Jueves de la XVIII Semana Ordinaria

Jer 31, 31-34

Hoy Jeremías nos ha presentado la visión no sólo de un pueblo que regresa a la tierra patria, de unas ciudades y del templo reconstruidos, de una prosperidad material y cívica, sino que nos presenta también la raíz, la dinámica, el espíritu mismo de esta restauración.  Esto es expresión de la fidelidad de Dios a su alianza.

«Haré una alianza nueva»,  esto lo vemos cumplido totalmente en Cristo: «Esta es la sangre de la alianza nueva y eterna».

La nueva ley ya no estará grabada en tablas de piedra, sino en lo más interior de cada hombre, en la mente y en el corazón.

La ley nueva será la ley del amor.  «Les doy un mandamiento nuevo….»

Esto traerá un conocimiento del Señor, no meramente intelectual, sino ante todo experimental, pues es su propio amor el que vive en nosotros y nos hace amar.

Mt 16, 13-23

Cristo, después de habernos preguntado qué se opina hoy de Él, formula otra pregunta especial: «¿Y para ustedes quién soy yo?»  El Señor espera una respuesta real: «¿En la práctica, quién soy yo para ti?» «¿Cuánta importancia tengo en tu vida?»  «¿Soy realmente tu Señor, el modelo, la norma real de tu vida?»

La doble actitud de Pedro lo refleja muy fielmente.  Vemos como las dos caras de una moneda. 1) «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo»  «Dichoso tú Simón, hijo de Juan.  Esto te lo ha revelado mi Padre»  «Tú eres roca… A ti te daré las llaves… “Y luego ante la perspectiva de la pasión: 2) «no lo permita Dios, Señor.  Eso no te puede suceder a ti»  Apártate de mí, Satanás… tu modo de pensar no es el de Dios, sino el de los hombres».

Mirémonos en ese espejo.  La obra salvífica del Señor nos lleva a que vivamos cada vez más bajo la guía e inspiración de Dios.  Que a ello nos lleve la Eucaristía que estamos celebrando.

Miércoles de la XVIII Semana Ordinaria

Jer 31, 1-7

El profeta está hablando a un grupo que difícilmente puede ser llamado «pueblo».   No tiene tierra patria, está en el destierro, su capital fue destruida, el Templo, síntesis de su historia, de su tradición, de su culto, había sido echado por tierra.

En este ambiente totalmente obscuro destella esta luz esperanzadora.  De nuevo el principio fundamental de la Alianza: «Yo seré el Dios de todas las tribus de Israel y ellos serán mi pueblo».

El amor infinito, eterno, infalible, de Dios, es el espíritu animador de todo. «Yo te amo con amor eterno».

Cuando cada uno de nosotros entienda esto, cuando mire  a Cristo como la plena realización de ese amor de Dios y lo mire como paradigma de su vida: «Que se amen unos a otros como yo los he amado»,  entonces seremos realmente cristianos.

Mt 15, 21-28

Debemos leer o escuchar la Santa Escritura como quien recibe un mensaje de salvación.

Aparece claramente hoy la universalidad de la salvación, cuya única exigencia es la apertura al don de Dios más allá de cualquier privilegio de raza.

Jesús hace un gran milagro fuera del territorio de Israel, y lo hace a una mujer cananea.

La fe de la cananea nos aparece deslumbrante, va más allá del aparente rechazo de Jesús cuando éste le dice: «No está bien quitarles el pan a los hijos para echárselo a los perritos».   En el escrito de Mateo, dirigido primeramente a judeo-cristianos, esto aparecía como una reclamación a los judíos que no habían aceptado a Cristo.  Los hijos no quisieron el pan; ahora son otros los que de él se aprovecharán.

Cuando Jesús encuentra un rechazo no hace ninguna obra de salvación.  Cuando encuentra una fe tambaleante, Él se encarga de apuntalarla.  Para el que cree todo es posible.  Y cuando encuentra una fe tan firme como la del ejemplo de hoy, Jesús siempre la alaba y concede la salvación: “Qué grande es tu fe.  Que se cumpla lo que deseas».

Que nuestra respuesta de fe, al don de la luz de la Palabra y de la fuerza del Sacramento sea tal que merezcamos el mismo elogio y la misma seguridad de parte de Jesús.

La Transfiguración del Señor

Mc 9, 2-10

En días pasados, pedí a niños muy pequeños de una comunidad que iluminaran con colores algunas láminas bíblicas. Algunos de ellos son tan pequeñitos que casi no tienen costumbre de usar los colores y para quienes las primeras veces es difícil combinar los colores. Así uno de ellos, tomó un color muy oscuro y empezó a rellenar el rostro de Jesús. Cuando terminó era imposible reconocer el rostro del maestro sentado en medio de sus discípulos. Él lo hacía en su ingenuidad y con orgullo mostraba su trabajo.

Yo me quedé pensando como nosotros, borramos y oscurecemos el rostro de Jesús cuando por nuestras ambiciones y egoísmos lo cubrimos con nuestros propios colores a nuestro capricho.

La Trasfiguración es todo lo contrario: manifestar el verdadero rostro de Jesús para que sus discípulos, que lo verán velado por el dolor y la cruz, no se olviden de ese rostro resplandeciente.

Es difícil reconocer el rostro de Jesús en muchas ocasiones, pero al mismo tiempo que ese rostro resplandeciente se nos manifiesta nos recuerda que sigue presente en el rostro de todos y cada uno de los hermanos.

Los rostros de los campesinos desilusionados con sus labores que no son reconocidas en su justo valor; los rostros de las mujeres despreciadas, abusadas y violentadas; los rostros de los niños que miran con incertidumbre el futuro; los rostros de miles de obreros que han perdido la esperanza; los rostros de las familias destrozadas por la migración y los egoísmos, en fin miles de rostros que hoy nos hacen presente el rostro de Jesús.

La manifestación de Jesús en este día nos dé valor para descubrirlo, limpiarlo y tratarlo con dignidad en esos rostros deformados.

El rostro resplandeciente nos ayude a llenar de luz, la oscuridad de nuestros caminos. El rostro en comunión con la ley y los profetas, nos aliente en nuestra búsqueda de verdadera justicia.

Que la Palabra del Padre que resuena en este acontecimiento: “Éste es mi Hijo, mi escogido, escuchadlo”, nos lleve a descubrir y a escuchar a Jesús en cada uno de los rostros de nuestros hermanos.

Lunes de la XVIII Semana Ordinaria

Jer 28, 1-17

Dios nos ha hablado de muchos modos, pero en una forma totalmente cumbre, en su propio Hijo, Cristo Jesús, nos había hablado por medio de los profetas.  Hoy nos habla ante todo, por medio de la Santa Escritura, de su Iglesia, nos habla de muchos otros modos, en los acontecimientos, en las personas; pero no siempre es fácil saber si es verdaderamente Palabra de Dios o meramente humana.

Hoy escuchamos un conflicto semejante, dos personas que se dicen mensajeros de Dios, con unos mensajes totalmente diferentes.  Uno anuncia la vuelta de la paz, la restauración, la tranquilidad; el otro, en cambio, todo lo contrario.

Jeremías da una respuesta a Jananías: «Sólo hasta que se cumpla sus palabras se puede reconocer que es un verdadero profeta, enviado por el Señor».

Jesús va a decir más tarde: «por sus obras los conocerán».

Vimos otro «hecho simbólico».  El yugo que trae al cuello Jeremías es roto por Jananías.  Jeremías replicará, en nombre del Señor, «has roto el yugo de madera, pero yo lo sustituiré por uno de hierro».

«El verdadero profeta es fiel a Dios y a los hombres: dice la palabra de amenaza o de consolación, para salvar, para hacer que se vuelva a Dios, no para dar seguridades alienantes; para responsabilizar y no para acallar conciencias».

Mt 14, 13-21

Aunque hemos oído tantas veces la narración de las multiplicaciones del pan y los pescados, la meditación atenta de este signo nos ilumina siempre más y nos impulsa a una acción cada vez más decidida.

Jesús se ha manifestado como luz y vida nuevas.  El ilumina con sus enseñanzas y ejemplos, da salud a los cuerpos y a los espíritus, y ahora se nos manifiesta como alimento, fuerza, vida y elemento unificador.

El alimento restituye las fuerzas gastadas naturalmente y por el trabajo; previene las enfermedades dándonos vigor, pero la comida también es expresión e instrumento de unidad.  Comer juntos del mismo alimento simboliza y realiza una unidad de vida.

Aunque evidentemente el alimento que Jesús reparte no es la Eucaristía, está apuntando hacia ella; los mismos gestos: tomar, pronunciar la bendición, partir y repartir.  Juan añade en su versión que estaba cerca la fiesta de la Pascua, con lo que la enseñanza es más adecuada.

Jesús se nos muestra como alimento que comunica la vida, pero en alguna forma nos está llevando a la consideración de que también nosotros tenemos que ser alimento vivificante y unificador para los demás.  Tratemos de realizar lo que nos enseña.

Sábado de la XVII Semana Ordinaria

Jer 26, 11-16. 24

Ayer oíamos el discurso lleno de fuerza de Jeremías, en el que profirió amenazas contra el Templo y la ciudad suscitando la indignación de los círculos proféticos y sacerdotales y del pueblo todo.  Hoy comenzó nuestra lectura por la sentencia a muerte del profeta.

Oíamos también su serena autodefensa.  Se ha hecho notar que los tres argumentos que presenta Jeremías son los mismos argumentos con los que Jesús defiende su mensaje cuando entra en conflicto con los dirigentes del pueblo.

1.-«El Señor me ha enviado a profetizar».  Mis palabras son en realidad suyas.  Jesús dirá: «Yo para esto he nacido y he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad» (Jn 18, 37)  «El que ha sido enviado por Dios habla el lenguaje de Dios» (Jn 3, 34).

2.-La finalidad de las amenazas es incitar a la conversión, «corrijan su conducta y su vida… el Señor se retractará de las amenazas».

Jesús dirá: «Si no creen que Yo soy, morirán en su pecado», «Si no se convierten, todos perecerán del mismo modo».

3.-«Si me matan serán responsables de la muerte de un inocente», dice Jeremías.  Con Jesús, aunque Pilato había dicho: «No hallo en El ninguna culpa», la gente clama: «Que caiga su sangre sobre nosotros».

En cambio, en el caso de Jeremías los jefes y el pueblo salvarán al profeta.

Mt 14, 1-2

En otras ocasiones hemos admirado la figura de Juan Bautista, el precursor del Señor.  Hoy, en una curiosa forma literaria, (se llama «flash back», es decir, que se deja el hilo de la narración y se pasa a contar una escena del pasado), se nos cuenta las circunstancias de la muerte de Juan.

El Herodes de que se hable es Herodes Antipas, hijo de Herodes el Grande, el de la matanza de los inocentes.  Herodes está atormentado por la muerte de Juan, a quien estimaba.  Su muerte le causa tristeza, pero él fue débil y se sometió a la injusticia.  Así, el inocente muere víctima del odio, de la ambición, del cálculo, de la falta de valor, y la opinión pública -los invitados en este caso- asiste impasible, tal vez hasta divertida.

En esto también Juan es precursor de Jesús; también Jesús morirá por su testimonio, víctima del odio de los dirigentes, de la debilidad de Pilato, de la volubilidad del pueblo.

¿Qué me dice este evangelio?  ¿A qué actitud de vida me impulsa?