Viernes de la VIII Semana del Tiempo Ordinario

Eclesiástico 44, 1. 9-12; Mc 11, 11-26

Salió Jesús de Betania camino de Jerusalén, que distaba pocos kilómetros y sintió hambre, según nos dice san Marcos en el evangelio de hoy.  Esta es una de tantas ocasiones en que se manifiesta la humanidad de Jesús, que quiso estar muy cerca de nosotros y participar de las necesidades y las limitaciones humanas para que aprendamos nosotros a santificarlas.

Jesús vio una higuera, pero no tenía frutos, «pues no era tiempo de higos».  La maldijo el Señor: «Nunca jamás coma nadie fruto de ti». 

Jesús sabía bien que no era tiempo de higos y que la higuera no los tenía, pero quiso enseñar a sus discípulos, de una forma que jamás olvidarían, cómo Dios había venido al pueblo judío con hambre de encontrar frutos de santidad y de buenas obras, pero no halló  más que prácticas exteriores sin vida, hojarascas sin valor.  También aprendieron los apóstoles en aquella ocasión que todo tiempo debe ser bueno para dar frutos a Dios.  No podemos esperar circunstancias especiales para santificarnos. 

Dios se acerca a nosotros buscando buenas obras en la enfermedad, en el trabajo normal, cuando todo está ordenado y tranquilo, tanto en momentos de cansancio como en días de vacaciones, en el fracaso, en la ruina económica y en la abundancia.  Son precisamente esas circunstancias las que pueden y deben dar fruto; distinto quizá, pero inmejorable y espléndido.  En todas las circunstancias debemos encontrar a Dios, porque Él nos da las gracias convenientes. 

Cada uno de nosotros debemos ser árbol que da fruto, para poder ofrecer a Jesús, que se ha hecho pobre, el fruto del que tiene necesidad.  Él quiere que le amemos siempre con realidades, en cualquier tiempo, en todo lugar, cualquiera que sea la situación que atraviese nuestra vida.  Hay que dar frutos ahora, en el momento actual, con esta edad, con estas circunstancias en las que nos encontramos.

El verdadero amor a Dios se manifiesta en un apostolado comprometido, realizado con tenacidad. 

Examinemos nuestra vida y veamos si podemos presentar al Señor frutos maduros.  Como nos decía hoy la primera lectura si damos frutos: «… sus bienes perduran en su descendencia, su heredad pasa de hijos a nietos… Su recuerdo dura por siempre, su caridad no se olvidará»

Si damos frutos, no habremos pasado desapercibidos por este mundo como nos recordamos el libro del Eclesiástico.

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