5 de Enero

1Jn 3, 11-21; Jn 1, 43-51

La palabra clave de la primera lectura de hoy es: «amor», una palabra muy usada y por lo tanto desgastada. Tal vez no nos equivocamos si decimos que hay tantos significados de esta palabra como personas que la pronunciamos o pensamos. ¿Qué es para mí el amor? podríamos preguntarnos. Y un cristiano tendría que responderse esa pregunta a la luz de la Palabra de Dios cuya encarnación en Jesucristo estamos celebrando por estos días.

En primer lugar «amar», «amor», es para nosotros un mandato de Cristo. Su único mandamiento. Un mandamiento que nos ha dado Jesús como su testamento en la cena de despedida, la última cena que celebró con sus discípulos. Por eso la lectura de hoy nos dice que este mensaje lo hemos oído desde el principio, desde que comenzamos a ser cristianos, desde que recibimos la primera catequesis. Otra cosa es que lo hayamos olvidado, lo hayamos puesto en segundo o quinto o quién sabe qué lugar en nuestras vidas.

En la lectura se nos presenta una inquietante confrontación entre dos pares de palabras: amor y vida, odio y muerte. Quien no ama no vive y quien odia llega hasta matar, como Caín. Quien ama es capaz de llegar hasta a dar la vida por los que ama, como Jesús. El que no ama se cierra en su egoísmo estéril. Esta es la verdadera dimensión del amor: cuando es creador, cuando da vida, cuando difunde en torno suyo alegría y paz, solidaridad, comprensión, perdón, cuando construye comunidad y hace de los que se aman una familia de hermanos. Todo lo contrario de la fatídica imagen de Caín.

Las palabras de la carta 1ª de Juan resuenan entonces absolutamente realistas: «quien odia a su hermano es un homicida»; «hijos míos no amemos de palabra y de boca, sino de verdad y con obras».

La lectura evangélica continúa presentándonos el llamamiento de los primeros discípulos. Jesús llama a Felipe con una llamada imposible de no escuchar: «¡sígueme!»; y Felipe a su vez anuncia a su hermano Natanael el gran encuentro: «Aquel de quien escribieron en la Ley Moisés y los Profetas». Solo que Natanael no puede creer, que un pobre campesino, oriundo de la desconocida Nazaret, hijo de un carpintero, sea el Mesías anunciado y esperado por siglos. Jesús les anuncia, al asombrado Natanael y a sus compañeros, que a su lado verán maravillas: verán la irrupción del cielo en la tierra, la definitiva intervención de Dios en la historia de los seres humanos, las palabras del juicio final que serán consuelo y salvación para las víctimas, los mártires, los pobres y humillados de la tierra, y en cambio serán la condenación de la soberbia, del orgullo, la violencia y la codicia. Es lo que significan las imágenes del lenguaje apocalíptico que el evangelista pone en labios de Jesús.

4 de Enero

1Jn 3, 7-10

La lectura de la 1ª carta de Juan es tan breve, apenas 4 versículos, ¡pero tan densa! En primer lugar una advertencia: que nadie nos engañe…

Se trata, según el autor de la 1ª carta de Juan, de ser hijos de Dios o del diablo. O nos ponemos de parte de la justicia y del amor o en contra suya, asumimos con seriedad y compromiso las implicaciones de nuestra fe cristiana, o nos acomodamos al mundo de la codicia, la opresión y la rapiña. A estas actitudes extremas el autor las representa como dos bandos irreconciliables: el de los hijos de Dios y el de los hijos del diablo, porque nos está llamando a definirnos claramente y a salir de nuestra mediocridad.

En este tiempo de Navidad pueden sonar duras las palabras de la 1ª carta de Juan: cuando estamos un tanto acomodados por las alegrías de las fiestas, los regalos, las costumbres familiares en torno al Nacimiento, las expectativas del comienzo del año. Como un campanazo de alerta se nos llama a la responsabilidad consciente, a tomarnos en serio la fe que profesamos. Sin que esto signifique que no podamos alegrarnos en las celebraciones navideñas.

Jn 1, 35-42

Verdaderamente cada uno tiene su encuentro con Jesús. Pensemos en los primeros discípulos que seguían a Jesús y permanecieron con Él toda la tarde – Juan y Andrés, el primer encuentro – y fueron felices por esto.

Andrés fue al encuentro de su hermano Pedro – se llamaba Simón en ese tiempo – y le dijo: «Hemos encontrado al Mesías». Es otro encuentro entusiasta, feliz, y condujo a Pedro hacia Jesús. Siguió, luego, el encuentro de Pedro con Jesús que fijó su mirada en él. Y Jesús le dijo: «Tú eres Simón, hijo de Juan. Te llamarás Cefas», es decir piedra.

Los encuentros son verdaderamente muchos. Está, por ejemplo, el de Natanael, el escéptico. Inmediatamente Jesús con dos palabras lo tira por los suelos. De tal modo que el intelectual admite: «¡Tú eres el Mesías!».

Está también el encuentro de la Samaritana que, a un cierto punto, se siente en medio de un problema e intenta ser teóloga: «Pero este monte, el otro…». Y Jesús le responde: «Pero tu marido, tu verdad». La mujer en el propio pecado encuentra a Jesús y va a anunciarlo a los de la ciudad: «Me ha dicho todo lo que he hecho; ¡será tal vez el Mesías?»

Recordemos también el encuentro del leproso, uno de los diez curados, que regresa para agradecer. Y, además, el encuentro de la mujer enferma desde hacía dieciocho años, que pensaba: «Si al menos lograra tocar el manto estaría curada» y encuentra a Jesús.

Y también el encuentro con el endemoniado del que Jesús expulsa tantos demonios que se dirigen hacia los cerdos y después quiere seguirlo y Jesús le dice: «No, vete a casa con los tuyos y anúnciales lo que el Señor ha hecho contigo».

Así podemos hallar muchos encuentros en la Biblia, porque el Señor nos busca para tener un encuentro con nosotros y cada uno de nosotros tiene su propio encuentro con Jesús.

Quizá lo olvidamos, perdemos la memoria hasta el punto de preguntarnos: «Pero ¡cuándo yo me encontré con Jesús o cuándo Jesús me encontró?».

Seguramente Jesús te encontró el día de tu Bautismo: eso es verdad, eras niño. Y con el Bautismo te ha justificado y te ha hecho parte de su pueblo.

Todos nosotros hemos tenido en nuestra vida algún encuentro con Él, un encuentro verdadero en el que sentí que Jesús me miraba. No es una experiencia sólo para santos. Y si no recordamos, será bonito hacer un poco de memoria y pedir al Señor que nos dé la memoria, porque Él se acuerda, Él recuerda el encuentro…

Una buena tarea para hacer en casa sería precisamente volver a pensar cuando sentí verdaderamente al Señor cerca de mí, cuando sentí que tenía que cambiar de vida y ser mejor o perdonar a una persona, cuando sentí al Señor que me pedía algo y, por ello, cuando me encontré al Señor.

El Santísimo Nombre de Jesús

1Jn 2, 29 – 3,6; Jn 1, 29-34

El concepto de justicia en la Biblia, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, no es un concepto secular, del ámbito de lo puramente social y político como lo es el nuestro. La justicia en las Escrituras es un concepto eminentemente religioso, tiene que ver necesaria y esencialmente con Dios, con el ejercicio de su voluntad salvífica, de su misericordia y su amor. Dios no es justo en la Biblia, simplemente porque castigue o declare inocente a alguien, como un juez de nuestros tribunales. Dios es justo porque ama y perdona, porque mantiene su alianza a pesar de los pecados del pueblo o de la iglesia, porque permanece fiel a pesar de nuestras infidelidades.

Es lo que nos quiere decir san Juan en la 1ª lectura: que Cristo representa y revela la justicia divina, perdonando y realizando la voluntad salvífica del Padre a favor de los pobres, los pequeños y los pecadores. Nacemos de Dios o de Cristo cuando asumimos ese ideal de justicia. No de la fría y tantas veces tortuosa justicia de los seres humanos, sino de la justicia que es amor, misericordia, solidaridad y perdón.

Esa justicia divina, tan diferente de la justicia humana, ha llegado hasta el extremo de hacernos hijos de Dios, si queremos. Y siendo hijos de Dios aspiramos a ser semejantes a Él, a verle tal cual es, como los hijos ven a su padre. La exigencia que se nos hace a cambio de tanto amor y de tan divina justicia, es que nos purifiquemos del pecado, para ser dignos de Dios. Si estamos en Cristo no pecamos, dice san Juan, porque en El no hay pecado, porque Él quita los pecados.

En el Evangelio de hoy Juan el Bautista le hace eco a la 1ª lectura exclamando ante la gente que lo rodeaba: «Este es el cordero de Dios que quita el pecado del mundo». El cordero era la víctima pascual que ofrecían los judíos al celebrar cada año la cena pascual. Ahora nuestro cordero es Cristo: Él se ha sacrificado por nosotros y con su sacrificio nos ha dado la posibilidad de ser justos como Dios: amando y perdonando.

En estos días de Navidad puede suceder que se infantilice nuestra fe, que la vivamos como si se tratara de un cuento de hadas, con estrellas mágicas, reyes orientales que abren sus tesoros fabulosos, alegres pastorcitos que cantan villancicos. Puede suceder también que nuestra fe sea víctima en estos días de Navidad de los mercaderes de todo lo divino y lo humano. Que nos sintamos obligados a gastar y a derrochar aún a pesar de nuestra pobreza. Juan Bautista nos recuerda que el niño recién nacido se manifestará algún día ante el mundo, bautizará a los suyos con el fuego del Espíritu y dará la vida para el perdón de nuestros pecados. Solo nuestro testimonio de amor y de servicio puede hacer creíble la historia de la Navidad: que Dios envió a su Hijo en carne humana para devolvernos a todos la alegría, la paz y la vida.

SANTOS BASILIO MAGNO Y GREGORIO NACIANCENO

1 Jn 2, 22-28; Jn 1, 19-28

Nos llamamos «cristianos» porque creemos que Jesús, el hijo de María, nacido en Belén de Judá hace ya más de 2000 años, es el «Cristo», el «Mesías» esperado, el enviado definitivo del Padre. Es nuestra relación con Cristo, viviendo su evangelio, asumiendo su Palabra, la que define nuestro ser de cristianos. Por eso el autor de la 1ª carta de Juan nos dice hoy que negar a Cristo es negar a Dios, es ser mentirosos, es abandonar la fe que recibimos. Y por eso también insiste en la acción de «permanecer», de estar firme y activamente presentes en la comunidad, de ser inconmovibles en la fe, de mantenernos en la comunión con Dios Padre y con su Hijo Jesucristo. No se trata simplemente de afirmar lo que nos enseñaron en el catecismo. Más que eso, debemos vivir y actuar como cristianos, así permanecemos en Cristo, podemos esperar confiados su venida.

Las fiestas navideñas que estamos celebrando, pueden hacernos olvidar el verdadero compromiso cristiano. Permanecer en Cristo debe significar comprometernos con su causa: el servicio de los hermanos, especialmente de los pobres y de los que sufren; el compromiso con la voluntad salvífica de Dios Padre que Cristo vino a revelarnos. El Padre quiere que todos se salven, es decir, lleguen a la plenitud de su existencia. Ese es el reto de los cristianos hoy y siempre. No se trata sólo de confesar la fe, de recitar el credo como cualquier otra fórmula, de memoria. Se trata también de actuar como nos enseñó y nos mandó Jesús. Los anticristos no son solo los que niegan verbalmente a Cristo, también nosotros somos anticristos cuando no amamos a los hermanos y no nos comprometemos con ellos.

Como a Juan Bautista en el evangelio que acabamos de leer, a nosotros también se nos pide aquí y ahora, dar testimonio de Jesús, cuyo nacimiento estamos celebrando. Muchas personas, de diversas creencias, de variados intereses y distintos oficios y profesiones nos preguntarán por qué creemos y predicamos el Evangelio, por qué bautizamos. Y Juan Bautista nos enseña a responder. Él y nosotros no somos otra cosa que «la voz que clama en el desierto», a quien quiera oírla, a quien se pregunte por la persona de Jesús. No somos, como no lo quiso ser Juan Bautista, ningún profeta famoso y lleno de poder, mucho menos el Mesías esperado, porque el Mesías es precisamente Jesús. Somos la voz que grita, en el desierto del mundo injusto y violento, que Jesús viene con nosotros a ofrecer su palabra, su buena noticia de salvación, a todo el que experimente el dolor, el mal y el sufrimiento.

Que Jesús nos ofrece en su palabra, en su Evangelio, la fuerza divina que puede transformar personalmente, a cada uno; y puede transformar la historia de exclusión y de explotación que los países pobres del mundo, que son la mayoría, están padeciendo a causa de la ceguera y la ambición de los pocos países ricos que dominan la economía mundial. Porque el Evangelio de Jesús, que Juan Bautista prepara, es buena noticia de solidaridad, de compartir, de justicia y de paz, de respeto a todos los seres del mundo.

El evangelista nos dice que Juan Bautista dio su testimonio sobre Jesús a quienes vinieron a interrogarlo. Nos está diciendo que también nosotros debemos dar hoy, más de 2000 años después, nuestro testimonio. No solo con palabras, siempre necesarias sino, especialmente, con nuestras actitudes cristianas, nuestro compromiso concreto, nuestra vivencia comunitaria. Ser testigo es ser mártir, es llegar hasta la muerte por la causa que se defiende. Así Juan Bautista y tantos cristianos y cristianas a lo largo de estos 21 siglos. Ahora nos toca a nosotros afrontar esta posibilidad: de llegar hasta la muerte en el servicio de los hermanos, por amor al evangelio de Jesucristo.