Miércoles de la XI Semana Ordinaria

Mt 6, 1-6. 16-18

Hay actitudes en nuestro comportamiento que no se ajustan al modo de obrar de Jesús, por eso Él incide, con frecuencia, en ellas invitando a desterrarlas de nuestra vida. Es la línea profética con la que conecta Jesús y donde se destaca la interioridad, el corazón, frente a las apariencias y el postureo. En lo bueno y en lo malo Dios ve nuestro interior, las razones que nos mueven a obrar.

El dar limosna es una forma de participar en la creación de un mundo más justo, donde nadie es extraño. Es vivir sintiéndonos formando parte de la gran familia de los hijos de Dios.

El carácter individualista, en el que nos desenvolvemos, niega la fraternidad y reduce nuestra vida a un pequeño círculo. El evangelio nos llama a ser abiertos y generosos. Sabiendo que “nuestro Padre que ve en lo secreto nos recompensará”.

Ya en sí mismo es un motivo de alegría poder ayudar compartiendo; máxime cuando lo hacemos de corazón, que es lo que a Dios le agrada. Esa recompensa es la única que merece la pena. Lo demás no es sino la búsqueda inútil de recompensas efímeras que nos alejan y nos convierten en farsantes.

Podemos preguntarnos: ¿Soy responsable del uso que hago de los bienes que poseo? ¿Contribuyo, en lo que puedo, a erradicar la pobreza que observo a mi alrededor?

Como veis, me he centrado en un aspecto del evangelio de hoy. El texto completo lo hemos meditado en el comienzo de la cuaresma. Es la razón por la que no he aludido al tema de la oración y el ayuno. Por hoy es suficiente destacar la discreción y el alejamiento de vivir buscando el aplauso por nuestras buenas obras.