Jueves de la XVIII Semana del Tiempo Ordinario

Mt 16,13-23

Todo el Evangelio busca responder a la pregunta que anidaba en el corazón del Pueblo de Israel y que tampoco hoy deja de estar en tantos rostros sedientos de vida: «¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?». Pregunta que Jesús retoma y hace a sus discípulos: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?». Pedro, tomando la palabra en Cesárea de Filipo, le otorga a Jesús el título más grande con el que podía llamarlo: «Tú eres el Mesías», es decir, el Ungido de Dios.

Me gusta saber que fue el Padre quien inspiró esta respuesta a Pedro, que veía cómo Jesús ungía a su Pueblo. Jesús, el Ungido, que de poblado en poblado, camina con el único deseo de salvar y levantar lo que se consideraba perdido: «unge» al muerto, unge al enfermo, unge las heridas, unge al penitente, unge la esperanza.

En esa unción, cada pecador, perdedor, enfermo, pagano, allí donde se encontraba, pudo sentirse miembro amado de la familia de Dios. Con sus gestos, Jesús les decía de modo personal: «tú me perteneces».

Como Pedro, también nosotros podemos confesar con nuestros labios y con nuestro corazón no solo lo que hemos oído, sino también la realidad tangible de nuestras vidas: hemos sido resucitados, curados, reformados, esperanzados por la unción del Santo.

Todo yugo de esclavitud es destruido a causa de su unción. No nos es lícito perder la alegría y la memoria de sabernos rescatados, esa alegría que nos lleva a confesar: «Tú eres el Hijo de Dios vivo».

Y es interesante, luego, prestar atención a la secuencia de este pasaje del Evangelio en que Pedro confiesa la fe: «Desde entonces comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día».

Ante este anuncio tan inesperado, Pedro reacciona: «¡Lejos de ti tal cosa, Señor! Eso no puede pasarte»

Y Pedro se transforma inmediatamente en piedra de tropiezo en el camino del Mesías; y creyendo defender los derechos de Dios, sin darse cuenta se transforma en su enemigo (lo llama «Satanás»).

Contemplar la vida de Pedro y su confesión, es también aprender a conocer las tentaciones que acompañarán la vida del discípulo.

Como Pedro, como Iglesia, estaremos siempre tentados por esos «secreteos» del maligno que serán piedra de tropiezo para la misión. Y digo «secreteos» porque el demonio seduce a escondidas, procurando que no se conozca su intención, se comporta como vano enamorado en querer mantenerse en secreto y no ser descubierto».

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