La Asunción de María

Hoy es una fiesta llena de alegría. Celebramos la culminación del camino que hizo María por este mundo. Es una fiesta de victorias y triunfos, en medio de este mundo sumergido en miles de batallas que parecen todas perdidas.

Desde la primera lectura, el libro del Apocalipsis nos lanza a presenciar a esta mujer con todos los símbolos del triunfo. Hay quienes tienen miedo leer este libro porque en él aparece la bestia y numerosas figuras de animales, pero si lo leemos con atención, a través de los símbolos descubriremos una gran esperanza. Es cierto que habla de lucha y de batallas, pero con la firme esperanza del triunfo final de Cristo y de sus seguidores.

Así, en este día la primera victoria que celebramos es la de Cristo, el Cordero que es presentado degollado, pero vivo y de pie. Es el punto culminante de toda la humanidad, es la razón por la que nosotros seguimos en esta lucha, porque a través del triunfo de Jesús también nosotros esperamos alcanzar el triunfo.

Aparece María victoriosa, triunfante. La pequeñita del cántico del Magníficat, es la que el Señor ha elevado y presentado como reina. Es la que ha escuchado la palabra, la que ha engendrado y hecho germinar, la que ha dado vida.

Finalmente, también es una victoria nuestra, y de ahí nuestra alegría. Porque Cristo al asumir nuestra carne, al asumir nuestros fracasos y nuestras muertes, nos ha dado la posibilidad de participar de su victoria. Y es nuestra también la victoria de María, que es nuestra Madre.

En María, los creyentes podemos mirar hacia el futuro y decir plenamente nuestro sí, guardarlo en el corazón y poner nuestra confianza en el Dios cuyo brazo es poderoso y enaltece a los humildes.

En estos momentos de incertidumbre, contemplemos el rostro de María en su asunción a los cielos, y que su triunfo nos lleve a recordar el triunfo de Jesús y nos aliente en nuestro propio triunfo.

El Papa Francisco, retomando algunos de los textos de este día nos invita a tres actitudes muy concretas: mantener la esperanza, dejarse sorprender siempre por Dios y vivir con alegría.

Esta fiesta nos llevará a hacer más firme y viva nuestra fe.

La Asunción de María

Lc 1, 39-56

La Solemnidad de la Asunción de la Santísima Virgen María en cuerpo y alma a cielo, “interrumpe”, por así decirlo, la secuencia del capítulo seis del evangelio de san Juan que hemos estado leyendo y meditando durante estos domingos del Tiempo Ordinario.

Las lecturas bíblicas y la liturgia misma de esta gran Solemnidad, que hoy celebramos, nos ofrecen a mi modo de ver tres importantes temas de reflexión: En primer lugar, un buen repaso de los cuatro dogmas marianos que en la oración colecta de la misa del día aparecen; en segundo lugar, la grandeza de María que es elevada a la gloria más excelsa; y en tercer lugar, la esperanza que debemos cultivar en nuestro interior, ante la promesa que Jesús nos ha hecho de resucitar y entrar un día a gozar eternamente del cielo prometido.

La Iglesia ha proclamado, a través de los años, cuatro afirmaciones doctrinales en relación con la Virgen María que forman parte de nuestra fe católica, y que llevan el nombre de “dogmas marianos”. Estos cuatro dogmas los encontramos en la oración colecta de la misa de esta Solemnidad. La Asunción de María al Cielo: “que hiciste subir al cielo en cuerpo y alma…”; La Inmaculada Concepción de María: “a la inmaculada…”; La Virginidad perpetua de María: “Virgen María…”; La Maternidad divina de María: “Madre de tu Hijo…”.

El Papa Pío XII en 1950 al proclamar el dogma de la Asunción dijo que la Virgen alcanzó “ser llevada en cuerpo y alma a la gloria celestial, para resplandecer allí como reina a la derecha de su Hijo, el rey inmortal de los siglos”. ¡Bendito Dios!

La Virgen María, en el relato de la Visitación que leemos en el evangelio de esta Solemnidad, aparece como una mujer llena de misericordia para con su parienta Isabel. En efecto, Isabel requiere de ayuda ante la espera del nacimiento de su hijo Juan el Bautista, y María, habiéndose encaminado presurosa, está allí, con ella, compartiéndole a Jesús, a quien lleva en sus entrañas purísimas. Isabel, llena del Espíritu Santo, llama a María: “Bendita entre las mujeres…”; “La madre de mi Señor…”; La dichosa que ha creído…”. Y María, desbordando de gozo, proclama en el Magnificat: “Desde ahora me llamarán dichosa todas las generaciones…”.

Sin duda, hermanos y hermanas, estas expresiones del evangelio, junto con la primera lectura y el salmo responsorial: “de pie, a tu derecha, está la reina”, nos dan pie a contemplar la grandeza de María quien ha sido llevada en cuerpo y alma al cielo para participar en la gloria de su Hijo.

San Pablo, en la segunda lectura, nos habla de que “Cristo resucitó, y resucitó como la primicia de todos los muertos”. Esta afirmación nos hace concluir cómo, en la resurrección de Cristo, está vinculada nuestra propia resurrección. Cristo Jesús y María, su Madre, están ya en la gloria del cielo prometido; ellos nos esperan con los brazos abiertos, y nos muestran el camino y el estilo de vida que debemos seguir para, un día, poder nosotros gozar de la eterna bienaventuranza de los santos.

Le agradecemos a Dios nuestro Señor en la santa misa que haya glorificado de tal manera a un ser humano, como nosotros, a quien eligió para Madre de su Hijo. Y le pedimos que nos lleve un día a gozar, en cuerpo y alma, de la gloria eterna prometida.