Viernes de la VI Semana Ordinaria

Mc 8, 34-9,1

Hay personas que tienen un gran miedo al dolor.  Es natural que todos tengamos un miedo racional al dolor, pero hay quien se angustia y sufre por males y enfermedades que aún no le han llegado.  La nueva cultura buscando que estemos mejor y más confortables nos ha hecho más débiles y menos resistentes al dolor.

Las nuevas generaciones fácilmente desisten de sus propósitos porque conllevan riesgo, sacrificios, perseverancia y dolor.  Muchos hermanos evangélicos se asustan de la cruz de Jesús, no quieren que se le reconozca, predican una religión solamente de la prosperidad, del estar bien y de vivir en paz.  Pero no es el camino de Jesús, aunque sus discípulos se escandalizaban en un principio de las propuestas de Jesús, Cristo no disminuye ni un ápice de su decisión: el que lo quiera seguir que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y que lo siga.

Los modernos psicólogos ponen a la persona como el único referente de todas las cosas y todo debe encaminarse a su felicidad, de tal forma que si hay algo que nos les guste o que le haga sufrir debe dejarlo a un lado, ignorarlo o destruirlo.  Y no es que Jesús proponga que vivamos sumidos en complejos, sino que nos propone la única y verdadera forma de ser felices: amando y sirviendo.

Quien pone su felicidad en los bienes, tarde o temprano se encuentra vacío.

Las palabras que hoy escuchamos de Jesús “¿de qué le sirve a uno ganar el mundo entero si pierde su vida?, han sido causa de muchas conversiones, de grandes heroísmos de los santos.  Hoy también tendrían que hacernos pensar mucho.

Las desviaciones del corazón, cuando lo ponemos en las cosas terrenales, están a la vista: el narcotráfico, la prostitución, la trata de personas, las violaciones, la violencia, etc., todo esto es producto de darle primacía a las cosas sobre las personas, y a los bienes sobre Dios.

Que las palabras de invitación de Jesús calen hondo en nosotros y aceptemos cargar su cruz y buscar más los bienes duraderos que los bienes efímeros.