Jueves de la XXX Semana Ordinaria

Lc 13, 31-35

De camino hacia Jerusalén, Jesús recibe una advertencia: Herodes quiere matarle. Los fariseos le invitan a alejarse, lo cual parece lo más prudente. Sin embargo, Jesús contesta a los fariseos en unos términos fuertes y valientes, incluso provocativos. Frente a los consejos de los fariseos de evitar aquello que amenaza su vida, Jesús pone de manifiesto aquello que la sostiene, que le hace fuerte interiormente y que por tanto le permite vivir esa situación amenazante no como algo que le haga temblar y que le paralice,  sino como algo que está ahí y es real, pero que nunca podrá impedirle vivir aquello que es para él lo fundamental, lo importante, incluso más que la propia vida: la fidelidad a la voluntad del Padre que ha hecho suya, que es su alimento y su orientación vital. Por eso Jesús puede afirmar con toda libertad “nadie me quita la vida, yo la doy voluntariamente.” (Juan 10, 18)

Y es que en el horizonte de la vida de Jesús está la Vida con mayúsculas, que resitúa todo, incluso la misma muerte. Lo expresaba de forma maravillosa José Calderón Salazar, periodista guatemalteco. “Los cristianos no estamos amenazados de muerte. Estamos amenazados de Resurrección”

Es esa Vida que surge del Amor de Dios, la que orienta el caminar de Jesús y la que se refleja en sus gestos de expulsar demonios y sanar enfermos. Una Vida que nada ni nadie podrá vencer, ni siquiera la muerte.

Jesús no es un iluso, conoce la suerte de aquellos que se atrevieron a cuestionar a las estructuras injustas que oprimen a las personas y a cuestionar a quienes las sostienen; intuye también su suerte. Pero no parece ser su muerte lo que más le duele, sino la incapacidad de Jerusalén para acoger la Palabra de Salvación, su actitud de cerrarse a ella y de esta forma labrarse su propia ruina. Aunque no una ruina definitiva como parece que se deduce del último versículo: una luz de esperanza se dibuja al final del camino, cuando juntos podamos proclamar: ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!

La experiencia de sentirse amenazado, con fundamento objetivo o no, es una experiencia que a todos nos acompaña; es la experiencia de que algo pone en peligro en mayor o medida nuestra vida, nuestra integridad personal o física.

Ante lo que nos amenaza nuestras reacciones son variadas: miedo, rabia o agresividad, vergüenza; y según ese sentimiento nuestra reacción es diferente: huimos, nos bloqueamos, reaccionamos con agresividad o violencia etc.

A veces la amenazas son reales y otras no lo son pero las percibimos como tales.

Reconozcamos en este día aquellas situaciones por las que nos sentimos amenazados y también pongamos nombre a las emociones y reacciones que provocan en nosotros. Que podamos acogerlas y vivirlas a la luz de la esperanza que nos trae siempre la Palabra de Dios porque sabemos que “ni la muerte ni la vida nos podrá separar del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús».