Sábado de la III Semana de Cuaresma

Os 6, 1-6; Lc 18, 9-14

Había una vez un joven perfectamente consciente de su baja estatura.  Había determinado buscar solamente a las muchachas más bajitas que él, de modo que pudiera hacerse la ilusión de que era alto.  Este mismo auto-engaño, sólo que en un campo mucho más serio, era uno de los problemas del fariseo, protagonista del evangelio de hoy.  Su oración, lejos de ser una humilde y sincera aceptación de sus debilidades, era una forma de auto-elogio, porque estaba tomando un punto equivocado de comparación.  Más bien que compararse con una gente que se suponía codiciosa, deshonesta y adúltera, debía haberse comparado con Dios, que es la perfección absoluta.

Es probable que ahora mismo, aquí, en la Misa, algunos de nosotros pensemos que somos mejores que otras personas que no respetan ni la religión ni la moral.  Sin embargo, al iniciar cada Misa, se nos pide que recordemos nuestros pecados y que digamos sinceramente: «Dios mío, apiádate de mí, que soy un pecador».  Sin duda alguna, todos nosotros somos pecadores en comparación con la bondad de Dios.  Y es Dios el que debía de ser nuestro punto de comparación, puesto que Jesús dijo: «Sean perfectos, como el Padre celestial es perfecto».

Estar delante de Dios con una actitud humilde, con una aceptación sincera de nuestra imperfección, es la clave de la verdadera oración.  Advirtamos que la «oración» del fariseo era una mezcla de orgullo y autocomplacencia.  No le pedía nada a Dios, pero tampoco le daba nada.  El publicano, en cambio, pedía misericordia, y fue él quien salió del templo justificado.  Si queremos que nuestra oración sea efectiva, debemos comenzar pidiéndole a Dios misericordia.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *