Sant 1, 1-11
Hemos iniciado una serie de lecturas de algunas de las cartas apostólicas llamadas «católicas», es decir, universales, por no ser dirigidas a una comunidad particular, como las de Pablo. Comenzamos con la llamada carta de Santiago, digo «llamada» porque no es propiamente una carta, sino más bien una catequesis a modo de homilía. Como lo oímos, va dirigida a las «doce tribus, dispersas por el mundo», es decir, a los judíos cristianos de la Diáspora, los que vivían fuera de Palestina. El autor se presenta como «Santiago, siervo de Dios y de Jesucristo, el Señor». Ha sido identificado con Santiago, el jefe de la comunidad de Jerusalén.
La carta es, desde luego, anterior al año 70 (destrucción de Jerusalén), y si es de Santiago de Jerusalén, es anterior al 62, fecha de su muerte. Escrita en buen griego, es una serie de reflexiones morales en las que aparece, desde luego, el sentido nuevo cristiano, pero es hecha por un buen conocedor y amante de la ley antigua.
Será luz y guía para nosotros como primera lectura, durante dos semanas.
Mc 8, 11-13
El don salvífico de Dios en Cristo «necesita» de nuestra apertura y disponibilidad. «Tú tiendes la mano para que pueda encontrarte el que te busca», dice la Oración eucarística IV. Para que un arco se sostenga, se necesitan dos columnas.
La actitud de los fariseos no es de apertura y disponibilidad. Los fariseos no vienen a ser iluminados: «lo interrogan para tentarlo». San Marcos usa el mismo verbo que cuando las tentaciones en el desierto.
Le pedían una «señal del cielo». Jesús suspiró profundamente y … se alejó. Cuando falta la apertura, la humildad, la confianza, las disposiciones interiores de acogida, no se hace el encuentro salvífico y Jesús se aleja.
Que nuestras disposiciones sean las necesarias para que Jesús se acerque a nosotros en esta Eucaristía y nos dé su vida nueva de resucitado.