Eclesiástico 51, 17-27; Mc 11, 27-33
Sería muy interesante que retrocediéramos en el tiempo hasta colocarnos con Jesús en el recinto del templo. ¿Cómo reaccionaríamos? ¿Cómo los jefes del pueblo, movidos por la duda y el rechazo? ¿Cómo los fieles discípulos?… Por supuesto es imposible dar marcha atrás al tiempo y conocer con exactitud lo que pensaríamos entonces, pero debemos hacer algunas conjeturas.
Unas de las razones por las cuales el pueblo rechazó a Jesús era porque no tuvieron el don de la fe para ver a través de la humanidad de Jesús su verdadera condición de Hijo de Dios. Jesús les parecía un hombre como cualquier otro. Su humanidad era un velo que escondía su divinidad.
Dios nos ha descorrido ese velo a nosotros y ese es el sentido literal de «revelación». Lo correlativo a la revelación es la fe. Al descorrernos el velo, Dios nos ha concedido, una especial sabiduría, como al Sirácide. En la primera lectura él dice: «Desde mi adolescencia, antes de que pudiera pervertirme, decidí buscar abiertamente la sabiduría. En el templo se la pedí al Señor y hasta el fin de mis días la seguiré buscando». Nosotros también debemos cultivar nuestra fe para que ensanche cada vez más nuestra visión. Entonces sí podremos conjeturar cuál hubiera sido nuestra reacción hace dos mil años.
Por la fe abrazamos a Jesús, ¿pero siempre y en toda ocasión respondemos a lo que Él nos pide? Sabemos que Jesús está presente en la Sagrada Eucaristía, y sin esta fe no podemos ser ni siquiera católicos. Jesús también está presente en las palabras inspiradas de la Sagrada Escritura. ¿Apreciamos y amamos debidamente a Jesús en esas palabras inspiradas? Jesús también está presente en las personas que nos rodean. ¿La humanidad de esas personas, con todos sus defectos y debilidades, es como un velo que nos oculta la presencia de Jesús?
La fe es un don que cultivamos mediante la oración. Necesitamos pedir a Dios que nos ayude a ver, a apreciar y a amar la presencia de su Hijo en la Eucaristía, en la Escritura y en su pueblo.