Homilía para el día 1 de Noviembre de 2018

SOLEMNIDAD DE TODOS LOS SANTOS

Celebramos hoy el día de Todos los Santos; los santos de todos los tiempos habidos hasta ahora; los santos conocidos y los anónimos; los que han sido reconocidos por la Iglesia y los que no; los que están canonizados y los que no lo están.

Hay 3 tipos de santos: los canonizados, es decir, los inscritos en la lista de la Iglesia, oficialmente proclamados como tales; a lo largo del año litúrgico vamos celebrando sus fiestas; están también los santos no canonizados, pero no por eso menos santos; son todos aquellos que gozan de la compañía de Dios, aunque no se les haya reconocido oficialmente esa condición de santidad; y están los “santos en curso”, es decir, nosotros, los que hemos aceptado la fe y nos esforzamos por vivir en coherencia con esa fe.

Hoy celebramos a todos los santos, no solo a los que están en nuestras listas oficiales sino a los que están en las listas de Dios, que son muchísimos. Son nuestros hermanos, los mejores hijos de la Iglesia. En ellos encontramos ejemplo y ayuda para nuestra debilidad.

Hoy nos alegramos porque una multitud de hermanos nuestros participan de la felicidad de Dios, esa felicidad que todos buscamos mientras vivimos peregrinando en este mundo.

Los Santos no han sido ángeles y héroes de otro planeta, son “nuestros hermanos”, personas que han vivido este nuestro mundo. Fueron hombres y mujeres de nuestra misma carne y sangre, con las mismas luchas y contradicciones que nos acompañan en muestra luchas, necesidades y contradicciones, como seres humanos. Poco ayudados generalmente como nosotros por el ambiente, pero han amado, se han esforzado y han realizado en sus vidas el proyecto de vida de Cristo.

Los santos son aquellas personas que la Iglesia hoy propone como modelo porque de una manera heroica y constante lucharon para que la Gracia triunfara en su ser y en su obrar.

Los Santos han respondido positivamente al llamamiento del Señor a vivir la santidad. Esta llamada está dirigida a todo el mundo. Todos somos llamados a la santidad, es una llamada universal.

Pero ¿Qué es la santidad? Santidad no es una palabra rara. Santidad es sencillamente vivir y actuar en Gracia de Dios. Esto quiere decir que debemos borrar, eliminar el pecado en nuestra vida. La gracia es la luz, el pecado es la tiniebla. En segundo lugar la Gracia nos hace amigos de Dios, atrayendo hacia nosotros todas las bendiciones de Dios.

Los santos han sabido reconocer que son pecadores, pero esto no les ha impedido pedir perdón a Dios y reconocer la misericordia de Dios con el pecador arrepentido.

Ellos, los Santos, se han alimentado asiduamente de la palabra de Dios y del Pan de Vida Cuerpo y Sangre de Cristo, ellos han sido fieles a la Iglesia, ellos han sufrido también muchas tribulaciones pero sin perder la alegría del corazón y con la esperanza puesta siempre en Dios, ellos han sabido decir siempre sí a la voluntad de Dios.

Ellos impulsados por el Espíritu del Señor han buscado a Dios con el corazón sincero que es el sentido de la vida y se han dejado encontrar por Dios, por el Dios de Jesucristo, Dios que es amor, ellos han hecho un seguimiento firme, decidido, valiente de Jesucristo y han vivido heroicamente las virtudes cristianas, ellos hechos de barro como nosotros han comprendido el misterio del amor de Dios revelado en Jesucristo y han respondido a su llamamiento con verdadera conversión de corazón.

Ellos fueron felices porque en el camino de esta vida hacían el esfuerzo con la gracia de Dios de configurarse cada día más y más a la imagen de nuestro Señor Jesucristo verdadero modelo de santidad y de vida por esto estaban siempre alegres, contentos, felices porque vivían una vida con Cristo en Dios.

Ellos son santos porque vivieron el amor, porque creyeron en el amor. Dios nos ama por igual a todos, pero no todas las personas saben reconocer ese amor de Dios de la misma manera; no todos son conscientes de ese amor y no todos responden al amor de Dios con la misma intensidad. Ellos son santos porque vivieron el amor a Dios de una manera real e intensa y se esforzaron por ir perfeccionando día a día la vivencia de ese amor.

Alegrémonos, pues, hoy, por todos esos hermanos nuestros que ya gozan de la presencia de Dios; que rueguen por nosotros para que también nosotros podamos gozar un día de la presencia de Dios con todos ellos y sobre todo no nos olvidemos que a todos nos llama Dios a la santidad, a ser felices por el camino de la Gracia y del amor a Dios y a nuestros hermanos.

Homilía para el 31 de octubre de 2018

Lc 13, 22-30

Hoy se escucha decir: «Dios es tan bueno, que la verdad yo creo que nos va a salvar a todos». Esta expresión es en parte verdad y en parte no.

Entrar en el Reino de Dios es difícil. Muchos los miran como entrar a un campo de futbol, que una vez obtenida la entrada todo lo demás será fácil, porque ante la entrada se abre todos los accesos. Muchos perciben así la religión, como una especie de comercio para entrar en el cielo. Pero se equivocan rotundamente. No es comercio, es vida, es amor y es entrega. Jesús lo compara con el camino estrecho y la puerta estrecha que exige un cambio profundo de mentalidad, que no permite entrar cargados con todos nuestros aditamentos que se nos han ido pegando en el camino. Lejos de tener una entrada, se tiene que tener el corazón dispuesto.

El banquete y la mesa están preparados, son la mejor imagen que ofrece Jesús a sus discípulos, pero discípulo no es el que lo llama “Señor, Señor”, ni el que aparenta comer con Él. Se necesita conocer a Jesús y ya dice el refrán “que a los amigos se les conoce en la cárcel, en la enfermedad y en la pobreza.

Cuando hemos sido capaces de encontrar a Jesús en estos lugares y vivir ahí la amistad que tenemos con Él, seguramente estaremos participando con Él en el Reino.

¿Qué diríamos? Al participar con Él en esos sitios tan exclusivos, tan condenados y tan cerrados, ya estamos participando del Reino porque estamos viviendo con Jesús.

Lo sorprendente que nos ofrece esta parábola es esa especie de dualidad que se percibe en los que insistentemente tocan la puerta y aseguran conocerlo pero no lo han descubierto y esto queda plenamente confirmado en la acusación que hace Jesús: “apartaos de Mí todos vosotros que hacéis el mal”

Está en completa contradicción ser seguidor de Jesús, decirse su discípulo y hacer el mal. Quizás la más grave acusación que se nos ha hecho como católicos es que vivimos en complicidad con la injusticia, con la mentira y con el pecado.

Las otras agresiones que brotan de predicar y vivir el Evangelio ni siquiera tendríamos que tenerlas en cuenta. Lo graves es que podría ser verdad que nos decimos católicos y seguidores de Jesús y estamos actuando mal.

Mientras el Evangelio gana espacio en quienes buscan la justicia y la verdad, nosotros podemos quedarnos fuera por no ser coherentes con nuestro seguimiento de Jesús.

¿Qué le respondemos al Señor en este día? ¿Somos coherentes?

Homilía para el 30 de octubre de 2018

Lc 13, 18-21

Este pasaje nos llena de esperanza pues nos instruye sobre una realidad muy importante del Reino y es el hecho de que éste se realiza de manera, podríamos decir oculta, pero que con el tiempo llega a ser «como un gran árbol».

En muchos países se vive la fe en grandes dificultades porque los cristianos son minoría, y vistos con desprecio y hasta con burla. En la “católica Europa” se ha desencadenado una actitud crítica y cuestionante ante todo lo que huela a jerarquía, autoritarismo y dogmas.

¿Cómo podemos ahora vivir nuestra fe? y ¿cómo podemos anunciarla, si parecería que debemos escondernos a vivirla en el silencio y en la oscuridad?

La respuesta la tenemos en la misma actitud de Cristo y en sus enseñanzas. Muy a pesar de que los evangelios, con frecuencia se hable de multitudes, del éxito de los milagros, podemos intuir que aquella nueva doctrina que desenmascaraba las injusticias, que critica las leyes rígidas y las intransigencias, que ponía al descubierto las hipocresías, no tendría ni tantos seguidores, ni un camino tan lleno de éxitos y de tranquilidad. Pero a Jesús lo que le importa es la vida interior aunque parezca insignificante y pequeña.

A Jesús lo que le preocupa es su mensaje de amor, aunque se vaya sembrado en lo pequeño, entre espinas y dificultades. Lo ejemplos que utiliza brotan de la vida diaria, tan despreciada por los poderosos. Pero ahí en lo pequeño, en la oscuridad de la semilla escondida, en la plantita que brota pequeña y débil, en la levadura que se pierde en toda la masa, encuentra Jesús la mejor comparación para describirnos su Reino. No es de mucho ruido, pero sí de mucha profundidad; no es de alardes sino de servicio, que se pierda en medio de toda la masa, que requiere de una constante entrega de un día sí y otro también. El Reino de Jesús exige la donación para poder dar fruto.

A nosotros nos gustan más los éxitos rimbombantes y los platillos sonoros. A Jesús le gusta el silencio, la entrega, la donación.

Se construye más colocado un granito más a la edificación que haciendo el ruido estrepitoso de la destrucción. Y esto a los jóvenes los emociona y los reta y nos lo exigen.

No tengamos miedo de seguir el ejemplo de Jesús. Construyamos siempre en el anonimato, en el servicio, siempre con Jesús.

Homilía para el 26 de octubre de 2018

Ef 4, 1-6; Lc 12, 54-59 

El gran reto del Concilio Vaticano II fue abrirse a un mundo del cual la Iglesia estaba cada vez más lejana y que ya no correspondía a las necesidades sus estructuras y sus pensamientos. Se exigió discernir los tiempos y nos abría a los gozos y esperanzas, las tristezas y las angustias de todos los hombres de nuestros tiempos, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren y nos pedía que fuera a la vez compartido por los discípulos de Jesús como propios, pues no hay nada verdaderamente humano que no encuentre eco en el corazón de Dios.

El discípulo es testigo y expositor de la fe en Cristo Jesús y debe dialogar con toda la familia humana en solidaridad, respeto y amor.

Han pasado 50 años y ahora en el Sínodo de los jóvenes se vuelven a escuchar no sólo las palabras del Concilio, sino las palabras mismas de Jesús: discernir.

¿Por qué no interpretan entonces los signos del tiempo presente?, nos dice Jesús. Para dar respuesta a esta inquietante pregunta deberemos estar bien afianzados en nuestra fe, firmes en la verdad que nos ofrece Jesús, pero también con una capacidad de simpatía y empatía con el mundo en el que vivimos y no comportarnos como agresivos y distantes del ambiente que nos rodea.

El discípulo de Jesús siempre estará dispuesto al diálogo, sin temor a nada de lo que es humano, pues precisamente el Hijo del Hombre vino a hacerse uno de ellos para llevar a plenitud a todos los hombres y a todo hombre y de un modo especial en el mundo de los jóvenes.

Tenemos que abrirnos a los nuevos escenarios para llevar el evangelio. No podemos ser testigos de Jesús viviendo sólo de tradiciones y oscuridades, sino tendremos que ser una comunidad que se deje interpelar cada día por la Palabra de Diosa, en escucha en silencio profundo y que se abre a los afanes diarios de todos los hombres.

Quizás uno de los más grandes testimonios que podemos ofrecer es el que nos propone hoy San Pablo: “un solo Cuerpo, un solo Señor; una sola fe, un solo bautismo” La unidad entre todos los miembros de la Iglesia, la unidad con todos los hombres y mujeres, sin guerras, sin discriminaciones, sin fundamentalismo, para vivir bajo el amor de un solo Padre que reina sobre todos y que actúa a través de todos. Este será nuestro mejor testimonio, como ahora lo exigen los jóvenes.

Homilía para el jueves 25 de octubre de 2018

Lc 12, 49-53

En el Evangelio de hoy nos dice Jesús: He venido a prender fuego en el mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo! Ese es el fuego que Jesús trae a la tierra, un fuego que te pide un cambio: cambiar el modo de pensar, cambiar el modo de sentir. Tu corazón, que era mundano, pagano, se vuelve ahora cristiano con la fuerza de Cristo: ¡cambiar, eso es la conversión! Y cambiar también en el modo de obrar: ¡tus obras deben cambiar!

Jesús nos llama a cambiar la vida, a cambiar de camino, nos llama a la conversión.

Una conversión que lo involucra todo, cuerpo y alma, todo. Es un cambio, pero no un cambio que se hace con un disfraz: es un cambio que hace el Espíritu Santo, por dentro. Y yo debo poner de mi parte para que el Espíritu Santo pueda actuar, y eso significa lucha, luchar.

Eso comporta luchar contra el mal, también en nuestro corazón; una lucha que no te da tranquilidad, pero te da paz. No hay, no debe haber cristianos tranquilos, que no luchan; esos no son cristianos, son tibios. La tranquilidad para dormir puedes conseguirla también con una pastilla, pero no hay pastillas para la paz interior. Solo el Espíritu Santo puede dar esa paz del alma, que da fortaleza a los cristianos. Y nosotros tenemos que ayudar al Espíritu Santo, dejando sitio en nuestro corazón.

Y en esto nos ayuda mucho el examen de conciencia de todos los días, para luchar contra las enfermedades del espíritu, esas que siembra el enemigo y que son enfermedades de mundanidad. La lucha, que ha traído Jesús contra el diablo, contra el mal, no es algo antiguo, es algo muy moderno, es cosa de hoy, de todos los días, para que el fuego que Jesús vino a traernos esté en nuestro corazón. Por eso debemos dejarlo entrar, y preguntarnos cada día: ¿cómo he pasado de la mundanidad, del pecado, a la gracia? ¿He dejado sitio al Espíritu Santo para que pueda actuar?

Las dificultades en nuestra vida no se resuelven aguando la verdad. La verdad es esta: Jesús ha traído fuego y lucha; ¿qué hago yo? Y para la conversión hace falta un corazón generoso y fiel: generosidad, que viene siempre del amor, y fidelidad, fidelidad a la Palabra de Dios.

Homilía para el 24 de octubre de 2018

Lc 12, 39-48

Uno de los aspectos más chocantes del cristianismo es su concepción de la vida como una misión. En el cristianismo no rige eso del «come y bebe que la vida es breve» ni el «vivir sin importarnos nada de lo que hacemos» entendido como aprovechar cada instante para conseguir más placer y más bienestar.

Cristo nos presenta la vida como una misión: «estar al frente de la servidumbre para darle a tiempo su ración» de la cual tendremos que dar cuenta. La vida es una misión. Venimos a la tierra para algo, y ese algo es tan importante que de él depende la felicidad eterna de otras personas.

Ese «dar de comer a la servidumbre» es el testimonio que Cristo quiere que durante el tiempo que tiene dispuesto concederme en la tierra.

Porque, aunque tengamos razones para abandonar no tenemos razón, pues la vida espera algo de nosotros y tenemos una misión en este mundo. Una misión que lleva nuestro nombre y nadie más puede hacer. Si no la hacemos nosotros nadie lo va a hacer. Hemos de descubrir cuál es nuestro camino y cuál es nuestra misión. La salvación del mundo y de las almas tienen muchos matices, la gracia es única pero las formas de alcanzarla son múltiples, por eso nuestra existencia no es casual, ni insignificante.

Tenemos que salvar el mundo, sí, pero ¿cómo?, cada uno de una forma diferente que ha de descubrir con la oración y la lucha.

Homilía para el 23 de octubre de 2018

Ef 2, 12-22; Lc 12, 35-38

Uno de los grandes problemas que tienen los educadores y los padres de familia es que ya no saben cómo acercarse a los jóvenes y a los niños, parecen, o más bien, son de otra época, con otros intereses, con otros canales de comunicación. Pero lo más difícil y a la vez preocupante es que se deja a estos jóvenes y niños a la deriva y no nos atrevemos a ofrecerles lo que es el gran don del encuentro con Jesús.

Estamos como adormilados y azorados ante tantos cambios. Cambios y muy drásticos había en los tiempos de Jesús, sin embargo, invita a sus discípulos a que estén despiertos, dispuestos al servicio.

La peor decisión que podemos tomar ante los problemas es cruzarnos de brazos y no hacer nada. Podremos equivocarnos cuando tomamos nuestras decisiones, pero ciertamente no hacer nada, el continuar indiferentes es la peor de las decisiones.

San Pablo, en su carta a los Efesios, nos ofrece un buen ejemplo de cómo el buen discípulo de Jesús se atreve a hacer propuestas audaces y logra entusiasmar a sus oyentes, le presenta a Cristo como el único camino posible y los alaba porque gracias a Jesús han podido abandonar el antiguo camino y ahora se transforman en ciudadanos nuevos y llenos de esperanza.

A nuestro mundo, necesitamos proponerle a Cristo como nuestra verdadera paz y como el único camino para lograr vencer las tensiones, las desigualdades, la injusticia y los crímenes que azotan nuestra sociedad. Quien vive como verdadero discípulo y como verdadero hijo no puede adormilarse y mirar indiferente como se desarrollan las cosas en el mundo. Tendrá que tener su lámpara encendida, aunque parezca muy débil y pequeña su luz, si al fin es luz y no oscuridad.

La semejanza que hoy nos presenta el Señor es muy rica, porque nos alienta a una actitud siempre atenta y a dejar nuestra somnolencia. El gran premio es que el mismo Señor se recogerá la túnica y nos hará participar de su mesa, donde nos ofrecerá los alimentos.

La comida compartida siempre es signo del Reino que se vive en hermandad y comunidad.

Que hoy nos despertemos, que hoy nos entusiasmemos por proclamar la llegada del Reino con fe, con espíritu, con alegría.

Homilía para el 19 de octubre de 2018

Ef 1, 11-14; Lc 12, 1-7 

Es curioso que en esta época donde más se defienden los derechos humanos, donde se ha alcanzado un confort y seguridad grande, donde se hace hincapié en el valor de la persona, encontremos más y más personas que se encuentran angustiadas, estresadas y sin ganas de vivir, como si no valieran nada. Cada día se multiplican los intentos de suicidio que ya han alcanzado un porcentaje alto entre las causas de muerte. Parecería una contradicción, pero las personas se sienten menos valoradas.

Las lecturas de este día nos invitan a reflexionar sobre el verdadero valor de cada uno de nosotros, para que nos entusiasmemos a llevar una vida en plenitud.

Bellas palabras de san Pablo alentando a los Efesios: “con Cristo somos herederos también nosotros, para esto estábamos destinados. Vosotros habéis sido marcados con el Espíritu Santo prometido” Si reflexionáramos estas palabras tendríamos motivos más que suficientes para sentirnos orgullosos de nuestros orígenes, de la dignidad de nuestra persona marcada por el Espíritu y de nuestro futuro como herederos junto con Cristo. No somos basura y no podemos quedarnos atrapados por el pecado y la maldad.

Es cierto que somos débiles, pero estamos llamados a una vida con el Señor Jesús, nuestro hermano y nuestro Salvador.

Ya el mismo Jesús, en el Evangelio de hoy, se encarga también de levantar el ánimo a sus discípulos que ciertamente tendrían muchos motivos para preocuparse frente a las acusaciones y descalificaciones que de ellos hacían los fariseos, aquellos que se sentían conocedores de la Ley y muy cercanos a la justificación, acusaban y acosaban a los discípulos, con grandes descalificaciones. Jesús les pide discernir aquellas descalificaciones y poner su confianza en un Padre amoroso que no permite que se destruyan sus pequeños.

Si se tiene el amor del Padre, ¿qué importan los ataques y las descalificaciones de los hipócritas? La fuerza del discípulo está en el amor que nos tiene nuestro Padre Dios, por eso no temáis a los que matan el cuerpo y después no puede hacer nada más.

Para nosotros son también estas palabras en estos tiempos de violencia e inseguridad en el mundo.

Que nos acojamos a la Providencia y protección de nuestro Padre amoroso.

Homilía para la festividad de san Lucas (18 octubre 2018)

Hoy celebramos de nuevo a una piedra fundamental de este edificio que es la Iglesia, del que por la misericordia de Dios, formamos parte.

Hoy celebramos a san Lucas. ¿Quién no se ha acercado a su evangelio y descubierto la misericordia del Señor? ¿No han quedado grabadas en nuestro corazón sus grandes parábolas como la del Hijo Pródigo o la del Buen Samaritano?

Es el evangelista que mejor ha captado ese mensaje a favor de los más pobres, de los pecadores y de los miserables. Ya desde el mismo prólogo de su evangelio nos anuncia que quiere fortalecer nuestra fe, darnos seguridad en el seguimiento de Jesús.

Al presentarnos a Jesús en la sinagoga, dispuesto a iniciar su ministerio, nos describe a Jesús como ungido por el Espíritu Santo y enviado a anunciar la Buena Nueva a los pobres, la liberación a los cautivos y la luz a los ciegos. San Lucas, también nos presenta la salvación como un camino que hay que recorrer con alegría.

Podríamos incluso leer su evangelio e ir subrayando cada vez que encontremos esas expresiones, entonces descubriremos que vivir la opción por el Reino, aunque es radical y no admite confusiones, también produce una gran alegría interna. Historia de alegría de Isabel que ha engendrado al Bautista; María llena de gozo y movida por el Espíritu pronunció su Magníficat, y así sucesivamente cada uno de los personajes manifiestan su alegría al percibir la visita del Señor a su pueblo.

Y en cuanto a la fe, tan escasa en nuestros tiempos, convendría muy bien dar una leída a los pasajes que nos narra san Lucas. Todo el camino que nos muestra es un camino de fe. Una fe que muchas veces es atacada y cuestionada. Una fe que es exigida para realizar los milagros. Una fe que sólo el Señor Jesús puede suscitar en nuestro corazón.

También nos presenta la necesidad de la evangelización. Una misión que brota del conocimiento de Jesús y del encuentro con Él, que no puede ocultarse. Una misión que debe realizarse al mismo estilo de Jesús como nos lo muestra el evangelio de este día: sin adornos, sin armas, sin poderes, con la luz del Evangelio, con la fuerza de la pobreza y con el anhelo de paz para cada lugar que se visita.

En el libro de los Hechos de los Apóstoles, nos manifiesta a la pequeña comunidad que impulsada por el Espíritu deja sus miedos y se lanza por nuevos caminos a anunciar el Evangelio.

¿Por qué no nos animamos a leer su evangelio y el libro de los Hechos de los Apóstoles y a dejarnos cuestionar sobre nuestro comportamiento y la forma de vivir y manifestar nuestra fe?

Homilía para el miércoles 17 de octubre de 2018

Lc 11, 42-46 

La ley tiene como único fin ayudarnos a vivir de acuerdo al amor.

Cada uno de los mandamientos expresa el deseo de Dios de que el hombre crezca y madure en el amor. Sin embargo cuando la ley se convierte en fin en sí misma deja de expresar el deseo del legislador y se convierte en un yugo difícil de llevar.

Nosotros también podemos ser acusados por los doctores de la ley y fariseos a los que Jesús les dirige sus lamentos y ayes. La brecha entre los más ricos y los más desfavorecidos es enorme e infranqueable, recordemos la parábola del pobre Lázaro que se alimentaba de migajas del suelo.

Hay países en las que la mitad de los pobres son niños. En nuestro país y todo el mundo, la pobreza no es un problema meramente económico o sociológico, sino evangélico, religioso y moral. Una mínima parte de la población mundial acapara para sí los bienes de la creación. El consumismo derrochador y depredador está agotando los bienes de la creación. Los rostros de los pobres y excluidos son rostros sufrientes de Cristo.

En una cultura que pretende esconder los rostros de los pobres y transformarlos en invisibles o naturalizar la pobreza, la fe nos alienta a ponerlos en el centro de nuestra atención pastoral.

No es posible pensar en una nueva evangelización sin un anuncio de la liberación integral de todo lo que oprime al hombre: el pecado y sus consecuencias. No puede haber una auténtica opción por los pobres sin un compromiso firme por la justicia y el cambio de las estructuras de pecado.

Nuestra cercanía con los pobres no sólo es necesaria para que nuestra predicación sea creíble, sino también para que la predicación sea cristiana y no una campana que resuena o un platillo que suena.

Cualquier olvido o postergación de los pequeños y humildes hace que el mensaje deje de ser Buena Nueva para convertirse en palabras vacías, melancólicas, carentes de vitalidad y esperanza.

Hace falta mirar a los pobres, convertirnos a ellos para servir al Señor a quien amamos. Ojalá nosotros no pretendamos escurrirnos como el doctor de la Ley.

Es cierto, estas palabras nos tocan también a nosotros y también nosotros necesitamos responder a las exigencias del Evangelio.