BIENAVENTURADA VIRGEN MARÍA, MADRE DE LA IGLESIA

Celebramos la memoria de la Virgen María, Madre de la Iglesia. En los Evangelios, cada vez que se habla de María se habla de la “madre de Jesús”, como acabamos de leer. Y aunque en la Anunciación no se dice la palabra “madre”, el contexto es de maternidad: la madre de Jesús. Y esa actitud de madre acompaña su obrar durante toda la vida de Jesús: ¡es madre! Tanto que, al final, Jesús la da como madre a los suyos, en la persona de Juan: “Yo me voy, pero esta es vuestra madre”. Esa es la maternidad de María.

Las palabras de la Virgen son palabras de madre. Y lo son todas: después de aquellas, al principio, de disponibilidad a la voluntad de Dios y de alabanza a Dios en el Magnificat, todas las palabras de la Virgen son palabras de madre. Siempre está con el Hijo, hasta en las actitudes: acompaña al Hijo, sigue al Hijo. Y ya antes, en Nazaret, lo hace crecer, lo cría, lo educa, y luego lo sigue: “Tu madre está aquí”, le dicen. María es madre desde el principio, desde el momento en que aparece en los Evangelios, desde el momento de la Anunciación hasta el final, es madre. De Ella no se dice “la señora” o “la viuda de José” —y en realidad lo podían decir—, sino siempre María es madre.

Los Padres de la Iglesia lo entendieron muy bien, igual que entendieron que la maternidad de María no acaba en Ella: va más allá. Siempre los Padre dicen que María es Madre, que la Iglesia es madre y que tu alma es madre. Pues en esa actitud que viene de María, Madre de la Iglesia, podemos comprender la dimensión femenina de la Iglesia que, cuando falta, pierde su verdadera identidad y acaba en una especie de asociación de beneficencia o en un equipo de fútbol o en lo que sea, pero ya no es la Iglesia. Existe lo femenino en la Iglesia, pues es maternal. La Iglesia es femenina, porque es ‘iglesia’, ‘esposa’ y es ‘madre’, da a luz. Esposa y madre. Pero los Padres van más allá y dicen: “También tu alma es esposa de Cristo y madre”.

La Iglesia es “mujer”, y cuando pensamos en el papel de la mujer en la Iglesia debemos remontarnos a esa fuente: María, madre. Y la Iglesia es “mujer” porque es madre, porque es capaz de “parir hijos”: su alma es femenina porque es madre, es capaz de dar a luz actitudes de fecundidad. La maternidad de María es una cosa grande. Dios quiso nacer de mujer para enseñarnos ese camino. Es más, Dios se enamoró de su pueblo como un esposo de su esposa: lo dice el Antiguo Testamento, y es un gran misterio. Podemos pensar que, si la Iglesia es madre, las mujeres deben tener funciones en la Iglesia: sí, es verdad, hay tantas funciones que ya hacen. Gracias a Dios, son muchas las tareas que las mujeres tienen en la Iglesia.


Pero eso no es lo más significativo: lo importante es que la Iglesia sea mujer, que tenga esa actitud de esposa y de madre, y cuando olvidamos eso, es una Iglesia masculina sin esa dimensión, y tristemente se vuelve una Iglesia de solterones, que viven en aislamiento, incapaces de amor, incapaces de fecundidad. Así que, sin la mujer, la Iglesia no sale adelante, porque es mujer, y esa actitud de mujer le viene de María, porque Jesús lo quiso así.

El rasgo que más distingue a la Iglesia como mujer, la virtud que más la distingue como mujer, se ve en el gesto de María en el nacimiento de Jesús: “dio a luz a su hijo primogénito; lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre” (Lc 2,7). Una imagen donde se aprecia precisamente la ternura de toda madre con su hijo: cuidarlo con ternura, para que no se lastime, para que esté bien protegido. La ternura es también la actitud de la Iglesia que se siente mujer y se siente madre. San Pablo —lo escuchamos ayer, y también en el breviario lo hemos rezado— nos recuerda las virtudes del Espíritu y nos habla de la mansedumbre, de la humildad, de esas virtudes llamadas “pasivas”, pero que, por el contrario, son las virtudes fuertes, las virtudes de las madres. Por eso, una Iglesia que es madre va por la senda de la ternura; sabe el lenguaje de tanta sabiduría de las caricias, del silencio, de la mirada que sabe de compasión, que sabe de silencio. Y también un alma, una persona que vive esa pertenencia a la Iglesia, sabiendo que es madre y debe ir por la misma senda: una persona mansa, tierna, sonriente, llena de amor.

María, madre; la Iglesia, madre; nuestra alma, madre. Pensemos en esa riqueza grande de la Iglesia y nuestra; y dejemos que el Espíritu Santo nos fecunde, a nosotros y a la Iglesia, para ser también nosotros madres de los demás, con actitudes de ternura, de mansedumbre, de humildad. Seguros de que ese es el camino de María. Qué curioso es el lenguaje de María en los Evangelios: cuando habla al Hijo es para decirle cosas que necesitan los demás; y cuando les habla a los demás, es para decirles: “haced lo que Él os diga”.

Viernes de la VII semana de Pascua

Jn 21, 15-19

El seguimiento de Jesús es un camino de amor y por eso la pregunta a Pedro va dirigida precisamente al amor. Insistente, repite Jesús la pregunta fundamental para quien será el líder de los Apóstoles, pero también insistente la repite para cada uno de nosotros que nos decimos sus seguidores.

Dejemos por un momento a Pedro y pongámonos frente a Jesús mirándolo a los ojos, escuchando con el corazón y coloquemos nuestro nombre, nuestra identificación, para que quede claro que nadie puede sustituirnos en este momento y oigamos: » fulano, hijo de papá y mamá, que tienes una historia, que te conozco desde las entrañas de tu madre, que he visto cada uno de tus pasos, tus caídas y tus esfuerzos, y que en cada instante te he amado, ¿me amas más que estos? ¿Qué le respondemos a Jesús?

Con toda lealtad, ¿podemos responder lo que responde Pedro: “sí Señor tú sabes que te quiero”?

Seguramente vendrán a nuestra mente nuestras traiciones y mezquindades, nuestros egoísmos y nuestras caídas, pero respondamos con todo el corazón: “Señor tú sabes que te quiero”.  Jesús, Tú sabe mis límites, sabes mi pequeñez, pero sabes que te quiero.

Jesús nos mira nuevamente con el mismo amor, sin condicionamientos y nos vuelve a preguntar, quiere estar seguro de nuestro amor, o mejor, quiere que estemos seguros de su amor incondicional: ¿me amas? Respondamos una y otra vez que sí, que lo amamos, que lo queremos, que respaldaremos nuestro amor con nuestras acciones.

Pero no olvidemos la condición que pone Jesús: “apacienta mis corderos”. ¿Quiénes son sus corderos? Cada uno de nuestros hermanos. Tendremos que llevar paz y armonía a cada uno de ellos. No admite Jesús un amor solo para Él, tenemos que darlo también a nuestros hermanos y esa será la medida. Y así, por tercera vez, llega su pregunta más profunda, más comprometedora, más clara, porque quiere Jesús que estemos bien seguros que su amor nunca nos fallara.

¿Me amas? Ojalá que también nosotros digamos que mire a nuestro corazón que está lleno de amor a Él y a nuestros hermanos. Que estamos luchando por ser fieles, que nos sumergimos en su amor y podemos dar también amor.

¿Cuánto amamos a Jesús?

Jueves de la VII semana de Pascua

Jn 17, 20-26

Podríamos decir que de acuerdo a la predicación de Jesús hay dos elementos que hacen o harían evidente el amor de Dios y por ende nuestro ser cristiano: El primero es el amor y nuestras buenas obras. El Segundo que es el que nos menciona hoy Jesús: es «que su unidad sea perfecta».

Por ello donde hay desunión y discordia es difícil reconocer la presencia de Dios y de la comunidad cristiana.

Un anhelo de toda persona es encontrarse en relación con los demás en diálogo, en la escucha y en el apoyo mutuo.

Jesús hace la oración al Padre pidiendo para todos los suyos esa profunda experiencia de amistad que nos lleva a una plena unidad. Nadie nos creerá que somos discípulos si no somos capaces de vivir en unidad, a tal grado lo dice Jesús que pone como signo que el Padre lo ha enviado para afianzar la unidad de quienes son sus discípulos.

Es triste ver que se encuentra mayor unidad, aunque sea momentánea y condicionada, en los grupos delictivos, en las pandillas o en grupos de intereses turbios, mucho más que en la familia, la escuela, el trabajo, y la Iglesia que tiene como base y sustento la unidad.

El ideal de vida para la comunidad de creyentes, desde todos los tiempos, es la unidad. Unidad con Cristo y unidad entre los hermanos. La comunidad dividida va al fracaso. Es lo que ha sucedido con los grandes imperios, pero también con las familias y pequeñas células. Cuándo surge la división viene el fracaso.

Hay que pedir mucho la unidad y la paz como regalo de Dios Padre. Cristo mismo lo pide por nosotros. Pero al mismo tiempo que la unidad y la paz es un regalo, es también una conquista que exige de cada uno participación, entrega y compromiso.

La unidad no brota espontáneamente, se construye. Hay comportamientos que minan y destruyen la unidad: los intereses personales que se imponen a los otros, la búsqueda despiadada del poder, los silencios y las pocas oportunidades de diálogo. Cristo conoce y sabe de todas estas dificultades que conlleva la condición humana y sin embargo lleno de esperanza sigue suplicando para sus discípulos de todos los tiempos esa anhelada unidad y paz.

¿No seremos nosotros capaces de construirla hoy con la ayuda del Señor?

Miércoles de la VII semana de Pascua

Jn 17, 11-19

¿Qué queda es nuestro corazón después de escuchar estas palabras de Jesús en el evangelio? Contemplamos a Jesús lleno de ternura e implorando cuidado y protección para los suyos, como el pastor que quisiera siempre tener protegido y cuidado a su rebaño; como el papá o la mamá que al tener que irse quisieran dejar seguros a sus hijos.

Jesús súplica lo mejor para sus discípulos y comprende que no será fácil enfrentar los peligros que les acechan.

¿Qué sobresale en sus peticiones? Indudablemente aparece con mucha claridad la petición insistente de que sean uno y no únicamente como una unidad superficial, sino con una unidad profunda, semejante a la del Padre con el Hijo. Es una unidad donde ambos son personas distintas, son diferentes, pero son un solo Dios.

No pretende Jesús para sus discípulos una uniformidad donde todos parezcan muñecos de una misma fábrica, donde se pierda la individualidad y la personalidad de cada uno, sino esa unidad que es respeto a la diferencia, esa unión en los esfuerzos qué es compartir lo específico y propio de los individuos.

Nos encontramos ahora, en estos días, en estos tiempos, de feroces luchas y divisiones, donde todos buscan imponer su fuerza y su ley, donde las personas pasan a segundo término y sufren las consecuencias, en especial, los más débiles. No es esto lo que espera y lo que suplica Jesús.

Tendremos que revisar nuestras formas de actuar que nos ha llevado a tan desastrosa situación y buscaremos modificar nuestros criterios y nuestras maneras de actuar.

Cristo nos invita a la unidad, pero una unidad basada y sostenida por la verdad. No puede haber unidad precisamente cuando se miente y se engaña, no puede haber unidad cuando se distorsiona la realidad y se ocultan los propósitos. La verdad es la base de la unidad.

Revisemos si nosotros decimos la verdad, si fomentamos la unidad en la familia, en nuestros grupos, en la comunidad y en nuestra ciudad.

Martes de la VII semana de Pascua

Jn 17, 1-11

Hay momentos que se prestan para hablar de intimidad, hay momentos en el que el corazón habla libremente y hace confesiones.

Hoy nos encontramos tanto a Jesús como a Pablo en situaciones parecidas. Despedidas muy emotivas que se prestan para dar consejos, para dejar hablar al corazón.

San Juan presenta una escena donde Jesús se encuentra en este ambiente de despedida y de nostalgia y hace una oración a su Padre Dios, una oración de agradecimiento, de reconocimiento y también de súplica. Todo en un ambiente de mucha intimidad.

Manifiesta las razones profundas de todo su actuar y anuncia el momento culminante que ya se acerca.

¿Qué es lo que más resalta? Primeramente habla de la glorificación del Padre. Toda la actuación de Jesús tiene como objeto la glorificación del Padre y la vida de quienes les ha sido confiados. Al acercarse al final, quiere llevar a plenitud esa misión y manifiesta la estrecha unión que hay entre Él y su Padre. De esa unión participan también todos sus discípulos. La glorificación del Padre será también la principal tarea de cada uno de nosotros, porque la glorificación del Padre será también nuestra felicidad.

La gloria del Padre, la gloria del Hijo será también nuestra tarea. “He manifestado tu nombre». El nombre en la experiencia bíblica representa e indica toda la persona.

Jesús nos ha manifestado y ha dado a conocer el nombre de Dios, nos ha dado a conocer al mismo Padre y nos invita a participar de su misma vida.

Muy tierna y profunda la oración con que termina el Evangelio, » te pido por ellos que tú me diste y son tuyos» y los pone en las manos del mismo Padre.

Hoy, acerquémonos todos a Jesús, dejemos que sus palabras de confidencia entren en nuestros corazones y despertemos el deseo de participar en esa misma vida divina a la que nos ha llamado.

Lunes de la VII semana de Pascua

Jn 16, 29-33

Quien lee con atención el pasaje de este día tendría justa razón para inquietarse. Cuando los discípulos creen que han entendido todo y están muy contentos porque Jesús les habla claro y están convencidos de que todo lo sabe, entonces Jesús habla todavía más claro y les dice que están equivocados, que se dispersarán, que lo dejarán solo y que fracasarán. Y esto es muy cierto cuando el discípulo se atiene a su propia sabiduría, cuando se confía en sus estructuras, cuando trata de interpretar lo que dice Jesús y lo hace con autosuficiencia y orgullo… entonces se aleja más de Jesús y fracasa. 

Esto es clarísimo a nivel personal y a nivel comunitario: cada vez que ponemos nuestra seguridad en nosotros mismos, aunque argumentemos que estamos interpretando a Jesús, fracasamos. 

Es una llamada de atención muy fuerte para nosotros como personas y como Iglesia: siempre deberemos estar atentos a descubrir si no nos estamos predicando a nosotros mismos o si no hemos puesto nuestra confianza en algo distinto a Jesús. Pero Jesús siempre es grandioso y desconcertante. Después de haber cuestionado a sus discípulos, de sembrar la duda en las propias fuerzas, de anunciar los fracasos, pide que no se pierda la paz. Que se tenga mucha paz, pero en el Señor. 

No es la paz de la apatía o de la indiferencia, sino la verdadera paz. No son las seguridades que proporcionan las fuerzas o los candados, sino la paz que brota del corazón… y esta paz nos la ofrece y la garantiza Jesús.

Y termina diciendo que tengamos mucho valor: no confiados en nuestra sabiduría o santidad, no argumentando nuestro poder o nuestras buenas obras, sino poniendo a Jesús como nuestra seguridad, porque Él ha vencido al mundo. Así el discípulo no puede ser un cobarde que tiemble ante los problemas, no puede esconderse frente a la adversidad, porque tiene toda su confianza en Jesús que ha vencido al mundo. 

Que hoy en Jesús encontremos paz y valor para ir a nuevas fronteras.

Viernes de la VI semana de Pascua

Jn 16, 20-23

La alegría de Dios es algo duradero, no es temporal ni esporádica… no se parece, de hecho, a la que el mundo y sus pasatiempos pueden producir. La razón es que esta alegría es interior pues es producida directamente por el Espíritu Santo. 

¿Eres feliz? Es una pregunta a la que no fácilmente respondemos. Casi siempre podemos decir si estamos contentos por algún acontecimiento o por la situación que estamos pasando, pero la felicidad va más allá de esos momentos. La felicidad de vivir es quizá la aspiración más honda y determinante de todo ser humano. 

La mercadotecnia, los anuncios, el capital y el consumo se aprovechan de esta aspiración tan fuerte del ser humano, ofreciéndonos soluciones inmediatas y fáciles que prometen alcanzar la felicidad con el bienestar material. La promesa que hoy hace Jesús a sus discípulos va más allá. Promete que van a ser tan plenamente felices que nadie les podrá quitar su alegría. Una dicha tan completa que no necesitará justificantes ni explicaciones porque encuentra su fuente en el corazón. 

No habla Jesús de que no habrá problemas ni dificultades, ni dolor, todo lo contrario, hace saber a sus discípulos que el logro de esta felicidad exige pasar dolores semejantes a los del parto de una madre. 

Para alcanzar la plena alegría se tienen que superar los obstáculos y los dolores propios de este camino. En la Biblia la alegría es siempre una señal del Nuevo Mundo, del mundo prometido, pero nos dice que nace de la tribulación. 

El sufrimiento es casi como una ley de la vida desde el nacimiento, pero ¿el sufrimiento y los obstáculos son capaces de quitarnos la felicidad?  ¿Cómo puede estar en el inicio de la construcción del Reino el dolor y el sufrimiento? 

Sería falso decir que Dios se sirve del sufrimiento como una etapa para instaurar su Reino, pero sería igualmente falso afirmar que sólo con creer evitaremos el sufrimiento y el dolor. Es más, vivir el Reino produce siempre esas luchas, esa oposición que desencadenan las estructuras del mal. Pero eso no debe quitarnos la paz interior y la verdadera felicidad. 

Contemplemos a Jesús, nadie ha encontrado más oposición y dolores que Él, sin embargo, es un Hombre plenamente feliz porque vive en plena armonía interior. 

Pidamos hoy al Señor que nos enseñe a ser felices y que nos conceda la armonía interior.

Jueves de la VI semana de Pascua

Jn 16,16-20

Con su peculiar estilo de comunicarnos su mensaje, san Juan nos pone en un ambiente de despedida, en medio de repeticiones y palabras confusas, nos muestra el ánimo que va prevaleciendo en el corazón de los discípulos. 

Después de haber prometido la presencia del Espíritu y de hablar de la gran misión que cumplirá Jesús en medio de sus discípulos, Jesús busca ponerlos en guardia y darles un poco de consuelo. Es cierto que se alejara un poco, pero después volverá no solamente en las ocasionales apariciones como resucitadas sino con una presencia viva en el corazón de los creyentes. 

Cuando contemplamos a los discípulos que han recibido al Espíritu Santo y les ha permitido que su dinamismo los lleve por el camino de la misión, no encontramos a discípulos nostálgicos o apagados, sino sintiendo en su corazón una presencia muy rica y positiva de Jesús resucitado. 

Es cierto que ya no lo están viendo, pero experimentan esa presencia que superan no solo la tristeza y el dolor de la ausencia, sino también todos los problemas y estorbos que van dificultando el camino de la Palabra. Así han pasado de percibir a Jesús solo por los sentidos y lo han experimentado en su corazón. 

Nuestra relación con Jesús y nuestra experiencia de fe abarca nuestro ser completo. Podemos mirar y sentir a Jesús a través de sus palabras, de sus imágenes y sus milagros. Pero también experimentamos su presencia en medio de nosotros de otra forma: en nuestro interior, como regalo del Espíritu Santo. 

La alegría, el gozo y la felicidad que muestran los apóstoles, a pesar de que Jesús ha marchado, sólo se explica con una presencia diferente de Jesús en medio de ellos. 

Que también hoy, nosotros, experimentemos esa misma alegría y ese mismo dinamismo que da la presencia de Jesús. Hay muchas formas en las que hoy se hace presente Jesús en medio de nosotros, solamente tenemos que estar atentos y responder con generosidad a esa presencia. 

Que hoy nos dejemos invadir de la presencia de Jesús y que la podamos transmitir con entusiasmo, con dinamismo y con alegría.

Miércoles de la VI semana de Pascua

Jn 16,12-15 

El hombre de nuestros tiempos, ¿será menos religioso que antiguamente? Encontramos con frecuencia afirmaciones que nos aseguran que el hombre actual se ha alejado de supersticiones y que considera la fe como un atraso y ataduras que no permiten avanzar. Pero si escuchamos con atención sus objeciones y sus dudas comprenderemos que lo que ellos consideran religión o Dios, dista mucho de ser el verdadero Dios que ha proclamado y manifestado Jesús y que los valores que proclaman como la verdad, la fraternidad, la justicia son propiamente los valores del Reino. 

Quizás tendríamos que decirles, a quién con sincero corazón busca la verdad y la justicia, que precisamente Jesús tiene como principales enseñanzas esa misma verdad y esa misma justicia. Quizás hoy tendríamos que afirmar, cómo San Pablo, que Jesús ha manifestado el rostro de Dios muy cercano al hombre, que lejos de alienarlo o despojarlo, lo llena de plenitud y de sentido. 

En el mundo que se dice ateo y materialista, el hombre suspira y busca la verdad que lo fortalezca y que alimente su espíritu. No puede llenarse de materialismo y egoísmo, su misma naturaleza le lleva a descubrir algo, a alguien superior que le dé sentido a su existencia. Muchos lo busca en meditaciones, en ejercicios psicológicos, en terapias, pero mientras no descubran a Dios como alguien cercano que se deja encontrar seguirán con esa ansia y sed de Dios. 

Jesús se hace rostro de ese Dios Creador del que habla San Pablo; Jesús se hace diálogo y palabra para que nosotros podamos conversar y comunicarnos con Dios.  Jesús es el camino de encuentro entre la humanidad y Dios. 

El pasaje de este día nos muestra a Jesús en su despedida de los discípulos, no como abandono, sino como una señal del destino del hombre. Ofrece la presencia del Espíritu para iluminar nuestras mentes y para que podamos descubrir en medio de nosotros la presencia de Dios Padre. 

No ahoguemos esas ansias de Dios que tiene nuestro corazón, no dejemos oscurecer vidas por ambiciones materiales que ocultan la luz de nuestro Dios. 

Hoy aceptemos la propuesta de Jesús y por medio de su Espíritu descubramos a Dios en nuestras vidas. 

¿Cómo vives tú hoy esa presencia de Dios?

Martes de la VI semana de Pascua

Jn 16, 5-11

Las despedidas siempre nos producen tristeza y dolor, aunque sepamos que quién se va, va en busca de un bien mayor o nos puede traer algún bien. 

Al despedirse Jesús de sus discípulos obviamente se llenan de tristeza y no entienden que pueda Jesús abandonarlos. Las palabras de consuelo de Jesús los lleva a asegurarles la presencia del Espíritu Santo, el Defensor, a quién muestra como el que viene a sostener a los discípulos, a esclarecer lo que han aprendido y a fortalecerlos en el seguimiento.  Jesús no abandona sus discípulos ni tampoco nos abandona a nosotros, al contrario, nos da una presencia y una luz que nos ayudarán a caminar con mayor seguridad. El Espíritu Santo es esa luz. 

Claro que algunos tenemos miedo porque ante la claridad qué aporta una luz, aparecen las deficiencias y los pecados.  Por eso también Jesús nos dice que cuando el Espíritu venga con su luz nos hará reconocer la culpa y lo precisa en tres aspectos muy concretos. El primero en materia de pecado. Quién no reconoce a Jesús y su verdad está cometiendo un pecado, quien no acepta sus mandamientos y su proyecto está cometiendo un pecado. 

Segundo, en materia de justicia. Él ha venido del padre y va al Padre. Quien no reconoce la misión de Jesús que es darnos a conocer al Padre, quien desconoce a Dios como su Padre y quién niega a los hombres como sus hermanos está cometiendo una injusticia y estorba a la misión de Jesús. 

Tercero, en materia de juicio, porque el príncipe de este mundo ya está condenado. Un juicio donde se da a conocer quién es el verdadero Señor del universo y que descubre las artimañas del mal que engaña a los hombres. No puede prevalecer una cultura de muerte. 

La venida del Espíritu Santo nos ayudará con su luz a distinguir claramente estas culturas que se oponen a la vida. La vida en Dios no puede ser vencida por la cultura de la muerte. Pero también, el Espíritu nos hará ver claramente cuál es nuestra postura ante la vida y nos descubrirá cómo es nuestro actuar. 

Dejémonos iluminar por este espíritu. Pidámoslo con mucha ansia y devoción. Con ansia de que ya esté presente en medio de nosotros.