Miércoles de la I Semana Ordinaria

1 Sam 3, 1-10. 19-20

El niño Samuel, concebido maravillosamente gracias a las oraciones de su madre, que era estéril, fue llevado, tal como lo había prometido Ana, al santuario.  Consagrado al Señor, creció en el templo.

Nos aparece, en este ambiente, la vocación profética de Samuel.  La vocación es un llamado (eso significa la palabra) a cumplir una misión.

El libro de Samuel dice: «Por entonces, la palabra de Dios se dejaba oír raras veces y no eran frecuentes las visiones».

Samuel será guía por muchos años del pueblo de Dios y decisivo en los inicios del reino y de la institución de los primeros reyes.

El llamado de Dios suele manifestarse por medios muy cercanos y naturales, hay que discernirlo como tal, y esto no puede hacerse sin ayuda del Señor.  Samuel no discernía la voz de Dios, creía que era Elí.  La oración que Samuel hace es todo un modelo: «Habla, Señor, tu siervo te escucha».

El profeta, y todos tenemos en algún modo que serlo, es el que habla palabras de Dios, pero para esto, para no confundir las palabras de Dios con las palabras propias, hay que ser primero un dócil y fino escuchador del Señor.

Mc 1, 29-39

Jesús va a casa de Simón y Andrés al terminar la reunión de la sinagoga.  En obsequio de la amistad al discípulo, cura a la suegra de Pedro.  Una vez que termina el reposo sabático, le traen más enfermos; de nuevo la palabra iluminadora se hace acción salvífica.

El silencio mesiánico que Jesús impone a los demonios, es porque Jesús no quiere sino el testimonio de la fe.  Jesús no quiere la fama o el ruido.  Las ideas mesiánicas de la mayoría de sus paisanos eran de un gran jefe político, de un militar que con fuerza e imperio llevaría al pueblo judío a ser una gran nación.  El camino señalado por el Padre era muy distinto.

Jesús, entregado totalmente a su misión, no se queda en Cafarnaúm; hay que ir a otros lugares.

Nuestra Eucaristía nos identifica con Jesús, con su misión.  Somos continuadores de su trabajo.