Martes de la I Semana de Adviento

Isaías 11, 1-l0

La liturgia de hoy habla de las cosas pequeñas, habla de lo que es pequeño: podemos decir que hoy es “la jornada de lo pequeño”. En la primera lectura (Is 11,1-10), Isaías anuncia: “Aquel día, brotará un renuevo del tronco de Jesé, y de su raíz florecerá un vástago. Sobre él se posará el Espíritu del Señor”. La Palabra de Dios hace el elogio de lo pequeño, y hace una promesa, la promesa de un renuevo que brotará. ¿Y qué es más pequeño que un retoño? Sin embargo, “sobre él se posará el Espíritu del Señor”. La redención, la revelación, la presencia de Dios en el mundo comienza así y siempre es así. La revelación de Dios se hace en la pequeñez. Pequeñez, ya sea humildad u otras cosas, pero en la pequeñez. Los grandes se presentan poderosos: pensemos en la tentación de Jesús en el desierto, como Satanás se presenta poderoso, dueño de todo el mundo: “Yo te doy todo si tú…”. En cambio, las cosas de Dios comienzan germinando de una semilla, pequeñas. Y Jesús habla de esa pequeñez también en el Evangelio (Lc 10,21-24).

 Jesús goza y agradece al Padre porque se ha revelado no a los poderosos, sino a los pequeños. En Navidad iremos todos al pesebre donde esta la pequeñez de Dios. En una comunidad cristiana donde los fieles, los sacerdotes, los obispos, no toman esa senda de la pequeñez, falta futuro, colapsará. Lo hemos visto en los grandes proyectos de la historia: cristianos que intentaban imponerse por la fuerza, la grandeza, las conquistas… Pero el Reino de Dios germina en lo pequeño, siempre en lo pequeño, la pequeña semilla, la semilla de la vida. Pero la semilla sola no puede. Hay otra cosa que ayuda y da la fuerza: “Aquel día, brotará un renuevo del tronco de Jesé, y de su raíz florecerá un vástago. Sobre él se posará el espíritu del Señor”.

 El Espíritu elige lo pequeño, siempre, porque no puede entrar en lo grande, en lo soberbio, en lo autosuficiente. Es en el corazón pequeño donde tiene lugar la revelación del Señor. Por ejemplo, los teólogos no son los que saben mucha teología; esos se podrían llamar “enciclopedistas” de la teología: saben todo, pero son incapaces de hacer teología, porque la teología se hace de rodillas, haciéndose pequeño. Y si el verdadero pastor, sea sacerdote, obispo, papa, cardenal o lo que sea, no se hace pequeño, no es un pastor. Más bien sería un feje de oficina. Y eso vale para todos: desde el que tiene una función que parece más importante en la Iglesia, hasta la pobre viejecita que hace obras de caridad a escondidas.

 Podría surgir una duda: que la senda de la pequeñez lleve a la pusilanimidad, a encerrarse en uno mismo, al miedo. Al contrario, la pequeñez es grande, es capacidad de arriesgarse porque no tiene nada que perder. Precisamente la pequeñez nos lleva a la magnanimidad, porque nos hace capaces de ir más allá de nosotros mismos sabiendo que la grandeza la da Dios. En la Suma teológica Santo Tomás explica cómo debe comportarse, ante los desafíos del mundo, un cristiano que se siente pequeño, para no vivir como cobarde. Viene a decir, en síntesis: “No asustarse de las cosas grandes –hoy nos lo demuestra también San Francisco José María–, seguir adelante; pero al mismo tiempo, tener en cuenta las cosas más pequeñas, eso es divino”. Un cristiano parte siempre de la pequeñez. Si yo en mi oración me siento pequeño, con mis límites, mis pecados, como aquel publicano que rezaba desde el fondo de la iglesia, avergonzado: “Ten piedad de mí que soy pecador”, irás adelante. Pero si te crees un buen cristiano, rezarás como aquel fariseo que no salió justificado: “Te doy gracias, Dios, porque soy grande”. No, agradecemos a Dios porque somos pequeños.

 A mí me gusta mucho administrar el Sacramento de la Confesión y sobre todo confesar niños. Sus confesiones son bellísimas, porque cuentan los hechos concretos: “He dicho esta palabra”, por ejemplo, y te la repite. La concreción de lo que es pequeño. “Señor, soy pecador porque hago esto, esto, esto, esto… Esa es mi miseria, mi pequeñez. Pero envía tu Espíritu para que yo no tenga miedo de las cosas grandes, no tenga miedo de que tu hagas cosas grandes en mi vida”.

Lucas 10, 21-24

En la primera lectura de este día hemos leído un fragmento del profeta Isaías, ¿estará soñando Isaías?  Nos presenta un mundo idílico donde conviven entre sí los animales, donde los perores enemigos se reconcilian y donde un niño se convierte en domador de fieras.  Fantasea con campos llenos de fertilidad y árboles que ofrecen generosos frutos.

Tanto Isaías como Jesús tienen una forma rara de mirar el mundo, una forma que nos causa sorpresa y que juzgamos idealista y utópica.  No son Isaías ni Jesús los que están equivocados, somos nosotros los que no vemos con realidad nuestro mundo porque estamos miopes con gafas de sabiduría humana, de felicidad artificial y de dignidad basada en las posesiones.  Todo esto denigra a la persona, la esclaviza y la hace inútil.

Por eso Dios ha escondido y ha ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las ha revelado a los pequeños.

¿Qué es lo que Dios ha revelado y ocultado? Los misterios de su Reino, el afirmarse del señorío divino en Jesús y la victoria sobre Satanás.

Dios ha escondido todo a aquellos que están demasiado llenos de sí mismos y pretenden saberlo ya todo. Están cegados por su propia presunción y no dejan espacio a Dios.

Uno puede pensar fácilmente en algunos de los contemporáneos de Jesús, que Él mismo amonestó en varias ocasiones, pero se trata de un peligro que siempre ha existido, y que nos afecta también a nosotros.

En cambio, los «pequeños» son los humildes, los sencillos, los pobres, los marginados, los sin voz, los que están cansados y oprimidos, a los que Jesús ha llamado «benditos».

Jesús, al ver el éxito de la misión de sus discípulos y por tanto su alegría, se regocija en el Espíritu Santo y se dirige a su Padre en oración. En ambos casos, se trata de una alegría por la salvación que se realiza, porque el amor con el que el Padre ama al Hijo llega hasta nosotros, y por obra del Espíritu Santo, nos envuelve, nos hace entrar en la vida de la Trinidad.

El Padre es la fuente de la alegría. El Hijo es su manifestación, y el Espíritu Santo, el animador. Inmediatamente después de alabar al Padre, Jesús nos invita:

«Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Tomad mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera».

La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría.

Adviento es la novedad del anuncio que llega luminoso y despierta nuevos sentimientos en el corazón, pero para esto necesitamos tener el corazón limpio, sencillo, dispuesto a la esperanza y al cambio. ¿Abriremos nuestro corazón al Señor en este adviento? 

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