Juan 16, 23-28
Primera aparición de Apolo en esta comunidad de creyentes en Jesús que está comenzando a desplegarse por el mundo. Sorprende la frescura y sencillez del relato: “Llegó a Éfeso un judío llamado Apolo…”. Los pocos datos que se nos ofrecen de él lo presentan como un hombre formado, culto, conocedor de la Escritura. De Jesús no sabía demasiado, pero lo que había conocido le entusiasmó y predicaba públicamente sobre Él contando lo que sabía, y haciéndolo muy bien.
Priscila y Aquila, compañeros de Pablo en la tarea de la evangelización, se dieron cuenta de que había muchas cosas que Apolo aún no conocía del “camino del Señor”, cuando lo escucharon en la sinagoga. Lo tomaron aparte y le fueron explicando con más detalle todo lo referente a la “buena noticia” de Jesús. Pero no hay el mínimo intento de que Apolo no predicara. Al contrario, lo animan en su deseo de llevar el Evangelio a Acaya, recomiendan a los discípulos del lugar que lo reciban bien… y su presencia ayudó mucho a los creyentes.
Una llamada de atención: el contraste entre la dinámica de la predicación en los comienzos de nuestra fe y los innumerables requisitos que con el tiempo se han ido exigiendo para que alguien pueda predicar el evangelio “oficialmente” en nombre de la Iglesia. Requisitos relacionados con el conocimiento intelectual, con la realización de estudios, con la consecución de “diplomas”… vinculado o no a un corazón entusiasmado con el Señor Jesús.
Una pregunta para interiorizar de manera personal: el anuncio de la Buena Noticia que pueda hacer de un modo u otro, ¿brota de la fascinación, el entusiasmo, el amor a Jesús de Nazaret, fruto de su amor primero y definitivo?
Este pequeño texto del evangelio de Juan, como todos aquellos en los que se habla de la posibilidad de pedir cosas a Dios, nos hace correr algunos riesgos. La fijación en el pedir, la convicción de que sabemos lo que necesitamos (ya el evangelio se encarga en otro lugar de decirnos que no sabemos lo que hay que pedir, pero nos gusta creer que sí), la tentación de mercadear con Dios en una especie de negocio de contraprestaciones, la dinámica de los méritos que acumulo… y nos perdemos lo verdaderamente importante: El Padre os quiere porque me queréis.
Aquí vamos de amor. Y el amor se entrega. Del Padre recibimos todo lo que necesitamos para afrontar la vida, quizá no todo lo que se nos ocurre pedirle. Porque hay muchas cosas que son importantes para nosotros y muchas situaciones “delicadas” por las que atravesamos a lo largo de la vida, pero no hay nada más grande que Dios nos pueda dar que el Hijo entregado y resucitado, presente para siempre, que nos permite ir afrontando lo que acontece aún en medio de nuestra debilidad. En Él lo recibimos todo, con Él tenemos la inimaginable posibilidad de vivir “resucitados”. Porque sólo su resurrección hace posible asumir este mundo asolado por tanto mal, sólo su resurrección es garantía del cumplimiento de las promesas. Sólo en Él puede seguir latiendo con esperanza lo mejor de nosotros mismos. Sólo en Él alcanzará la plenitud aquello que hambreamos en lo más profundo de nuestro corazón.
Pidamos hoy al Señor saber discernir nuestras necesidades y reconocer todo lo que de Él hemos recibido y estamos recibiendo, inadvertidamente, cada día.