Martes de la VIII Semana del Tiempo Ordinario

Mc 10, 28-31

Cuando el amor se quiere valuar en bienes materiales, pierde su sentido. Cuando la amistad se reduce a intercambio de favores y a exigencias de correspondencia, no se ha entendido.

Pedro y los discípulos a pesar de haber dejado todo, a pesar de seguir a Jesús, a pesar de escuchar sus palabras y de contemplar sus milagros llenos de generosidad y de gratuidad, siguen pensando en recompensas y en méritos conseguidos. Parecería que las palabras lapidarías de Jesús: “le es más fácil a un camello pasar por el ojo de una aguja que a un rico entrar en el Reino de Dios” hubieran sido dichas para ellos y que ni siquiera se dieran cuenta.

No han entendido el sentido del servicio, del amor y de la gratuidad. No pueden reducirse las relaciones con Dios a una especie de comercio o de retribución conforme a las leyes del negocio y de la ganancia.

Una persona que vive para el servicio no estaría preocupada por defender sus posesiones y sus propios intereses. Imaginemos a los esposos o a la familia siempre haciendo cuentas de los favores prestados, reclamando sus derechos y exigiendo sus ganancias. Esta actitud pronto acabaría con la amistad, la confianza y hasta con el amor.

Es la respuesta que da el Padre Misericordioso al hijo «bueno» que reclama que nunca le ha ofrecido un becerro para la fiesta y que en cambio le hace fiesta al hijo vividor que retorna a la casa. «Todo lo mío es tuyo», es decir, no estés haciendo cuentas, porque en amor y dones todo lo has recibido. Siempre en amor nos supera nuestro buen Padre Dios.

Quizás tendríamos que aprender a mirar toda nuestra vida como un regalo para descubrir cuánto nos ama Dios. Entonces no estaríamos reclamando las pobres acciones que nosotros le hemos ofrecido, sino estaríamos disfrutando de ese amor y tratando de corresponder con nuestro cariño.

Las recompensas ofrecidas por Jesús, que muchos han querido tomarlas literalmente, tendríamos que descubrirlas en el amor que a diario recibimos de nuestro Padre Dios. Gracias, Padre Bueno, por tanto amor.

Bienaventurada Virgen María, Madre de la Iglesia

Celebramos la memoria de la Virgen María, Madre de la Iglesia. En los Evangelios, cada vez que se habla de María se habla de la “madre de Jesús”, como acabamos de leer. Y aunque en la Anunciación no se dice la palabra “madre”, el contexto es de maternidad: la madre de Jesús. Y esa actitud de madre acompaña su obrar durante toda la vida de Jesús: ¡es madre! Tanto que, al final, Jesús la da como madre a los suyos, en la persona de Juan: “Yo me voy, pero esta es vuestra madre”. Esa es la maternidad de María.

Las palabras de la Virgen son palabras de madre. Y lo son todas: después de aquellas, al principio, de disponibilidad a la voluntad de Dios y de alabanza a Dios en el Magnificat, todas las palabras de la Virgen son palabras de madre. Siempre está con el Hijo, hasta en las actitudes: acompaña al Hijo, sigue al Hijo. Y ya antes, en Nazaret, lo hace crecer, lo cría, lo educa, y luego lo sigue: “Tu madre está aquí”, le dicen. María es madre desde el principio, desde el momento en que aparece en los Evangelios, desde el momento de la Anunciación hasta el final, es madre. De Ella no se dice “la señora” o “la viuda de José” —y en realidad lo podían decir—, sino siempre María es madre.

Los Padres de la Iglesia lo entendieron muy bien, igual que entendieron que la maternidad de María no acaba en Ella: va más allá. Siempre los Padre dicen que María es Madre, que la Iglesia es madre y que tu alma es madre. Pues en esa actitud que viene de María, Madre de la Iglesia, podemos comprender la dimensión femenina de la Iglesia que, cuando falta, pierde su verdadera identidad y acaba en una especie de asociación de beneficencia o en un equipo de fútbol o en lo que sea, pero ya no es la Iglesia. Existe lo femenino en la Iglesia, pues es maternal. La Iglesia es femenina, porque es ‘iglesia’, ‘esposa’ y es ‘madre’, da a luz. Esposa y madre. Pero los Padres van más allá y dicen: “También tu alma es esposa de Cristo y madre”.

La Iglesia es “mujer”, y cuando pensamos en el papel de la mujer en la Iglesia debemos remontarnos a esa fuente: María, madre. Y la Iglesia es “mujer” porque es madre, porque es capaz de “parir hijos”: su alma es femenina porque es madre, es capaz de dar a luz actitudes de fecundidad. La maternidad de María es una cosa grande. Dios quiso nacer de mujer para enseñarnos ese camino. Es más, Dios se enamoró de su pueblo como un esposo de su esposa: lo dice el Antiguo Testamento, y es un gran misterio. Podemos pensar que, si la Iglesia es madre, las mujeres deben tener funciones en la Iglesia: sí, es verdad, hay tantas funciones que ya hacen. Gracias a Dios, son muchas las tareas que las mujeres tienen en la Iglesia.

Pero eso no es lo más significativo: lo importante es que la Iglesia sea mujer, que tenga esa actitud de esposa y de madre, y cuando olvidamos eso, es una Iglesia masculina sin esa dimensión, y tristemente se vuelve una Iglesia de solterones, que viven en aislamiento, incapaces de amor, incapaces de fecundidad. Así que, sin la mujer, la Iglesia no sale adelante, porque es mujer, y esa actitud de mujer le viene de María, porque Jesús lo quiso así.

El rasgo que más distingue a la Iglesia como mujer, la virtud que más la distingue como mujer, se ve en el gesto de María en el nacimiento de Jesús: “dio a luz a su hijo primogénito; lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre” (Lc 2,7). Una imagen donde se aprecia precisamente la ternura de toda madre con su hijo: cuidarlo con ternura, para que no se lastime, para que esté bien protegido. La ternura es también la actitud de la Iglesia que se siente mujer y se siente madre. San Pablo —lo escuchamos ayer, y también en el breviario lo hemos rezado— nos recuerda las virtudes del Espíritu y nos habla de la mansedumbre, de la humildad, de esas virtudes llamadas “pasivas”, pero que, por el contrario, son las virtudes fuertes, las virtudes de las madres. Por eso, una Iglesia que es madre va por la senda de la ternura; sabe el lenguaje de tanta sabiduría de las caricias, del silencio, de la mirada que sabe de compasión, que sabe de silencio. Y también un alma, una persona que vive esa pertenencia a la Iglesia, sabiendo que es madre y debe ir por la misma senda: una persona mansa, tierna, sonriente, llena de amor.

María, madre; la Iglesia, madre; nuestra alma, madre. Pensemos en esa riqueza grande de la Iglesia y nuestra; y dejemos que el Espíritu Santo nos fecunde, a nosotros y a la Iglesia, para ser también nosotros madres de los demás, con actitudes de ternura, de mansedumbre, de humildad. Seguros de que ese es el camino de María. Qué curioso es el lenguaje de María en los Evangelios: cuando habla al Hijo es para decirle cosas que necesitan los demás; y cuando les habla a los demás, es para decirles: “haced lo que Él os diga”.

Sábado de la VII Semana de Pascua

Hech 28, 16-20. 30-31; Jn 21, 20-25

Hoy es día en que se pone término a varias cosas.  Nuestra primera lectura fue la conclusión del libro de los Hechos de los Apóstoles, escrito por san Lucas.  El pasaje evangélico fue la conclusión del Evangelio según san Juan.  Mañana con la solemnidad de Pentecostés, se termina el Tiempo Pascual.  Y sin embargo, la Iglesia tiene que seguir adelante hasta que el Señor vuelva en su gloria.

Cualquier término que experimentemos no es más que el preludio de algo superior en el plan divino.  San Lucas termina su relato sobre los apóstoles con san Pablo en Roma.  Pero bien sabemos que, desde Roma, la fe se extendió a todo el mundo.  San Juan pone el punto final a su Evangelio diciendo que, si todo lo que hizo el Señor Jesús se escribiera detalladamente, no habría espacio en el mundo entero para contener los libros que se escribieran.  De modo que su Evangelio no era la última palabra sobre Jesús.  Por eso, los santos y los sabios nos han bendecido con libros y sermones acerca de Jesús.

El gran acontecimiento de la Pascua de la resurrección de Jesucristo, aun cuando haya sucedido hace vente siglos, no es un acontecimiento del pasado.  El Señor resucitado sigue con nosotros y, si bien es cierto que mañana terminaremos de celebrar la Pascua, seguiremos celebrando esa misma Pascua durante todos los domingos del año.

En relación con Dios, que es eterno, no existen las terminaciones.  En Dios, que es infinito, no hay límites de bondad.  La inmensa verdad y la suprema belleza de Dios, tal como nos fueron reveladas en Jesucristo, no podrán agotarse nunca.

Como pueblo de fe tenemos un gran don aquí en la tierra; pero lo que debemos esperar ardientemente, se encuentra más allá de todo lo que podamos imaginar.

Viernes de la VII Semana de Pascua

Jn 21, 15-19

Hay preguntas que sólo nos atrevemos a hacer a quien le tenemos mucha confianza, no andamos preguntando a todo el mundo si nos quiere, y cuando este amor implica más consecuencias, lo pensamos en serio. 

Hay tareas que requieren un verdadero amor para poder encomendarlas.  Hoy encontramos a Jesús preguntando a Pedro, después de la resurrección, si de verdad lo ama.  No es difícil de imaginar todo lo que Pedro recordaría con esta pregunta, sus impulsos atrevidos al tratar de convencer al Señor de que escogiera otro camino diferente a la cruz; sus afirmaciones tajantes de que aunque todo el mundo lo abandonara él no lo haría, y sobre todo sus negaciones en aquellos momentos precisos de dificultad y abandono.

Por eso se toma su tiempo y sus precauciones para responder.  Ha entendido Pedro que no es fácil afirmar el amor cuando se es tan débil, ha comprendido que el amor de Jesús es mucho más exigente que simples palabras.  Y ahora responde con humildad, pero también con seguridad: “Sí, Señor, Tú sabes que te quiero”.  Ya no es la seguridad arrogante, sino la confianza en la amistad y compresión del Maestro. Sólo cuando ya se ha confiado a la amistad del Señor, Jesús le puede confiar: “Apacienta mis ovejas”

La pregunta se dirige hoy a cada uno de nosotros.  La dice Jesús desde su entrega en la cruz y desde el triunfo de su resurrección: “¿Me amas?”  Es pregunta personal y no admite condiciones ni tampoco evasiones.  Es pregunta directa de quien sabemos que nos ama.  ¿Qué le respondemos a Jesús?  ¿Estamos seguros que lo amamos?  Quizás también tememos nosotros equivocarnos y negarlo en los momentos más importantes de la vida.  Quizás tememos no seguir sus mandamientos, sino nuestros propios gustos.

Con todas estas limitaciones, debemos responder a Jesús cómo y cuánto es nuestro amor.  Con toda humildad y con toda verdad respondamos que nuestro amor es pequeño, pero que Él sabe que lo amamos.  Reconozcamos nuestras limitaciones e imperfecciones, pero tengamos la seguridad de su amor.  Él sí nos ama.

Al dar nuestra respuesta, también nos encomienda la misma tarea que a Pedro: cuidar y apacentar, dar vida y dar la vida.

¿Qué respondemos este día a esa pregunta insistente de Jesús: me amas?

Jueves de la VII Semana de Pascua

Jn 17, 20-26

¿Qué pide el Señor al Padre?: La unidad de la Iglesia: que la Iglesia sea una, que no haya divisiones, que no haya altercados. Para esto es necesaria la oración del Señor, porque la unidad en la Iglesia no es fácil.

He aquí la referencia a muchos que dicen estar en la Iglesia, pero están dentro sólo con un pie, mientras el otro queda fuera.

Para esta gente la Iglesia no es la casa propia. Se trata de personas que viven como arrendatarios, un poco aquí, un poco allá. Es más, hay algunos grupos que alquilan la Iglesia, pero no la consideran su casa. Entre estos, hay tres categorías:

1.- Los uniformistas

Son los que quieren que todos sean iguales en la Iglesia. Su estilo es uniformar todo: todos iguales. Están presentes desde el inicio, es decir, desde que el Espíritu Santo quiso hacer entrar en la Iglesia a los paganos…

Son cristianos rígidos, porque no tienen la libertad que da el Espíritu Santo. Y confunden lo que Jesús predicó en el Evangelio y su doctrina de igualdad, mientras que Jesús nunca quiso que su Iglesia fuera rígida.

Estos, por lo tanto, a causa de su actitud no entran en la Iglesia. Se dicen cristianos, se dicen católicos, pero su actitud rígida les aleja de la Iglesia.

2.- Los alternativistas

Estos son los que piensan: «Yo entro en la Iglesia, pero con esta idea, con esta ideología». Ponen condiciones y así su pertenencia a la Iglesia es parcial.

También ellos tienen un pie fuera de la Iglesia; alquilan la Iglesia pero no la sienten propia; y también ellos están presentes desde el inicio de la predicación evangélica, como testimonian los gnósticos, que el apóstol Juan ataca muy fuerte: «Somos… sí, sí… somos católicos, pero con estas ideas».

Estas personas buscan una alternativa, porque no comparten el sentir común de la Iglesia.

3.- Los ventajistas o especuladores

Son los que buscan ventajas. Ellos van a la Iglesia, pero para ventaja personal y acaban haciendo negocios en la Iglesia.

Son especuladores, presentes también ellos desde los inicios: como Simón el mago, Ananías y Safira, que se aprovechaban de la Iglesia para su beneficio…

Muchos personajes de este tipo se encuentren regularmente en las comunidades parroquiales o diocesanas, en las congregaciones religiosas, ocultándose bajo las apariencias.

Miércoles de la VII Semana de Pascua

Jn 17, 11-19

Un grupo de padres de familia se cuestionaba seriamente sobre la forma de proteger y de cuidar a sus hijos. Cuando escuchan todas las situaciones de los adolescentes y de los jóvenes, las formas de pensar, los graves peligros a que se exponen no pueden dejar de pensar en los propios hijos y se hacen esa terrible pregunta: “¿También mis hijos piensan y viven así? ¿Cómo puedo protegerlos?” Y hay quienes optan por negar todo permiso y casi tenerlos secuestrados en casa, pero esto no es suficiente ni garantiza inmunidad.

Jesús, en la oración de su despedida, parece también preocupado por sus discípulos y por todo lo que pueda pasar con ellos. Reconoce que el mundo, en el sentido que lo dice San Juan, es peligroso y contaminante y que quien no se ajusta a sus valores se hace objeto de su odio. Y quiere preservar a sus discípulos de esa contaminación pero está seguro que no los preservará del odio porque a Él mismo lo han odiado. Y da caminos para protegerlos de esos peligros: lo primero es encomendarlos en su oración al Padre.

Tanto los ama que quiere hacerles sentir la presencia y la protección continua del Padre. Les asegura que el Padre los ama y los invita a permanecer en unión con el Padre y con los hermanos.

La unión dará fuerza a los cristianos ante los problemas del mundo, la unión dará fuerza a la familia, la unión dará seguridad y apoyo a los hermanos. No es la unión que se hace agresión contra los demás, sino la unión que se abre a la posibilidad del encuentro de los hermanos. No es la unión que se cierra y se oculta, sino la que da apertura y vida. Es la unión y seguridad que tienen los hermanos que se aman y que sienten la presencia del otro aun en los peligros del mundo.

En la oración que Jesús hace a su Padre nos ofrece otras pistas para protegerse de los peligros: “santifícalos en la verdad”. Santificación y verdad, son dos caminos que aseguran la preservación en medio del mundo.

La santificación entendida como vivencia del amor del Padre, y la verdad que manifiesta lo que vivimos y tenemos en nuestro corazón. La oración de Jesús nos ofrece pistas para padres preocupados pero también para discípulos que vivimos en el mundo.

Martes de la VII Semana de Pascua

Jn 17, 1-11

Cuando vemos las estadísticas y comprobamos la cantidad de jóvenes que inician sus estudios, sobre todo de universidad, y los pocos que a veces logran concluirlos. Hoy hay muchos nini (ni trabajan, ni estudian)  Pero todavía la situación, se vuelve más tristes cuando este fenómeno lo podemos comprobar casi en todos los aspectos de la vida, en el trabajo, en los propósitos, en la familia, en el matrimonio.

Se inicia con grandes proyectos, se sueña, se idealiza y cuando aparecen las dificultades, empezamos a abandonar lo que habíamos propuesto.

Las lecturas de hoy nos invitan a mirar a Pablo en sus últimos días y a Jesús al final de su misión.  Pablo se despide de los presbíteros de la comunidad de Éfeso, haciendo una evaluación de su trabajo apostólico en medio de ellos y manifestando con orgullo su actuación: siempre a favor del Evangelio.  “No he escatimado nada que fuera útil para anunciaros el Evangelio”.  Una conciencia clara de lo que ha sido su misión, pero también una firme decisión ante el oscuro porvenir que se le presenta.  Sin embargo está firme y afirma: “quiero llegar al fin de mi carrera y cumplir con el encargo que recibí del Señor Jesús”

Jesús, en la última cena, también puede afirmar con toda seguridad: “Padre, ha llegado la hora, Yo te he glorificado sobre la tierra y he acabado la obra que me encomendaste”.  Y vaya que si la ha cumplido y con creces.  Ha comunicado y vivido las palabras que le había encomendado el Padre y ahora puede afirmar que ha cumplido su misión.

Y nosotros, ¿cómo hemos cumplido nuestra misión? ¿La hemos dejado a la mitad?  ¿Vamos dejando tareas a medias, palabras a medias y misiones a medias?

El Evangelio exige una entrega total y una evidencia constante, no es para vivirse un día sí y otro no; no es para darse vacaciones y olvidarse del evangelio; no es un traje que hoy nos ponemos y mañana nos quitamos.  Vivir el Evangelio es una constante en la vida del discípulo.

Necesitamos hoy revisar nuestra fidelidad y nuestra constancia a nuestra misión.

Lunes de la VII Semana de Pascua

Jn 16, 29-33

Quien lee con atención el pasaje de este día tendría justa razón para inquietarse. Cuando los discípulos creen que han entendido todo y están muy contentos porque Jesús les habla claro y están convencidos de que todo lo sabe, entonces Jesús habla todavía más claro y les dice que están equivocados, que se dispersarán, que lo dejarán solo y que fracasarán. Y esto es muy cierto cuando el discípulo se atiene a su propia sabiduría, cuando se confía en sus estructuras, cuando trata de interpretar lo que dice Jesús y lo hace con autosuficiencia y orgullo… entonces se aleja más de Jesús y fracasa.

Esto es clarísimo a nivel personal y a nivel comunitario: cada vez que ponemos nuestra seguridad en nosotros mismos, aunque argumentemos que estamos interpretando a Jesús, fracasamos.

Es una llamada de atención muy fuerte para nosotros como personas y como Iglesia: siempre deberemos estar atentos a descubrir si no nos estamos predicando a nosotros mismos o si no hemos puesto nuestra confianza en algo distinto a Jesús. Pero Jesús siempre es grandioso y desconcertante. Después de haber cuestionado a sus discípulos, de sembrar la duda en las propias fuerzas, de anunciar los fracasos, pide que no se pierda la paz. Que se tenga mucha paz, pero en el Señor.

No es la paz de la apatía o de la indiferencia, sino la verdadera paz. No son las seguridades que proporcionan las fuerzas o los candados, sino la paz que brota del corazón… y esta paz nos la ofrece y la garantiza Jesús.

Y termina diciendo que tengamos mucho valor: no confiados en nuestra sabiduría o santidad, no argumentando nuestro poder o nuestras buenas obras, sino poniendo a Jesús como nuestra seguridad, porque Él ha vencido al mundo. Así el discípulo no puede ser un cobarde que tiemble ante los problemas, no puede esconderse frente a la adversidad, porque tiene toda su confianza en Jesús que ha vencido al mundo.

Que hoy en Jesús encontremos paz y valor para ir a nuevas fronteras.

Sábado de la VI Semana de Pascua

Hech 18, 23-28; Jn 16, 23-28

Apolo, a quien se menciona en la primera lectura, es muy digno de admiración por su docilidad y sinceridad.  Se le reconocía como una autoridad en la Sagrada Escritura (en el Antiguo Testamento, puesto que aún no se había escrito el Nuevo Testamento).  Pero también estaba muy instruido «en la doctrina del Señor».  Sin embargo, sus conocimientos eran incompletos, sobre todo en relación con el bautismo.  Cuando Priscila y Aquila se lo llevaron a su casa para explicarle detenidamente las nuevas enseñanzas, Apolo no opuso resistencia.  Otra persona más orgullosa habría protestado: «¿Quién te crees, para enseñarme y darme instrucciones?».  La verdad es que Apolo estaba ansioso por aprender todo.

Jamás deberíamos presumir de saberlo todo acerca de nuestra religión.  Los grandes santos y los estudiosos de verdad han pasado la vida entera estudiando y meditando los misterios de la fe.  Pero, a fin de penetrar en esos misterios, no sólo es necesario estudiar y meditar; también se requiere el diálogo con otras personas de la misma fe y la oración.

Nosotros los católicos nos mostramos renuentes a hablar de nuestra religión; tenemos miedo de parecer piadosos o fanáticos.  Es cierto que muchos llegan a los extremos; pero cuando discutamos sobre religión, hemos de tratar de comprendernos mutuamente.  En vez de hablar continuamente sobre política o deportes, es muy conveniente que compartamos con los demás nuestras convicciones religiosas.

También es necesario que oremos, a fin de obtener una mejor comprensión.  Jesucristo nos ha asegurado que cualquier cosa que pidamos a su Padre en su nombre, nos será concedido.  Este tipo de oración no está limitada a peticiones de buena salud y otros beneficios.  También debe contener peticiones para comprender mejor y amar más nuestra fe.

Mientras estemos en este mundo, no entenderemos nunca los misterios de la fe.  Hemos sido llamados a recurrir a todos los medios que tengamos a nuestro alcance para crecer en nuestra religión.

San Matías

Hoy celebramos la fiesta de San Matías, Apóstol. ¿Qué se requiere para ser un apóstol? Era muy difícil la elección para sustituir a Judas. No solamente porque el puesto del traidor sería visto con dolor, sino porque para encontrar un verdadero discípulo se pondrían muchas condiciones.

Las dos lecturas de este día nos ofrecen las pistas para ser verdaderos discípulos de Jesús. Las condiciones que le ponen al substituto de Judas es que sea alguien que ha acompañado a Jesús durante toda su vida pública: desde que fue bautizado hasta su ascensión. Pero no sólo un acompañante, sino que tiene que ser un testigo de la resurrección de Jesús.

¿Cómo ser testigo de Jesús Resucitado? El testimonio que nosotros podemos ofrecer aparece claramente en el evangelio: reconocerse primeramente amado por Jesús, permanecer en ese amor y amar como ama Jesús. 

El amor que Jesús nos ofrece es gratuito. El amor que nosotros debemos ofrecer a los hermanos es también gratuito.

La elección de Matías tuvo por una parte una cuidadosa selección por parte de la comunidad, pero además se pusieron en oración y se confiaron a la providencia para que fuera elegido conforme al Espíritu. Quizás nos parezca hasta una forma infantil de hacer elecciones, eso de echar suertes, pero lo que quiere resaltar el libro de los Hechos, es la conciencia que tenía la comunidad de que todo era obra del Espíritu. Así queda muy claro que no es tanto por las cualidades y por los méritos propios, sino que es por la gratuidad del Espíritu que había sido elegido.

Cristo insiste en este aspecto al señalarnos que no somos nosotros los que lo hemos elegido, sino que es Él quien nos ha elegido. Así que no tendremos nada de que vanagloriarnos, ni por lo cual actuar como si fuéramos héroes a la hora de seguir a Jesús. Todo es gratuidad y sin mérito propio.

Ojalá que también hoy nosotros apreciemos este regalo de sabernos llamados por Jesús, de ser considerados de los suyos, de sus amigos y confidentes. Y así nos dispongamos a dar los frutos que Él espera de nosotros.