Jueves de la Octava de Pascua

Lc 24, 35-48


Si por algo se caracteriza nuestro mundo es por esa pérdida de paz y de armonía, vaga el hombre moderno cargado con sus seguridades que lejos de protegerlo, parecen hacerlo cada vez más débil e inseguro.  Se cierran las puertas, se evaden las preguntas, se ocultan los datos personales y sin embargo cada día nos sentimos más expuestos, perdemos la paz.

El saludo de Jesús a sus discípulos, que también tenían cerradas sus puertas es “la paz esté con vosotros”.  Palabras que en un primer momento los llena de temor porque creen ver un fantasma.  Para darles confianza y que no tengan miedo, Jesús presenta las marcas del dolor en sus manos y en sus pies.  Marcas de la cruz de Jesús que son señales de su entrega, de su muerte, pero también son señales de su resurrección.

No les habla a sus discípulos como un ángel que no hubiera padecido, tampoco nos habla a nosotros desde un mundo etéreo o angelical donde no pudiéramos tener miedo, nos habla desde el dolor de nuestra propia realidad para invitarnos a tener la verdadera paz, esa que nadie nos puede arrebatar, esa que es armonía interior y que sólo Jesús nos puede dar.  

No bastan las cicatrices, entonces pide de comer y con un trozo de pescado compartido se une a la mesa.

El dolor, las cicatrices y el pan compartido son las señales del que ahora está vivo e invita a superar los miedos, las angustias y a reconstruir la comunidad.  Son los mismos signos sobre los que ahora debemos reconstruir la comunidad: a partir de la realidad, del dolor de los hermanos, de las cicatrices y del compartir el pan.

No podemos estar ajenos y no podemos despreciar el dolor de quien han sufrido, se tiene que mirar y compartir, también se tiene que compartir el pan, el pescado y la mesa, para hacer creíble la resurrección.

La Pascua es esencialmente un tiempo maravilloso para tener un encuentro personal con Cristo que sea capaz de cambiar nuestra vida y convertirnos en sus testigos. Abre bien tus ojos y oídos…Cristo está vivo…


Déjalo vivir en ti, deja que su amor se trasparente a todos los que te rodean.

Miércoles de la Octava de Pascua

Lc 24, 13-35

El Evangelio de hoy nos presenta a dos discípulos de Cristo que se alejan de Jerusalén. Han visto y vivido lo que le sucedió a Jesús, y regresan a su pueblo.

El camino de Emaús es semejante al camino de toda la humanidad y puede representar el camino de cualquier persona.  Todos hemos sentido en determinados momentos la decepción de un ideal o de unas propuestas que creíamos eran solución y única verdad, pero después cuando nos desilusionamos, corremos el riesgo de abandonar todo: el ideal, el esfuerzo y la propia comunidad.

¿Por cuáles caminos he hecho caminar mis fracasos y mis tristezas?

Hasta ya va Jesús, empareja su paso con mi paso vacilante.  No cuestiona, no acusa, simplemente acompaña.  Es su encarnación acercarse al hombre que sufre y ha fracasado y cada día se hace cercano al que ha abandonado y decepcionado toda su esperanza.

Después de caminar, conversa, escucha y atiende, no condena.  Al final ofrece el camino redentor: la escucha de la Palabra, el acercarse a una mesa y el compartir el mismo pan.  Palabras, cercanía y el compartir vida y pan, restauran las heridas, reanima la fe.

El mismo proceso que hace con cada uno de nosotros para enfrentarnos a un mundo de oscuridades y desesperanzas, tenemos a Jesús que hace el camino con nosotros.

Tenemos su Palabra que viene a iluminar las más oscuras realidades, tenemos su compañía bajo el mismo techo y los mismos riesgos.  Finalmente se convierte en Pan que anima, fortalece y restaura la comunidad. El camino de Jesús conduce a una casa comunidad que no deja a un forastero expuesto a los peligros de la noche. Allí está la mesa servida para hombres y mujeres que ya no son esclavos sino hijos, hermanos, hermanas y testigos de la vida. Con los discípulos de Emaús hoy también nosotros dejemos arder nuestro corazón en el amor de Jesús resucitado.

Así se acerca Jesús a ti y a mí.  Así nos restaura y nos devuelve la esperanza.

Martes de la Octava de Pascua

Jn 20, 11-18

María Magdalena no podía creer en la muerte del Maestro. Invadida por una profunda pena se acerca al sepulcro. Ante la pregunta de los dos ángeles, no es capaz de admirarse. Sí, la muerte es dramática. Nos toca fuertemente. Sin Jesús Resucitado, carecería de sentido. «Mujer: ¿Por qué lloras? ¿A quién buscas?» Cuántas veces, Cristo se nos pone delante y nos repite las mismas preguntas. María no entendió. No era capaz de reconocerlo.

Así son nuestros momentos de lucha, de oscuridad y de dificultad. «¡María!» Es entonces cuando, al oír su nombre, se le abren los ojos y descubre al maestro: «Rabboni». Nos hemos acostumbrado a pensar que la resurrección es sólo una cosa que nos espera al otro lado de la muerte. Y nadie piensa que la resurrección es también, entrar «más» en la vida. Que la resurrección es algo que Dios da a todo el que la pide, siempre que, después de pedirla, sigan luchando por resucitar cada día. «La Iglesia ofrece a los hombres el Evangelio, documento profético, que responde a las exigencias y aspiraciones del corazón humano y que es siempre “Buena Nueva”.

La Iglesia no puede dejar de proclamar que Jesús vino a revelar el rostro de Dios y alcanzar, mediante la cruz y la resurrección, la salvación para todos los hombres». «He visto al Señor» – exclamó María. Esta debe ser nuestra actitud. Gratitud por haber visto al Señor, porque nos ha manifestado su amor y, como a María, nos ha llamado por nuestro nombre para anunciar la alegría de su Resurrección a todos los hombres.

Que la gracia de estos días sacros que hemos vivido sea tal, que no podamos contener esa necesidad imperiosa de proclamarla, de compartirla con los demás. Vayamos y contemos a nuestros hermanos, como María Magdalena, lo que hemos visto y oído. Esto es lo que significa ser cristianos, ser enviados, ser apóstoles de verdad.

Lunes de la Octava de Pascua

¡Alegría! ¡Alegría! ¡Alegría!… ¡Cristo ha resucitado! Como dice el profeta:
– ¡Iglesia santa, disfruta, goza, alégrate con todo el corazón! Y nos lo repite Pablo: – Alégrese siempre en el Señor. Se lo repito: ¡alégrense!…

Es esto un anuncio espléndido. Nos dice que Dios ama a la Iglesia, la nueva Jerusalén. Y los cristianos, amándonos todos los unos a los otros, sabemos comunicarnos la felicidad que cada uno lleva dentro, recibida del Dios que mora en nuestros corazones. La felicidad de Cristo vivo.

Hacemos una realidad aquello de Teresa de Jesús, cuando hablaba de sus humildes y felices conventos de Carmelitas: – Tristeza y melancolía no las quiero en casa mía.

Sencillamente, porque en el corazón del cristiano no cabe más que la alegría de sentirse salvado por un Dios que le ama. Esta alegría cristiana tiene un precio. ¿Qué debemos hacer para conquistarla, para poseerla, para que perdure en medio del Pueblo de Dios? ¿Qué debemos hacer?… – Practicar el amor y la misericordia. Está bien claro. Es un imposible disfrutar la alegría que Dios nos ha traído al mundo si no tenemos un amor efectivo a todos, basado en la honestidad de la vida propia y en el respeto a los demás.

Como en aquellos tiempos, hoy nos pide Dios limpieza del corazón. Conciencia tranquila, porque sabemos rechazar con violencia el pecado: así, como suena, ese pecado del cual el mundo moderno ha perdido la noción. Hoy nadie quiere oír esa palabra fatídica, porque trae a la memoria un juicio posterior de Dios.

Pero el grito de la propia conciencia no lo puede acallar nadie, y la alegría es un imposible cuando la conciencia no está en paz. Si en el mundo se observase mejor la Ley de Dios, habría mucha más alegría en todos nuestros pueblos. La alegría nos haría pasar la vida como en una fiesta ininterrumpida.

Habiendo sido bautizados en el Espíritu Santo, o conservamos al Espíritu Divino dentro de nosotros, o la alegría del Cielo habrá huido de nosotros quizá para siempre…

A esta condición diríamos personal de cada uno, se añade la obligación respecto de los demás.

El Evangelio en muchas ocasiones nos recuerda a todos que la justicia y el respeto a la persona son condiciones indispensables para que haya alegría en la sociedad.

No diremos que esto no es bien actual en nuestros países. Mientras muchos vivan sumidos en una pobreza injusta, y mientras exista la violencia, venga de donde venga, resultarán inútiles todos los esfuerzos que muchos hacen para implantar la felicidad y la alegría en el pueblo.

Miércoles Santo

Is 50, 4-9; Mt 26, 14-25

Cuando miramos un crucifijo nos cuesta trabajo creer que Jesús está ahí porque Él quiso.  Tal parece que fue dominado por sus enemigos y obligado a morir en la cruz.  Pero no fue así.  En cierta ocasión, los fariseos trataron de apedrear a Jesús para matarlo, pero Él se les escapó fácilmente.  En otra ocasión, los habitantes de su ciudad natal lo condujeron hasta el borde de un precipicio con la intención de despeñarlo; pero El dio medio vuelta y se fue, sin que uno solo fuera capaz de poner la mano sobre El.  Hubo varios incidentes en los que los enemigos de Jesús trataron de aprehenderlo para matarlo, pero éstos fueron impotentes para lograrlo porque, como el mismo Señor lo dijo, su «hora no había llegado todavía».  Aquella «hora» era el tiempo establecido de antemano por su Padre.

En el evangelio de hoy Jesús indica que El conocía el tiempo establecido por su Padre para su muerte sacrificial; Él dice: «Mi hora está ya cerca».  También mostró que conocía previamente el momento de su muerte, al predecir que uno de los Doce lo iba a traicionar.  Pero Jesús no sólo conocía el momento de su muerte ya próxima; más importante que eso, El aceptaba voluntariamente esa muerte, por obediencia amorosa a su Padre, al fin de que se cumpliera las Escrituras.

Al concluir la presentación que hizo de sí mismo como el buen pastor, nuestro Señor dijo: «El Padre me ama porque doy mi vida para volverla a tomar.  Nadie me la quita; yo la doy porque quiero» (Jn 10, 17).  En la Última Cena, dijo: «Nadie tiene amor más grande a sus amigos que aquel que da la vida por ellos» (Jn 15, 13).  Esas palabras indican claramente los motivos por los que Jesús murió.

El Viernes Santo, o en cualquier otro momento en que veamos un crucifijo, hemos de darnos cuenta de que Jesús murió en la cruz porque Él quiso.  Su muerte en la cruz fue la expresión perfecta de su amor libre y personal a su Padre y a nosotros.

Martes Santo

Is 49, 1-6; Jn 13, 21-23

En el evangelio hay dos hombres que se parecen y que sin embargo, son totalmente diferentes: Simón Pedro y Judas Iscariote.  Se parecen en que los dos le fallaron a Jesús: Pedro al negarlo y Judas al traicionarlo.  Son totalmente diferentes en su reacción ante Jesús después de haberle fallado.  Pedro se arrepintió y Judas se desesperó.

El carácter de Pedro era tan humano, que cualquiera de nosotros podría sentirse muy cercano a él.  Era resuelto, y sin embargo, débil; era sincero, y sin embargo, titubeante; era adicto, y sin embargo, a veces desleal.  Por encima de todo, llegó a conocer a Jesús tan bien, que se arrepintió inmediatamente y tuvo plena confianza en el perdón.

Nosotros tenemos esperanza y oramos para no terminar como Judas, sino como Pedro, a quien nos parecemos más.  Somos resueltos para tomar decisiones de hacer grandes cosas en favor de Cristo, pero, con frecuencia, somos remisos en llevar a cabo esos buenos propósitos.  Somos sinceros en nuestro celo por Cristo, pero, con frecuencia, fallamos por nuestra debilidad humana.  Somos verdaderamente adictos a Cristo, pero algunas veces vivimos como si no lo conociéramos, ni sus enseñanzas.

Si nos parecemos a Pedro en sus fallas, también debemos hacer el intento de ser como él en sus puntos de apoyo.  Pedro llegó a conocer muy bien a Jesús.  Porque conoció bien a Jesús y fue testigo de su amor a los pecadores, Pedro tenía confianza en el perdón del Señor.  Pero, ¿qué decir de Judas?  No es conveniente parecernos a él.  Judas tuvo las mismas oportunidades que Pedro para conocer a Jesús.  Había escuchado sus enseñanzas y había visto su ejemplo.  Jesucristo le ofreció su amor.  Pero desperdició las oportunidades de conocer a Cristo y no respondió al ofrecimiento que Jesús le hacía de su amor.

En el curso de esa Semana Santo se nos brinda una valiosa oportunidad de conocer a Jesucristo, meditando en los acontecimientos de su pasión y de su muerte.  El sufrió todo lo imaginable por amor a nosotros.  Hoy podemos rogarle que nos conceda la gracia de responder a su amor, como lo hizo Pedro.

Lunes Santo

Is 42, 1-7; Jn 12, 1-11

En el evangelio de hoy san Juan hace una de sus pocas referencias cronológicas.  Hace notar que la unción tuvo lugar «seis días antes de la Pascua».  Este era el día en que los judíos debían conseguir el cordero que iban a comer en la cena pascual, y lo conservaban hasta el día anterior a la Pascua, en que lo mataban a la hora del crepúsculo (Ex 12,12).  La cena de Pascua era una conmemoración de los acontecimientos salvadores del Éxodo.  A los israelitas del tiempo del Éxodo se les ordenó que untaran con la sangre del cordero el dintel y las jambas de las puertas de sus casas.  A la medianoche, el ángel del Señor acabaría con todos los primogénitos de los egipcios, pero al ver la sangre en el dintel y en las jambas de las puertas, pasaría de largo frente a las casas de los israelitas.  Ellos se salvaron por la sangre del cordero.

Parecería que, de alguna manera, en la mente de san Juan la unción de Jesús era su propia selección y preparación para ser el cordero pascual cristiano.  Ciertamente la sangre de Cristo es la que nos salva del pecado.  Antes de la comunión, escuchamos estas palabras: «Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo».  Como verdadero cordero pascual, Jesús es el cumplimiento de todos aquellos años de promesas y preparación del Antiguo Testamento.  Un siglo tras otro, Dios condujo pacientemente a su pueblo hacia los grandes acontecimientos que volvemos a vivir esta semana en la liturgia.  No miramos hacia el futuro, como hicieron los judíos; nosotros tenemos el privilegio de compartir directa y personalmente los misterios de salvación de Jesucristo, el Cordero que quita los pecados del mundo.

Sábado de la V semana de Cuaresma

Ez 37, 21-28; Jn 11, 45-56

La libertad es un don precioso que el Señor nos ha dado y que El respeta.  Mucha gente abusa de la libertad haciendo el mal; pero Dios no se la quita, sino que utiliza su sabiduría para sacar bien del mal.  Esta es una lección muy importante que encontramos en el evangelio de hoy.

Los jefes de los sacerdotes y los fariseos tenían miedo de que si la gente seguía a Jesús, los romanos vendrían y acabarían con el templo y con todo el país.  Caifás, el sumo sacerdote, utilizando su libertad de decisión, dijo a sus compañeros que la solución más sencilla del problema consistía en matar a Jesús.  Señaló que era más conveniente que un sólo hombre muriera por el pueblo y no que toda la nación pereciera.  A partir de aquel momento, los dirigentes del pueblo tomaron la decisión de matar a Jesús.

Pero lo que Caifás y los otros no imaginaban era que Dios iba a sacar mucho bien de aquellos proyectos malvados e incluso de las palabras de Caifás.  Por supuesto que era mucho mejor que Jesucristo muriera en sacrificio a que toda la humanidad pereciera por el pecado.  El plan de Dios Padre era que la muerte de su Hijo fuera una expiación por nuestros pecados.  Dios permitió que los dirigentes del pueblo pusieran en movimiento todos los sucesos que culminaron en la muerte de Jesús, porque Él sabía que su Hijo aceptaría la muerte sin dudar y voluntariamente por la salvación del mundo.

Nosotros estamos en condiciones de ver de qué manera sacó Dios el bien del malvado complot para matar a Jesús.  En nuestra propia vida y en el momento actual, nos resulta difícil comprender lo que Dios quiere cuando permite el mal.  Sin embargo, en todo momento debemos tener la fe suficiente para admitir que Dios sabe lo que hace.  Su respeto por la libertad humana permite el mal, pero en su sabiduría infinita sabe cómo sacar bien del mal y su amor lo logra.  Quizá pensemos que si nosotros gobernáramos el mundo haríamos las cosas de manera diferente.  Los caminos de Dios no son nuestros caminos, pero sus caminos son óptimos.

Viernes de la V Semana de Cuaresma

Jn 10, 31-42

Una de las cosas que causan más asombro en la vida de Jesús es que haya sido tanta la gente que lo rechazó.  Jesús es la personificación de todo lo que es bueno, santo y deseable, y lo que Él desea es atraer a todos los hombres hacia sí, para hacer de ellos seres perfectos y eternamente felices.  No solamente predicó la bondad y el amor de su Padre para con los hombres, sino que Él mismo reveló esta bondad y este amor con sus acciones. 

Cuando los judíos cogieron piedras para apedrearlo, Él les dijo en tono de protesta: “He realizado ante ustedes muchas obras buenas de parte del Padre, ¿por cuál de ellas me quieren apedrear?”.  Entonces lo acusaron de blasfemia, porque pretendía ser Dios, y sin embargo, solo les estaba diciendo la verdad, y sus afirmaciones de que era un ser divino, estaban confirmadas por señales y milagros.

Sorprende que Jesús, lo mismo que muchos otros profetas de Israel, haya sido rechazado por un número tan grande de gente, si no hacía más que decir la verdad.  ¿Por qué se le repudiaba?  Eran muchas las razones y muy complicadas, pero una de ellas es que la verdad puede incomodar. 

Cuando la verdad nos coloca frente a nuestros fracasos e incapacidades, el camino más fácil para escapar a nuestras responsabilidades y a la necesidad de tener que cambiar es ignorar o negar la verdad.  Cuando un maestro notifica a los padres consentidores e irresponsables, que su hijo es un problema en la escuela, tanto en los estudios como en la disciplina, el juicio del maestro es, al mismo tiempo, una evaluación del joven estudiante y de sus padres.  Pero éstos, antes de hacer frente a sus propias faltas y a la necesidad de actuar, escogen el camino más fácil y se niegan a aceptar el informe del maestro.

La verdad puede incomodar, aun la verdad predicada por Jesús.  La verdad de Jesucristo nos exige que seamos diferentes de los demás; nos pide que aceptemos el sufrimiento y la auto-renuncia, que abandonemos nuestro egoísmo y que seamos generosos en nuestro amor y nuestro servicio a los demás.  Oremos en esta Misa para que nunca tomemos la salida fácil de rechazar a Jesús y su verdad.

La Anunciación del Señor

Al celebrar la encarnación del Señor, hacemos un acto de fe en la humanización de Dios para la divinización del hombre ya que el Hijo de Dios se hizo Hombre para que el hombre se convirtiera en hijo de Dios.  Este doble movimiento del proyecto divino tiene su punto de apoyo en la maternidad divina de María.  En su seno se realiza el encuentro personal de Dios con el hombre; tan personal que la Palabra eterna, el Hijo del Padre, se hace humano en María y se encarna en nuestra raza.

Esta solemnidad es la fiesta del amor: del amor infinito de Dios que se da y del amor pequeño, pobre, de nuestra humanidad que sale al encuentro del amor de Dios.

Dios toma la iniciativa: «Dios es amor», «tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo único», y nos lo dio adaptado a nuestro modo de ser: «El Verbo se hizo carne»; el infinito se hace pequeño; el Eterno entra en nuestro tiempo; el puro Espíritu se nos hace visible, palpable y «el que era santidad, por nosotros se hizo ‘pecado’ «.

Pero si todo don, todo regalo, necesita de la aceptación, de la salida al encuentro de él, este regalo infinito de Dios, con mayor razón necesitaba la apertura del hombre.

Quien le dio el «sí» a este don de Dios no fue un poderoso o sabio o rico; fue una humilde jovencita de una aldea perdida, perteneciente a un territorio sometido.

El «Sí» de María –«yo soy la esclava del Señor, cúmplase en mí lo que me has dicho»- es un sí humilde y pequeño, pero totalmente abierto, puro y lleno de fe.

Se ha comparado el «hágase» de María con el «hágase» de Dios en el Génesis, origen de todo lo creado.  Pero el de María es de otro orden: es una aceptación del plan salvífico y amoroso de Dios.  De hecho, con esa comparación se quiere subrayar lo que siguió de la entrega de María.

Su aceptación es reflejo y consecuencia de la de Cristo: «Aquí estoy, Dios mío; vengo para cumplir tu voluntad».

Y la gran entrega de amor del Dios Amor se realizó.  El nombre profético: Emmanuel-Dios-con-nosotros, se quedó corto.  Cristo es «Dios uno de nosotros», y Cristo estableció el nuevo y definitivo sacrificio, por esto «todos quedamos santificados por la ofrenda del cuerpo de Jesucristo, hecha de una vez por todas».