Martes de la XXIII Semana Ordinaria

1 Cor 6, 1-11

Después del problema de las divisiones en la comunidad, de la no coherencia entre fe y costumbres patentizadas en un caso muy concreto, hoy Pablo ataca otro defecto en los cristianos de Corinto: los problemas de justicia entre ellos.

Los cristianos de Corinto no habían tratado de solucionar esos problemas con un sentido fraternal y familiar.  Pablo tenía en mente la enseñanza de Mateo: «Al que te golpee en la mejilla derecha, ofrécele también la otra…»

Había otra dificultad relacionada con los tribunales paganos, y era que los juramentos de esos tribunales tenían fórmulas idolátricas.

Pablo recuerda una lista de fallas morales graves.  Y añade: «Y eso eran algunos de ustedes.  Pero han sido lavados, consagrados y justificados en el nombre del Señor Jesucristo y por medio del Espíritu de nuestro Dios».

Lc 6, 12-19

Jesús eligió a los doce apóstoles.  Para prepararse «pasó la noche en oración con Dios».  La oración verdadera no es huida, es fuerza; no es pérdida de tiempo es acción salvífica.  Jesús es el primer modelo.

Apóstol quiere decir «enviado», pero antes de enviar a sus apóstoles, Jesús los ha llamado, los va formando y después de su Ascensión les dará su Espíritu, para finalmente enviarlos a dar testimonio.

Hoy oímos la lista de los nombres de los doce apóstoles, los cimientos de nuestra Iglesia.  Tal vez sabemos los nombres de todos los miembros de tal equipo, o los actores de tal telenovela.  ¿Nos interesa conocer los nombres de los amigos de Jesús, que son la base de nuestra comunidad?

Todos son gente sencilla, la mayoría pescadores… Hay un publicano, con su título de pecador y traidor a la patria y a la religión (Mateo); hay un miembro del grupo de los «zelotes» con su título de violento y extremista (Simón); hay uno, elegido como los demás, amado por Jesús como los demás, que recibió los mismos ejemplos y doctrina que los demás, pero… «que fue el traidor» (Judas).

Hay uno que renegó de Jesús tres veces, pero que arrepentido, por tres veces juró su amor a Cristo y recibió de Él el encargo de fortificar en la fe a sus hermanos (Pedro).

Nosotros también hemos sido llamados, también convivimos con el Señor, también somos enviados…, también podemos traicionar, también nos podemos arrepentir.

Lunes de la XXIII Semana Ordinaria

1 Cor 5, 1-8

El apóstol Pablo después de haber tratado ampliamente la situación de cierta división o partidismo en la comunidad de Corinto, hoy se enfrenta a otro caso.

Pablo había evangelizado en Corinto cerca de año y medio, y sabía la importancia que esta ciudad, muy poblada, tenía para llevar el mensaje de Cristo a toda la provincia de Acaya.  Se formó una comunidad constituida principalmente por gente de las clases más humildes.  La tierna fe cristiana del grupo contrastaba con las ideas y prácticas de una sociedad pagana cuyas costumbres relajadas gozaban de triste fama.

Al atacar Pablo el caso concreto de un cristiano que vivía en unión conyugal con su madrastra, alude también a la obligación de la comunidad que se sentía «de primera línea y misionera»,  a dar un testimonio muy estricto y coherente con las exigencias morales del Evangelio.  La comunidad tiene que vivir la vida pascual, nueva y liberada, de Cristo resucitado, a eso se deben las alusiones de Pablo al pan ázimo, es decir, el pan sin levadura propio de Pascua.  La levadura era considerada corrupción que se difunde y corrompe lo que toca.  Por esto la excomunión del culpable.  El fin es la salvación definitiva, «a fin de que su espíritu se salve el día del Señor».

Fe y obras deben ir siempre en estrecha interrelación.

Lc 6, 6-11

De nuevo encontramos a Jesús un sábado en la sinagoga.

El problema del culto a Dios en sábado, como día especial, ya no es para nosotros, generalmente hablando, un problema, pero sí encontramos una enseñanza hoy en este acto de Jesús.

Jesús plantea a los dirigentes religiosos una cuestión, desde el punto de vista de su legalidad.  Pero Jesús los lleva o los quiere llevar, de la letra al espíritu, quiere hacerles ver que la ley es cauce, no dique; ayuda, no obstáculo: «¿Qué es lo que está permitido hacer en sábado, el bien o el mal, salvar una vida o acabar con ella?»

Otro aspecto de reflexión son nuestras «parálisis», nuestra falta de movimiento para tantas y tantas cosas.  Es lo que podemos llamar «omisiones», cuando pudiendo hacer el bien no lo hacemos.

El Señor nos salva; también a nosotros nos dice «extiende la mano».

Confiemos en el Señor, recibamos su fuerza vital y salgamos a «extender la mano»,  a ser «extensión» de la mano salvadora de Cristo.

Sábado de la XXII Semana Ordinaria

1Cor 4, 6-15

Hoy en nuestras lecturas, termina el tratamiento que Pablo hace de la primera falla de la comunidad de Corinto, la división.

El apóstol sigue contraponiendo los criterios de la sabiduría divina a los criterios meramente humanos.

Ahora, habla en un tono que no deja de tener su toque de sarcasmo y que tal vez a nosotros hoy nos podría parecer un tanto cargado de tinta pero que Pablo, sin embargo, usa, como él mismo dice «no para avergonzarlos, sino para llamarles la atención como a hijos queridos».  Pablo esgrime su título único de padre en la fe de esa comunidad: «Aunque tuvieran ustedes diez mil maestros, no tienen muchos padres, porque solamente soy yo quien los ha engendrado en Cristo Jesús, por medio del Evangelio».

Pablo comparaba la situación de los apóstoles -concretamente la suya- a la pretendida situación de los cristianos de Corinto: los locos en contraposición a los sensatos, los débiles a los fuertes, los despreciados a los respetados.

Lc 6, 1-5

Lo que hoy escuchamos en el Evangelio lo hemos ya oído muchas veces; pero la palabra de Dios, escuchada sincera y humildemente, aunque sea muy sabida, siempre nos dirá algo nuevo y vital.

A los fariseos les parecía que los discípulos habían fallado seriamente a la ley de Dios que prohibía ejercer un oficio en sábado, el día de Yahvé.  Hoy esto nos parece ridículo, sólo se trataba de unos cuantos granos arrancados y comidos.  Pero nosotros podríamos caer también en actitudes muy similares.  Por ejemplo, antes había discusiones sobre si la gotita de agua que habíamos pasado al lavarnos la boca o que había entrado en ella cuando veníamos, bajo la lluvia, a la Iglesia; se cuestionaba si esto impedía o no la comunión, porque así se rompía el ayuno eucarístico.

Jesús da dos respuestas, una que habla de que la ley no es absoluta ni cerrada, para hacer notar que en la ley hay un espíritu y una letra; aquél no se debe dañar cambiándolo o disminuyéndolo; la letra está al servicio del espíritu.

Y, sobre todo, un segundo argumento muy importante principalmente para los primeros cristianos que habían crecido en el judaísmo: Jesús es «dueño del sábado».  Y hay una nueva ley.  Ahora está el día del Señor, el domingo y ya no el sábado, el sábado de la antigua ley.

Viernes de la XXII Semana Ordinaria

1 Cor 4, 1-5

El predicador, el apóstol, es «servidor de Cristo y administrador de los misterios de Dios».

Todo cristiano por su bautismo, debe ser servidor y especialmente los que por su ordenación sacramental han sido unidos al sacerdocio del Señor, el que dijo: «Yo no vine a ser servido sino a servir», el que «habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo».

Los sacramentos, no sólo son los siete signos centrales, sino todos los modos, todos los signos y símbolos, a través de los cuales el don vital de Dios, su gracia, llega al hombre.

Nadie es dueño de esto sino sólo Dios, nadie puede ni explotarlo, ni deformarlo.  Hay que ser perfectamente fiel a  ello.

Los juicios sobre los demás, en cualquier situación, serán siempre prematuros, pues falta el juicio final y definitivo de Dios; siempre serán «arriesgados» puesto que nadie, sino sólo Dios, conoce la intención del corazón, que es lo que califica en último término la bondad o maldad de la acción.

Lc 5, 33-39

Los fariseos y los escribas, es decir la gente más religiosa de su tiempo, le preguntan al Señor sobre la práctica del ayuno.  El ayuno judío estaba muy relacionado con la espera del Mesías.  El Señor les responde comparando la situación de sus discípulos respecto a Él con la de los invitados a una boda.

Ya los futuros discípulos  -nosotros-  ayunarán, pero con otro sentido: solidaridad, caridad, unión con el Señor y su cuerpo, la Iglesia que sufre.

Y de nuevo el problema siempre antiguo y siempre actual de lo antiguo y lo nuevo, de lo que no puede ser cambiado porque dañaría las bases mismas y la dirección fundamental, y lo que debe ser cambiado para adecuarse mejor a los tiempos y a los hombres que evolucionan.  Hay que mantener la fidelidad al mensaje central e inmutable y la fidelidad al hombre actual a quien va dirigido el mensaje.

Esto pide un equilibrio continuo, un buen conocimiento de lo central y de lo periférico y un conocimiento del lenguaje de las condiciones y necesidades actuales.

Ante el Señor pidamos luz y pidamos fuerza para tener esa doble y única, fidelidad.

Miércoles de la XXII Semana Ordinaria

1 Cor 3, 1-9

Pablo hace ver el contraste entre los «espirituales» y los «carnales».

La primera falla en la comunidad que ataca Pablo, es la desunión.   Los Corintios se están mostrando movidos por criterios propios de la razón humana.  Todavía, pues, son inmaduros y niños en la vida cristiana.

Nuestra comunidad siempre puede tener peligro de divisiones, así que nos convendría releer cuidadosamente lo que hoy escuchamos.

Lc 4, 38-44

Jesús convive con amigos, vemos que fue a la casa de Simón Pedro e hizo el bien ahí, curó a la suegra de Pedro, y a muchos otros enfermos.

Al día siguiente se va a un lugar solitario.  El Evangelio nos ha presentado muchas veces al Señor en oración pública, oficial, familiar y personal, de tal modo que su «ministerio aparece como brotando de su oración».

El Señor evangeliza: «Tengo que anunciarles el Reino de Dios… para eso he sido enviado».

Jesús se nos presenta como un modelo de lo que debemos ser y de lo que debemos hacer.

Recibamos la luz de la palabra y la fuerza del sacramento y tratemos de ser en nuestra vida un reflejo de lo que es Cristo.

Martes de la XXII Semana Ordinaria

1Cor 2, 10-16

La clave para captar las realidades de Dios, para juzgar a las realidades humanas con el criterio de Dios, es el Espíritu Santo.

Él es la luz, la fuerza, el testigo fundamental y supremo.

Pablo usa una comparación muy elocuente: en el hombre lo más profundo, lo más personal, lo más íntimo, es su espíritu, su alma: «¿quién conoce lo que hay en el hombre, sino el espíritu del hombre que está dentro de él?»  Igualmente, sin el Espíritu Santo no podemos conocer a Cristo.  «Nadie puede decir `Jesús es el Señor’ si no es por el Espíritu Santo».  Juan el Bautista, Isabel todos ellos actuaron por la fuerza del Espíritu Santo.

Oímos la frase final «Nosotros tenemos el modo de pensar de Cristo».   Esto siempre es verdad, pero ¿lo hacemos verdad práctica y concreta?

Lc 4, 31-37

Los paisanos de Jesús lo habían rechazado y hasta atentaron contra su vida. ¡No lo aceptaron por su cercanía!  Hoy hemos visto otra actitud, el asombro, pues El «Hablaba con autoridad».  Se decían unos a otros: «¿Qué tendrá su palabra?»  Jesús es «el santo de Dios», portador de la vida misma divina que sana, que purifica, que va hasta las raíces del mal para curarnos.

Los milagros del Señor, las curaciones, la iluminación de los ciegos, la sanación de los paralíticos, la curación del espíritu del mal, etc., todas son «señales», que manifiestan quien es Jesús y cuál es su misión.  Los milagros tienen como función revelar el amor de Dios que busca nuestro amor.

Lunes de la XXII Semana Ordinaria

1 Cor 2, 1-5

Cuantas veces nos ha ocurrido que nos encontramos en una situación en la que nos sentimos llamados a comunicar la Buena Noticia del Evangelio, a dar nuestro testimonio, a hablarle de Dios a alguna persona, y en ese momento pensamos: ¿quién soy yo? ¿yo no sé nada? O ¿cómo lo podré convencer?

La palabra de Dios, nos recuerda hoy lo que ya había dicho Jesús: «No se preocupen por lo que van a decir… El Espíritu Santo les inspirará en ese momento lo que habrán de decir».

Debemos tener siempre presente que la fe es un Don de Dios, que nuestra misión es anunciar… proclamar el Evangelio (de viva voz y con testimonio), la conversión por la fe toca al Espíritu Santo. De esta manera, como dice san Pablo: la fe no está fundada ni en nuestra elocuencia, ni en nuestra sabiduría: es obra de Dios en la persona. De manera que nadie se puede vanagloriar.

No apagues el fuego del Espíritu en tu corazón. Habla de Dios a tus amigos y compañeros, no necesitas mucha sabiduría… necesitas solamente, como san Pablo, el fuego del amor de Dios en tu corazón.

Lc 4,23-30

Es muy común preguntar a los niños pequeños: ¿qué quieres ser cuando seas grandes? Y para orgullo de los padres los niños responden: “quiero ser como mi papá”. Si esta misma pregunta se la hiciéramos a Cristo durante su vida oculta en Nazaret, no cabe duda que respondería que Él sería lo que su Padre ha pensado para Él desde siempre. Prueba de ello es la respuesta que dio a su madre angustiada cuando se perdió en el templo: “pero no sabíais que debo ocuparme en las cosas de mi Padre”, no debería haber motivo de preocupación por mi ausencia.

En nuestra vida como cristianos todos tenemos una misión muy concreta que realizar. Cristo desenrolló las escrituras (porque estaban en forma de pergaminos) y encontró justamente aquello que Dios Padre deseaba de Él. “Anunciar la Buena Nueva, proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor”.

Todo esto lo cumplió Jesús a lo largo de su vida terrena y aunque algunos se empeñaban en no abrir su corazón a las enseñanzas de Cristo, como es el caso de los escribas y fariseos. A pesar de su obstinada actitud Cristo no desmayó en su esfuerzo por predicarles la ley del amor.

Por ello de la misma forma que Cristo predicaba las enseñanzas de su Padre nosotros también atrevámonos a predicar el evangelio sin temor ni vergüenza. Antes bien pidámosle confianza y valor para que nos haga auténticos defensores de nuestra fe.

Sábado de la XXI Semana Ordinaria

1 Cor 1, 26-31

Ayer oíamos, descrita por Pablo con muy  fuertes acentos, la antítesis de la sabiduría humana con respecto a la sabiduría de Dios.

La cruz es el punto más visible de los diversos criterios, para unos muerte y humillación, para otros, expresión máxima de amor, principio de resurrección y vida nueva perenne.

Pablo les dice a los cristianos de Corinto -nos los podemos imaginar, se trataba de artesanos, trabajadores de los muelles, esclavos, gente pequeña a los ojos del mundo- cómo ellos son una expresión concreta de esta sabiduría de Dios pues «Dios ha elegido a los ignorantes de este mundo para avergonzar a los fuertes… de manera que nadie pueda presumir delante de Dios».  Todo lo que tenemos es don de Dios en Cristo Señor.  Para comprender la unión orgánica que tenemos con El, recordemos las comparaciones del árbol, del edificio, del cuerpo humano; Cristo es el tronco, nosotros, hoja o rama; Cristo es la roca básica, nosotros piedras vivas en unidad de construcción; Él es la cabeza, nosotros órganos en vital unión.  El es «nuestra sabiduría, nuestra justicia, nuestra santificación y nuestra redención».

Vivamos conforme a estos principios.

Mt 25, 14-30

Hoy hemos escuchado la parábola de los talentos.  El talento era una «moneda»,   o más bien, una medida de peso de metales preciosos.  Un talento era casi 35 kilos.  Nuestra traducción pone, en vez de talento, «millón».  Es notable que en el lenguaje popular la palabra «talento»,  por influjo de la parábola, quiere decir hoy «capacidad», «dotes naturales», «habilidad», «aptitud».

¿Cuál debe ser nuestra actitud ante los «talentos» que hemos recibido de Dios?

Primero, reconocerlos.  No es contra la humildad o la modestia pues son dones de Dios, no son propios nuestros.

Segundo, trabajarlos.  Es decir, profundizarlos, desarrollarlos, cultivarlos.

Y tercero, ponerlos a disposición de los demás ya que no son un tesoro para ser enterrado, para que permanezca improductivo, sino para servir de impulso para buscar el mejoramiento y servicio.

Actuemos lo que la Palabra nos ha iluminado con la fuerza del Sacramento en el que vamos a participar.

Viernes de la XXI Semana Ordinaria

1 Cor 1, 17-25

«No me envió Cristo a bautizar sino a predicar el Evangelio», oímos que decía Pablo.  Esto de ninguna manera significa un desprecio por el bautismo.  En otro lugar hemos oído cómo se expresa Pablo del bautismo: «por el bautismo fuimos sepultados con El en su muerte, para que así como Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros llevemos una vida nueva» (Rom 6, 3-5).  Pablo se sabe llamado a abrir el surco y plantar la semilla, otros continuarán el proceso.

La cruz de Cristo expresa con fórmula de máximo relieve, el amor inmenso de Dios, manifestado en Cristo.  La cruz, de instrumento de tortura y muerte, de humillación y degradación suprema, se convierte en vida nueva, en gloria y resurrección.  Esta es la sabiduría de Dios, contrapuesta a la sabiduría humana, que tiene criterios muy distintos.  Lo que para uno es «escándalo o locura»,  para otros es la «fuerza y sabiduría de Dios».

Mt 25, 1-13

Hemos escuchado hoy la parábola de las «jóvenes previsoras»,  una de las parábolas más hermosas del Evangelio.

El sentido de la parábola está sintetizado en la recomendación final: «Estén preparados porque no saben el día ni la hora».

Jesús usa el ambiente de unas bodas para situar la parábola.  Este sentido nupcial del amor de Dios y del amor de Cristo para con la Iglesia, el nuevo pueblo de Dios, es muy usado en la Biblia.

En el tiempo del Señor las bodas solían hacerse en la casa de la novia.  A las jóvenes de la parábola las podríamos llamar hoy «las damas».

Los llamados por Cristo a pertenecer a su Iglesia son de toda categoría: buenos y malos, como en la parábola de la cizaña: previsores y descuidados, como en la parábola de hoy.

El que las jóvenes previsoras no hayan querido compartir su aceite con las que no lo tenían, forma parte de la narración, de ninguna manera es ejemplar.

Que no tengamos que oír la palabra durísima del Esposo: «Yo les aseguro que no las conozco».

En esta Eucaristía proveámonos del buen aceite, que es la palabra y la Eucaristía, y que nuestra luz luzca para la venida del Señor.

Martirio de San Juan Bautista

Mc 6, 17-29

Siempre es impresionante la figura y la misión de Juan el Bautista.  Es el último de los profetas, es una voz en el desierto, pero también es quien manifiesta y señala abiertamente a Jesús.

Se podría uno preguntar si Juan se puede considerar un mártir de Cristo, ya que parece más bien que murió por los temores y las pasiones de un hombre poderoso, sujeto a los caprichos de una mujer.  Pero precisamente es lo grande el martirio: ser fiel a la verdad, aún en las cosas pequeñas.

A veces estamos esperando dar testimonio en los grandes acontecimientos, pero nos despreocupamos en las situaciones injustas que a diario se suceden en nuestro entorno.  Quisiéramos ir y defender en otros lados y toleramos las mentiras y corrupciones que afectan a nuestros trabajos, nuestras relaciones y nuestras familias.

Vivir con coherencia y honestidad, siempre acarreará enemistad de los poderoso que ven amenazados sus intereses, pero también se requiere la audacia y la honestidad en los pequeños acontecimientos de cada día.

Es triste comprobar como la corrupción se ha ido adueñando de muchos espacios y se le considera hasta normal en algunas circunstancias.

Para Juan el Bautista, él que había dicho que se enderezarán los caminos del Señor, él que pedía que se hicieran rectas sus sendas, es importante no callarse ahora por miedo a la cárcel o la muerte.  Sigue señalando lo que está mal aunque en ello encuentre su condenación.

Contemplemos los personajes que hoy nos ofrece san Marcos, miremos sus caracteres, sus intereses y después contemplémonos a nosotros mismos.  Quizás descubramos en estas imágenes rasgos propios de nuestra personalidad: la timidez para enfrentar las circunstancias; la maldad que sacrifica personas a los intereses personales; la valentía de Juan para manifestar siempre la verdad, y así Juan termina su vida bajo la autoridad de un rey mediocre, borracho y corrupto, por el capricho de una bailarina y el odio vengativo de una adúltera. Así termina el Grande, el hombre más grande nacido de mujer

Que hoy el ejemplo del Juan el Bautista nos lleve a un amor auténtico a la verdad y a una proclamación constante de la Buena Nueva.