Sábado de la XXVIII Semana Ordinaria

Lc 12, 8-12

Dar testimonio de Cristo es arriesgado y lleva muchas veces al martirio, como Cristo anuncia en el evangelio, pero no hay que olvidar la otra cara de la moneda; que si Cristo nos invita a dar testimonio de Él ante los hombres es porque sabe que el mundo está deseando que alguien le anuncie la palabra.

Cristo nos habla de dar testimonio de Él ante los hombres y luego habla del martirio. Está profetizando lo que será la vida de la Iglesia durante los veinte siglos de su existencia, desde la muerte de San Esteban, hasta la última monja asesinada en China por atreverse a predicar el Evangelio. En el mundo moderno, que tanto alardea de comprensión y tolerancia, la Iglesia sigue ofreciendo a Cristo la sangre caliente y enamorada de quienes no temen morir por Él.

El siglo XX ha sido el de los millones -sí, sí, millones- de mártires, los del comunismo en Asia, Europa oriental y España; los del nazismo, o los del simple odio a Dios en la guerra cristera de México o del extremismo musulmán en África. Puede que a nosotros no se nos presente esta ocasión en nuestra vida, ni que el Señor nos pida esta muestra de amor. Pero sí nos pide el martirio que puede suponer día tras día levantarse a la primera y a la misma hora, sonreír cada jornada a esta persona que podemos llegar a no soportar, el callarnos por dentro cada vez que nos venga un juicio negativo sobre esa persona, el seguir poniendo nuestro cariño a pesar de no recibir nada a cambio, el no abandonar el trabajo estipulado por cansancio… y tantas cosas, que son pequeñas espinas que podemos ofrecer a Dios, pequeños martirios que hacen de nosotros «otros cristos» y que son manifestaciones de amor a Dios.

Conscientes de que el sufrimiento, por grande que sea es pasajero, y el haber sufrido con amor es el sello más hermoso para el alma. No podemos olvidar, que el dolor siempre tiene que estar cargado de esperanza, la cruz por la cruz es inútil, y no lleva más que a la desesperación. Jesús sufrió como nadie, pero resucitó y su sufrimiento no fue inútil, ni estático. Se produjo en un periodo de tiempo limitado, y la respuesta a ese dolor fue la resurrección, el mayor milagro que se ha dado y se dará en toda la eternidad. Por eso, nuestro dolor es efectivo y aparte de producirnos la salvación podemos arrancar del Señor grandes gracias y milagros para nosotros y para nuestros hermanos los hombres.

Viernes de la XXVIII Semana Ordinaria

Lc 12, 1-7

En este evangelio, Jesús nos invita a no tener miedo en nuestro caminar por la vida. Es verdad que en tiempo de Jesús y también en el nuestro había y hay personas que matan a otras personas. Ante esta situación Jesús nos anima: “A vosotros os digo, amigos míos, no tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden hacer más… temed al que tiene poder para matar y después echar en el fugo”.

Pero con las palabras que siguen nos anima a que no tengamos ningún miedo, por la sencilla razón de que el que puede mandarnos al fuego… es Dios, que es nuestro Padre, el que nos ama entrañablemente, y por eso tiene contados hasta los cabellos de nuestra cabeza, el que cuida de los gorriones que tienen un pequeño valor de dos cuartos… y mucho más de nosotros. “Por tanto, no tengáis miedo: no hay comparación entre vosotros y los gorriones”.  

Que nos acojamos a la Providencia y protección de nuestro Padre amoroso.

Jueves de la XXVIII Semana Ordinaria

Lc 11, 47-54

En el Evangelio de hoy, escribas y fariseos se consideran justos y Jesús les hace ver que solo Dios es justo, porque los doctores de la ley se han “quedado con la llave del saber; vosotros, que no habéis entrado y habéis cerrado el paso a los que intentaban entrar”. Ese apoderarse de la capacidad de comprender la revelación de Dios, de entender el corazón de Dios, de comprender la salvación de Dios –la llave del saber–, podemos decir que es una grave omisión: se olvida la gratuidad de la salvación, se olvida la cercanía de Dios y se olvida la misericordia de Dios. Y los que olvidan la gratuidad de la salvación, la cercanía de Dios y la misericordia de Dios, se apoderan de la llave del saber.

Así pues, se olvida la gratuidad. Es la iniciativa de Dios la que nos salva, pero estos se inclinan por la ley: la salvación está ahí, para ellos, y llegan a un montón de prescripciones que, de hecho, para ellos se convierten en la salvación. Pero así no reciben la fuerza de la justicia de Dios. La ley, en cambio, siempre es una respuesta al amor gratuito de Dios, que tomó la iniciativa de salvarnos. Y cuando se olvida la gratuidad de la salvación se cae, se pierde la llave del saber de la historia de la salvación, perdiendo el sentido de la cercanía de Dios. Para ellos Dios es el que ha hecho la ley. Y ese no es el Dios de la revelación. El Dios de la revelación es el Dios que empezó a caminar con nosotros, desde Abraham hasta Jesucristo, Dios que camina con su pueblo. Y cuando se pierde el trato cercano con el Señor, se cae en esa mentalidad obtusa que cree en la autosuficiencia de la salvación con el cumplimiento de la ley.

Cuando falta la cercanía de Dios, cuando falta la oración, no se puede enseñar la doctrina ni hacer teología, mucho menos teología moral. La teología se hace de rodillas, siempre cerca de Dios. Y la cercanía del Señor llega a su punto más alto en Jesucristo crucificado, habiendo sido nosotros justificados por la sangre de Cristo, como dice San Pablo. Por eso, las obras de misericordia son la piedra de toque del cumplimiento de la ley, porque se va a tocar la carne de Cristo, tocar a Cristo que sufre en una persona, sea corporal o espiritualmente.

Además, cuando se pierde la llave del saber, se llega también a la corrupción. Pienso en la responsabilidad de los pastores de la Iglesia hoy: cuando pierden o se apoderan de la llave del saber, cierran la puerta a nosotros y a los demás. Me tocó oír varias veces a párrocos que no bautizaban a los hijos de las madres solteras, porque no habían nacido en el matrimonio canónico. Cerraban la puerta, escandalizaban al pueblo de Dios. ¿Por qué? Porque el corazón de esos párrocos había perdido la llave del saber. Sin ir tan lejos en el tiempo y en el espacio, hace un tiempo, en un pueblo, en una ciudad, una madre quería bautizar al hijo recién nacido, pero estaba casada civilmente con un divorciado. El párroco le dijo: “Sí, sí. Bautizo al niño. Pero tu marido está divorciado. Que se quede fuera, no puede estar presente en la ceremonia”. ¡Esto pasa hoy! Los fariseos, los doctores de la ley no son de aquellos tiempos, también hoy hay muchos. Por eso es necesario rezar por los pastores. Rezar para que no perdamos la llave del saber y no cerremos la puerta a nosotros y a la gente que quiere entrar.

Miércoles de la XXVIII Semana Ordinaria

Lc 11, 42-46

La ley tiene como único fin ayudarnos a vivir de acuerdo al amor.

Cada uno de los mandamientos expresa el deseo de Dios de que el hombre crezca y madure en el amor. Sin embargo cuando la ley se convierte en fin en sí misma deja de expresar el deseo del legislador y se convierte en un yugo difícil de llevar.

Nosotros también podemos ser acusados por los doctores de la ley y fariseos a los que Jesús les dirige sus lamentos y ayes. La brecha entre los más ricos y los más desfavorecidos es enorme e infranqueable, recordemos la parábola del pobre Lázaro que se alimentaba de migajas del suelo.

Hay países en las que la mitad de los pobres son niños.  En nuestro país y todo el mundo, la pobreza no es un problema meramente económico o sociológico, sino evangélico, religioso y moral.  Una mínima parte de la población mundial acapara para sí los bienes de la creación.  El consumismo derrochador y depredador está agotando los bienes de la creación. Los rostros de los pobres y excluidos son rostros sufrientes de Cristo.

En una cultura que pretende esconder los rostros de los pobres y transformarlos en invisibles o naturalizar la pobreza, la fe nos alienta a ponerlos en el centro de nuestra atención pastoral.

No es posible pensar en una nueva evangelización sin un anuncio de la liberación integral de todo lo que oprime al hombre: el pecado y sus consecuencias.  No puede haber una auténtica opción por los pobres sin un compromiso firme por la justicia y el cambio de las estructuras de pecado.

Nuestra cercanía con los pobres no sólo es necesaria para que nuestra predicación sea creíble, sino también para que la predicación sea cristiana y no una campana que resuena o un platillo que suena.

Cualquier olvido o postergación de los pequeños y humildes hace que el mensaje deje de ser Buena Nueva para convertirse en palabras vacías, melancólicas, carentes de vitalidad y esperanza.

Hace falta mirar a los pobres, convertirnos a ellos para servir al Señor a quien amamos.  Ojalá nosotros no pretendamos escurrirnos como el doctor de la Ley.

Es cierto, estas palabras nos tocan también a nosotros y también nosotros necesitamos responder a las exigencias del Evangelio.

VIRGEN DEL PILAR

Lc 11, 27-28

La Virgen María ha ocupado siempre un lugar preferente en la vida de la Iglesia. Ser la madre de Jesús, el Hijo de Dios, hace que muchos cristianos acudamos a ella. Su Hijo Jesús la alaba por escuchar la Palabra de Dios y cumplirla. Mejor alabanza no se puede decir de María y, creo, que de cualquier persona que siga su ejemplo.

María no solo ocupa un lugar preferente en la vida de la Iglesia, sino que está presente en la Iglesia y está con la Iglesia allí donde se predica a su Hijo. María está con la Iglesia primitiva representada por los apóstoles y forma parte de esa Iglesia que ora en común. No se siente ajena a la vida de la Iglesia. En el evangelio de san Juan, el discípulo amado la “recibió en su casa”.

María es ejemplo para todos nosotros de las tres peticiones que hacemos a la Virgen del Pilar: fortaleza en la fe, seguridad en la esperanza y constancia en el amor. En primer lugar María es ejemplo de fortaleza en la fe.

La fortaleza de la fe de María nos la señala san Juan en el momento de la crucifixión de Jesús con un verbo latino “STABAT” que no es solo estar, sino que significa “estar de pie”. Ese estar de pie junto a la cruz de su Hijo es fruto de la fe de la madre en el Hijo y en su mensaje. Para nosotros la fortaleza en la fe significa estar de pie junto a todo hombre que quiere vivir su fe y necesita ayuda. Esa ayuda es sobre todo nuestro testimonio vivido como servicio.

En segundo lugar María es ejemplo de seguridad en la esperanza. María acompaña a su Hijo de manera callada. Pensemos que María pudo tener dudas acerca de la misión de su Hijo. Recordemos ese pasaje del Evangelio donde se dice que su familia le tenía por loco (Mc 3,21). Sin embargo María acompaña a su Hijo en el momento en que toda esperanza acerca de su misión parece perdida. Y le acompaña hasta el final, cuando todos le abandonan, creyendo y esperando que la muerte no tendría la última palabra sobre el Hijo anunciado a ella de manera especial y que pasó su vida haciendo el bien.

En tercer lugar María es ejemplo de constancia en el amor. El amor de María se manifiesta en lo sencillo: la visita a su prima Isabel, el amor por su Hijo perdido en Jerusalén, su intervención en las bodas de Caná. Gestos que nos muestran el amor de María y su preocupación por las personas necesitadas. El amor hay que vivirlo de forma constante aunque se manifieste en pequeños gestos. A menudo los grandes gestos de amor pueden esconder intereses. En María el amor era desinteresado.

El amor se vive junto a la fe y la esperanza. Las tres son grandes. Pero como dice san Pablo: “ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad. Pero la mayor de todas ellas es la caridad” (1ªCor. 13, 13). La constancia en el amor hace que la fe sea fuerte y la esperanza segura.

Que María siga ocupando un lugar preferente en la vida dela Iglesia, es decir, en la vida de cada uno de nosotros, y que sea ejemplo de vivir la fortaleza en la fe, la seguridad en la esperanza y la constancia en el amor.

Martes de la XXVIII Semana Ordinaria

Lc 11, 37-41

Las controversias de Jesús con los fariseos son frecuentes en los evangelios. Lucas las suele situar en el contexto de alguna comida. Quizá esa circunstancia ayude a comprender, por una parte, que no se trata de adversarios odiosos, ya que comen juntos, y, por otra, que en ese marco de relaciones los reproches pueden ser mejor asimilados y las discrepancias más claramente percibidas.

Generalmente los fariseos critican a Jesús por no observar las prescripciones rituales que impone la ley –en este caso, lavarse las manos antes de comer-, lo que le coloca en una situación de impureza legal. Para Jesús, sin embargo, la auténtica pureza no depende de las abluciones o lavatorios rituales, sino ante todo del comportamiento global de la persona que conecta con el corazón de Dios. Y así trata de hacérselo ver a los demás comensales, tildando de hipócritas a los que se fijan más en lo externo que en el interior.

El reproche de Jesús es duro y sin contemplaciones, pero es que está en juego algo fundamental: la prioridad de la intención profunda del corazón por encima del cumplimiento material de las prescripciones legales. Es una constante en las enseñanzas de Jesús: se requiere, por encima de cualquier otra cosa, la conversión del corazón a Dios para que todo lo que hacemos esté en sintonía con su voluntad. La ley es un valioso recurso humano para conseguirlo, pero no debe nunca prevalecer sobre esa primordial concordancia con el querer de Dios.

En aquel contexto un expresivo testimonio de la conversión a Dios era la limosna. Esta atención a las necesidades del prójimo venía a ser un rasgo característico de la justicia interhumana, de la preocupación por los demás. Y sigue siendo también hoy una peculiaridad genuina del discípulo del Evangelio.

¿Dónde tengo yo el corazón cuando observo los preceptos de la ley de Dios o practico los ritos de la vida cristiana?

Lunes de la XXVIII Semana Ordinaria

Lc 11, 29-32

Todos hemos escuchado la historia del profeta Jonás llena de imágenes y simbolismos. Hace algunos días unos niños me preguntaban que si un hombre puede vivir en el vientre de una ballena. Mucho más allá de los simbolismos que utiliza este breve librito contiene un profundo significado: un Dios misericordioso que llama a la conversión y que está dispuesto a otorgar el perdón a un pueblo que muestra su corazón contrito.

Jonás se oponía a predicar la conversión y decide por su cuenta ir por otros lugares. Pero los planes del Señor son ofrecer la salvación. Finalmente Jonás, aunque obligado, predica la conversión y para su sorpresa se convierte en signo de salvación para aquel pueblo que con su rey y todos sus habitantes se entregan a la penitencia y a la conversión. Jonás, profeta desconocido en Nínive, se había convertido en señal del perdón de Dios.

El reclamo de Jesús es que la generación que ahora lo escucha no es capaz de descubrir en Él el signo de la misericordia de Dios. Ha predicado desde el inicio de su ministerio y ahora aquella generación sigue exigiendo signos y señales. ¿No nos pasará a nosotros algo semejante? ¿Cuánto caso hacemos a las llamadas de conversión que hemos escuchado del mismo Jesús?

Hay quien se atreve a pedir señales y signos que le “obliguen” a la conversión, pero ahí está la vida y la predicación de Jesús que nos habla del Padre Misericordioso, que nos ofrece las parábolas del perdón, que con imágenes y señales nos manifiesta que no ha venido a condenar al pecador sino a llamarlo a conversión y nosotros ¿seguiremos sordos? ¿Nos pasará lo mismo que aquella generación que Jesús llama perversa?

El Papa Francisco se ha empeñado en mostrarnos este rostro misericordioso de Dios y la necesidad de conversión. Hoy es tiempo oportuno, hoy es tiempo de cambio, hoy es tiempo de entregar el corazón al Señor.

Sábado de la XXVII Semana Ordinaria

Lc 11, 27-28

Parece que Jesús menospreciara a su madre, que la colocara en segundo lugar, detrás de los que escucha la Palabra de Dios y la cumplen. Y las palabras de Jesús pueden invitar a pensar así, pero solo si olvidamos algo muy importante: María ha sido la más fiel escuchante de la Palabra de Dios. Ella la escuchó por la voz del ángel y desde el primer instante la puso en práctica. María ha aceptado la petición de Dios y la lleva a la vida, sin importarle la complicada situación en que esta aceptación la coloca. El mismo José tiene dudas y Dios tiene que intervenir nuevamente para evitar un repudio que la colocaría en una difícil situación legal.

Ahora nos toca a nosotros escuchar la palabra y cumplirla. No es nada fácil. Nuestra naturaleza nos empuja a seguir nuestros deseos, haciendo que no pocas veces creamos seguir la Palabra, aunque en realidad, seguimos “nuestra” palabra.

El mensaje de Cristo es ciertamente liberador. Seguirlo es optar por la libertad, pero es también muy exigente y no admite componendas. Con frecuencia nos cuesta desprendernos de los rescoldos de la vieja Ley y vivir la libertad que Cristo nos muestra. Puede que la libertad que Cristo nos anuncia, nos resulte demasiado simple y necesitemos seguridades, cánones de conducta por los que guiarnos y echamos de menos toda la casuística que la ley vetero-testamentaria, con sus más de seiscientos mandatos, parecía asegurarnos que íbamos por un buen camino.

Imitemos a la madre que, desde el sí dado al Ángel, ha cumplido fielmente la palabra de Dios, aun viviendo los aparentes desplantes de su hijo adolescente en el templo y adulto cuando lo ha encontrado en el camino, en la boda de Caná y en esta ocasión.

Viernes de la XXVII Semana Ordinaria

Lc 11, 15-26

El camino de seguir a Jesús no es un camino fácil. Encontramos obstáculos interiores y exteriores que buscan apartarnos de Jesús. El gran obstáculo exterior, según el evangelio de hoy, es el demonio, cuya misión principal es seducirnos, apartarnos de Jesús y obligarnos a caminar por el camino que él nos traza. El demonio es insistente, no se cansa en querer adueñarse de nuestra casa, de nuestro corazón, una y mil veces. Y aunque le hayamos expulsado de nuestro corazón no deja de insistir: “Volveré a la casa de donde salí”, y, si le dejamos, entrará.

Una de las tareas de Jesús es expulsar al demonio de los que están poseídos por él. Busca convencernos de que su camino es mucho mejor que el que nos ofrece el demonio para vivir nuestra vida con alegría, sentido y esperanza. Es el camino del Reino de Dios. “Si yo echo los demonios con el dedo de Dios, entonces es que el Reino de Dios ha llegado a vosotros”. Jesús nos pide que dejemos que Dios, nuestro Padre, el que es el Amor, sea nuestro Rey, el que rija y dirija todos nuestros pasos por su propio camino, que es el camino del amor.

Jueves de la XXVII Semana Ordinaria

Lc 11, 5-13

Lo narrado en el pasaje del Evangelio es completamente actual, ha sido actual en toda la Historia. ¡Cómo nos molesta que nos hagan salir de nuestra comodidad! Hay quien diría si no lo vas a hacer bien, mejor no lo hagas, pero curiosamente el Evangelio dice que, aunque no lo hagas por amistad, lo harás para que no te molesten más. En el fondo se trata de hacer el bien, de ayudar, de dar lo que necesitan los otros, si lo puedes hacer bien y con gusto, mejor.

Sería bueno, incluso necesario, plantearnos la razón que tenemos para hacer las cosas, para actuar. Quien vive como un autómata, por mucho bien que haga, no deja de ser como un robot sin motivación, sin ilusiones, sin metas a las que llegar.

El otro día comentaba con mis alumnos de Secundaria que algunas veces necesitamos que alguien nos diga que no podemos hacer algo para encender en nosotros el deseo de superarnos, a todos nos ha pasado y conseguimos sacar de nosotros lo mejor, aunque no sea la mejor manera, para alcanzar un objetivo sólo por llevar la contraria… pero ¿Por qué lo hacemos? ¿cuál es la verdadera razón de nuestra actuación? ¿Qué o quién nos mueve a vivir de una manera concreta?

¿Te has parado a reflexionar qué o quién te da la energía para vivir? ¿Es necesario salir de nuestra zona de confort y afrontar la realidad o debemos vivir en nuestro corralito dejando la vida pasar sin intentar pasar por la vida?

Miércoles de la XXVII Semana Ordinaria

Lc 11, 1-4

Esta oración, a pesar de parecer tan simple es la oración más perfecta que existe. Sobre todo porque nos revela que Dios es un Padre y que se comporta como tal. Por ello nos podemos acercar con toda confianza sabiendo que no fallará.

Jesús nos da inmediatamente un consejo en la oración, a saber, «no derrochar palabras, no hacer rumor», «el rumor de carácter mundano, los rumores de la vanidad«. Y advirtió que la «oración no es una cosa mágica, no se hace magia con la oración».

Alguien me dice que cuando uno va a ver a un brujo éste le dice tantas palabras para curarlo. Pero ese es un pagano. A nosotros, Jesús nos enseña que no debemos ir a Él con tantas palabras, porque Él sabe todo. La primera palabra es «Padre», ésta es la clave de la oración. Sin decir, sin sentir esta palabra no se puede rezar.

¿A quién rezo? ¿A Dios Omnipotente? Demasiado lejano. Ah, esto yo no lo siento. Ni siquiera Jesús lo sentía. ¿A quién rezo? ¿Al Dios cósmico? Un poco habitual, en estos días, ¿no?… rezar al Dios cósmico, ¿no? Esta modalidad politeísta que llega con esta cultura «Light»… Tú debes rezar al Padre.

Padre es una palabra fuerte. Tú debes rezar al que te ha generado, al que te ha dado la vida. No a todos: a todos es demasiado anónimo. A ti. A mí. Y también al que te acompaña en tu camino: al que conoce toda tu vida. Todo: aquel que es bueno, aquel que no es tan bueno. Conoce todo.

Si nosotros no comenzamos la oración con esta palabra, no dicha por los labios, sino dicha de corazón, no podemos rezar en cristiano.

Padre es una palabra fuerte pero abre las puertas. En el momento del sacrificio Isaac se da cuenta de que algo no iba, porque faltaba la ovejita, pero se fía de su padre y su preocupación la dejó en el corazón de su padre. «Padre», es la palabra que ha pensado decir aquel hijo que se fue con la herencia y después quería volver a su casa.

Y aquel padre lo ve llegar y sale corriendo a su encuentro, se le tira al cuello, para caer sobre él con amor. Padre, he pecado: es ésta la clave de toda oración, sentirse amados por un Padre.

Todos estos afanes, todas estas preocupaciones que nosotros podemos tener, dejémoselos al Padre: Él sabe de qué cosa tenemos necesidad

De este modo se explica el hecho de Jesús, después de habernos enseñado el Padrenuestro, subraye que si nosotros no perdonamos a los demás, ni siquiera el Padre perdonará nuestras culpas.

Es tan difícil perdonar a los demás, es verdaderamente difícil, porque nosotros siempre tenemos ese pesar dentro. Pensemos: «Me la hiciste, espera un poco… para volver a darle el favor que me había hecho»…

No se pude rezar con enemigos en el corazón, con hermanos y enemigos en el corazón: no se puede rezar. Esto es difícil: sí, es difícil, no es fácil…

Pero Jesús nos ha prometido al Espíritu Santo: es Él quien nos enseña, desde dentro, del corazón, como decir «Padre» y como decir «Nuestro»

Pidamos hoy al Espíritu Santo que nos enseñe a decir «Padre» y a decir «Nuestro», haciendo la paz con todos nuestros enemigos.