Jn 16, 20-23
En la lectura del Evangelio de hoy, podemos apreciar que nosotros debemos decirnos la verdad: no toda la vida cristiana es una fiesta. No toda. Se llora, tantas veces se llora.
Cuando estás enfermo; cuando tienes un problema en tu familia con un hijo, con una hija, la esposa, el marido; cuando ves que el sueldo no alcanza hasta fin de mes y tienes un hijo enfermo; cuando ves que no puedes pagar la cuota del crédito inmobiliario de la casa y se deben ir…
Tantos problemas, tantos que nosotros tenemos. Pero Jesús nos dice: «No tengas miedo. Sí, estaréis tristes, lloraréis y también la gente se alegrará, la gente que está contra ti»
También hay otra tristeza, la tristeza que nos llega a todos nosotros cuando vamos por un camino que no es bueno. Cuando, por decirlo sencillamente, vamos a comprar la alegría, la alegría, esa del mundo, esa del pecado, al final hay un vacío dentro de nosotros, hay tristeza.
Y ésta es la tristeza de la mala alegría. La alegría cristiana, en cambio, es alegría en esperanza, que llega.
Pero en el momento de la prueba nosotros no la vemos. Es una alegría que es purificada por las pruebas y también por las pruebas de todos los días: “Vuestra tristeza se cambiará en alegría”
Pero cuando vas a lo de un enfermo o a lo de una enferma que sufre tanto es difícil decir: «Ánimo. Coraje. Mañana tendrás alegría». No, no se puede decir. Debemos hacerla sentir como la hizo sentir Jesús.
También nosotros, cuando estamos precisamente en la oscuridad, que no vemos nada: «Yo sé, Señor, que esta tristeza se cambiará en alegría. No sé cómo, pero lo sé».
Un acto de fe en el Señor. Un acto de fe.
Para comprender la tristeza que se transforma en alegría Jesús toma el ejemplo de la mujer que da a luz: Es verdad, en el parto la mujer sufre tanto, pero después, cuando el niño está con ella, se olvida
Lo que queda, por tanto, es la alegría de Jesús, una alegría purificada. Esa es la alegría que queda. Una alegría escondida en algunos momentos de la vida, que no se siente en los momentos feos, pero que viene después, una alegría en la esperanza.
Éste, por tanto, es el mensaje de la Iglesia de hoy: no tener miedo