Sábado de la I Semana de Adviento

Mt 9,35—10,1.6-8

En este Evangelio vemos cómo Jesús pasa por el mundo curando enfermedades, sanando las heridas, perdonando los pecados… pasa por nuestra vida curándonos constantemente. Hoy el Señor nos mira, nos ve extenuados y abandonados como el pueblo de Israel.

Hoy el Señor tiene compasión de nosotros y quiere curarnos de nuestra frialdad para con los más pobres, de nuestra indiferencia y lejanía de Dios. Nos cura y nos manda también a sanar a los demás. “Id a las ovejas descarriadas de Israel. Id y proclamad que el Reino de Dios está cerca. Curad enfermedades…” ¿Quiénes son las ovejas descarriadas?

Aquellos que no conocen a Dios y los que, aun conociéndole, no le aman y prefieren realizar sus proyectos sin Él. Ésta es nuestra mies, un mundo herido por el consumismo, por la autorreferencialidad y el egoísmo. A esto nos llama el Señor de la mies, a ser sus manos que acarician rostros de dolor, a ser sus pies que se gastan en tierras devastadas por la guerra, a ser su corazón que ora incesantemente por la paz, y a ser su persona que anuncia que el Reino ya está en y con nosotros.

El Señor también nos llama a dar gratuitamente lo que hemos recibido de Él. A donarnos sin reservas ni excusas. Día tras día nos pide Dios esta entrega generosa que tanto necesita nuestro mundo. Ser cristianos hoy significa arriesgarse para anunciar la Buena Noticia, sabiendo que muchos no acogerán nuestras palabras, que se revelarán contra nuestras acciones, y nos perseguirán por no seguir los pasos de una sociedad que cada vez se aleja más de Dios.

Pero el Señor, como a sus discípulos, nos da la autoridad y la fortaleza para proclamar su Palabra allá donde vayamos, estemos donde estemos, pase lo que pase. Esta fortaleza es la que nos mueve a tener esperanza incluso en un tiempo de enfermedad, muerte e incertidumbre.  Dios nos quiere al frente, anunciando que Él está vivo, y que el Reino de Dios no está lejos, está aquí y ahora, en todos y cada uno de nosotros.