Miércoles de la III Semana de Adviento

Lc. 7, 19-23.

La pregunta que Juan manda a decir a Jesús en el evangelio de hoy nos deja con una inquietud a nosotros: ¿dudaba Juan? Es posible que, como ser humano que era, agobiado además por una prisión injusta y cruel, hubiera llegado al extremo de sus fuerzas y se preguntara si todo había valido la pena.

O es posible que en un acto supremo de heroico desprendimiento haya enviado a sus discípulos sólo para que estos se convencieran de quién era aquel a quien ahora debían seguir. La pregunta en todo caso sirve de ocasión para que Cristo haga hablar no a sus labios sino a sus manos, pues son las obras de amor y salvación las que proclaman aquí quién es el Señor.

Puede extrañar la frase final de lo que dice Jesús, «Dichoso el que no se escandalice de mí.» Recordemos que «escandalizarse» según el sentido original del término es «tropezar,» esto es, encontrar algo que impide seguir avanzando o creyendo. ¿Y cómo puede Cristo ser motivo de escándalo? Puede serlo porque la audacia de su amor y las exigencias de su seguimiento pueden parecer excesivas.

Reconocer que Cristo es admirable no es difícil; reconocer en Él la Palabra que define mi vida y el juez de mi existencia no es obvio, y necesitamos auxilio de lo Alto para no equivocarnos, o como dice Cristo, no «escandalizarnos.»