideramos familia, y así se comenten injusticias, se crean monopolios, se rehúyen los compromisos de nuestra comunidad.  Pretextos no faltan.

Y la invitación de Jesús a compartir una mesa común sigue en pie.  Quizás los que no tienen nada que perder se animan a construirla, quizás los que tienen el corazón limpio sean los que más se entusiasmen. 

Al final los pobres son los verdaderos sujetos de salvación y de liberación integral.  Son los anunciadores creíbles del Evangelio.

Fieles Difuntos

Conmemoramos hoy a los fieles difuntos. Hoy es un día de recuerdo especial para nuestros familiares y amigos, que se han ido en el último viaje, son fechas que tienen un colorido especial: de añoranza y esperanza, de tristeza y alegría… Viajes a los pueblos de origen, visitas a los cementerios, adorno de las tumbas de los familiares, compra de flores, etc.

Son días de un recuerdo especial para los seres que nos han sido muy queridos y que han partido de entre nosotros. Ya no están en la casa, pero de alguna manera los queremos retener por medio de símbolos que expresan amor, como son las flores y la oración. Son las dos formas que mejor expresan nuestro cariño, como humanos, y nuestro deseo, como cristianos, de que vivan junto a Dios y sean felices para siempre.

Pero los cristianos, en este día, no nos podemos quedar sólo con el símbolo de las flores, por muy bonitas que sean. Los creyentes tenemos que dar un paso más y unirnos a nuestros seres queridos a través de la oración.

La muerte de nuestros seres queridos es una realidad que nos va sorprendiendo a lo largo de la vida: poco a poco vamos diciendo adiós, llenos de dolor, a quienes más hemos querido: padres, familiares, amigos… Y vivimos con la más grande de las certezas, aunque no queramos recordarla: cada uno de nosotros también dejaremos esta vida.

En estos días de noviembre, mucha gente visita los cementerios, lleva flores a las tumbas, recuerda a sus muertos con cariño y, si es creyente, reza por ellos. Tenemos conciencia de que nuestros familiares difuntos han ocupado un lugar importante en nuestra vida y muchas de las cosas que usamos aún están cargadas de su recuerdo y su presencia. Es que está todavía muy vivo el recuerdo y el cariño. Muchas cosas nos siguen vinculando a nuestros familiares difuntos. Para nosotros no están muertos del todo.

Pero, además, los cristianos sabemos por la fe que nuestros muertos viven en el Dios de la vida. Y por eso hacemos oración por ellos. En las tumbas de los cementerios queda lo que llamamos los “restos mortales”. Tendríamos que recordarle a mucha gente con poca fe que nuestros muertos no están en los cementerios, sino que allí están sólo sus restos mortales, seguramente restos cargados de significado para nosotros, pero sólo restos.

Además, por la fe estamos convencidos de que la muerte no es algo definitivo ni para siempre. No es dejar de existir para caer en la nada. La muerte es el paso a una nueva forma de vivir con el Señor. Sabemos que nuestros muertos están en las manos de Dios. Ése es su sitio y su premio, su fiesta y su descanso. Esto nos proporciona una gran confianza y aminora en los creyentes la amargura de la separación que produce la muerte.

Para los primeros cristianos la muerte era como entrar en un sueño del que nos despertaríamos en las manos de Dios. Cementerio significa “dormitorio”, sitio de descanso y de espera hasta “despertar” para la vida.

En las oraciones de la misa aún hablamos de nuestros difuntos como de los que “duermen ya el sueño de la paz” o de los que “durmieron con la esperanza de la resurrección” o de los que “se durmieron en el Señor”. Sabemos que al final de esta historia nuestra nos espera Dios, nuestro Padre, que prepara para nosotros una fiesta hermosa, un gran banquete, un paraíso o una casa grande donde todos tenemos sitio a su lado.

Jesús nos dice: “Que no tiemble vuestro corazón; creed en Dios y creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas estancias; si no fuera así; ¿os habría dicho que voy a prepararos sitio? Cuando vaya y os prepare sitio, volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo, estéis también vosotros.”

Con estas palabras Jesús nos quiere decir que Él no se va a separar de nosotros para siempre.  Viviremos juntos, porque en la casa de Dios Padre hay sitio para todos.

Cuando Jesús hablaba de la otra vida siempre la comparaba con cosas hermosas.  Decía que era como una fiesta, como un banquete o como un paraíso.  Por eso, nosotros, pensamos que nuestra vida es como un caminar hacia la vida, hacia el descanso y la alegría con Dios.

Nosotros no debemos desesperarnos como los que no tiene fe, como los hombres sin esperanza. 

Por eso nos va bien, hoy, aquí, recordar a nuestros difuntos. Recordarlos, hacer que revivan en nuestro interior, volver a sentir lo que han significado para nosotros. Aunque sea doloroso, nos va bien mantener este recuerdo. No debemos olvidarlos, no debemos perder esa parte importante de nuestra vida que son nuestros familiares y amigos difuntos. Y también nos va bien convertir este recuerdo en oración.

Celebremos hoy que nuestros difuntos ya saborean el amor inmenso de Dios y a esta fiesta también estamos llamados nosotros a participar un día.