Mt 22,1-14
Dios nos ha invitado de muchas maneras a participar del Reino, de la vida en abundancia pensada por Dios para el hombre desde toda la eternidad la cual habíamos perdido por el pecado. Sin embargo aceptar o no depende de cada uno de nosotros. ¿¿¿Excusas??? ¡Muchas! Pero como vemos en este pasaje, ninguna cuenta, ni para no asistir ni para presentarnos indignamente a la mesa del Señor.
Los invitados son tantos, pero sucede algo sorprendente: ninguno de los elegidos acepta participar de la fiesta, dicen que tienen otras cosas que hacer; es más, algunos muestran indiferencia, extrañeza, incluso fastidio.
Dios es bueno con nosotros, nos ofrece gratuitamente su amistad, nos ofrece gratuitamente su alegría, la salvación, pero muchas veces no recibimos sus dones, ponemos en primer lugar nuestras preocupaciones materiales, nuestros intereses, y también cuando el Señor nos llama, a nuestro corazón, tantas veces parece que nos molestara.
Hay que presentarse a la fiesta dignamente. Este es un detalle que no se conoce y que a veces hace que se juzgue duramente al Rey que exige a un pobre el llevar vestido de fiesta, es que el traje de fiesta en este tipo de eventos era proporcionado por el mismo que hacia la invitación, por lo que no había excusa para no tenerlo.
Lo mismo pasa con nosotros. Dios nos ha hecho la invitación sin pensar si somos buenos o malos, pobres o ricos… nos ama y nos ha invitado así como somos. Además nos ha llenado de gracias, sobre todo de la gracia santificante, que es el vestido para la fiesta del Reino.
Por ello no hay excusa para no asistir, para no vivir en el reino del amor, la justicia y la paz en el Espíritu Santo… en una palabra no hay excusa para no ser santo.
Dios ciertamente no obliga a nadie a aceptar su invitación. Las personas descritas en el evangelio que se negaron a asistir al banquete de bodas eran tontas, pero no más que las que se niegan a vivir con Dios. Dios, sin embargo, no se da por vencido y sigue invitado a todos.