Lc 1, 57-66
El evangelio de hoy nos presenta la gran alegría que trajo para toda la comarca el nacimiento de Juan el Bautista, el Precursor.
Muchas veces nos parece que Dios nos tiene olvidados. Le pedimos montones de cosas y no recibimos respuesta. Como si fuese sordo a nuestras peticiones.
Isabel sufría la vergüenza de la esterilidad. Pedía a Dios con insistencia que le diese la gracia de traer un hijo al mundo, aunque ya era avanzada en edad.
Pero para Dios no hay nada imposible. Isabel concibió y dio a luz a un hijo varón. Ella recordó todas las veces que había pedido a Dios que le concediese el don de ese hijo sin perder la esperanza. Y ahora lo estaba acunando entre sus brazos. Ese pequeño ser le llenó el corazón de alegría. Y al venir al mundo no sólo colmó de gozo su corazón como madre. Ese bebé era también la confirmación de que Dios les había estado escuchando.
Tantos años de súplicas aparentemente estériles. Todas las veces que les habían dicho que Dios nunca les escucharía. Ahora sabía que Dios siempre había estado junto a ellos. Que era Él quien les había dado las fuerzas para seguir pidiendo sin desesperar. Y ellos no se olvidaron de dar gracias abundantes a Dios.
No hay que perder la esperanza. Dios escucha siempre. ¿Cuándo llegará la hora de Dios? No lo sabemos, pero nuestras oraciones no van a parar a un saco roto. Él las recibe y las guarda delicadamente, con amor de Padre. No estamos solos.