Miércoles de la XXII Semana Ordinaria

Lc 4, 38-44

Jesús atiende a los que necesitan su ayuda. Puede ser la suegra de Pedro en el secreto de su casa. Puede ser a vista de todos en el caso de los “endemoniados” que a él se acercan. Pero, una vez más,  no quiere hacerse publicidad con los milagros. Ni quiere que los demonios expulsados, proclamen su divinidad, Hijo de Dios, el Mesías; ni que la gente haga de él un héroe: se retira en el momento del éxito popular a “un lugar solitario”.  Tampoco quería que se apropiaran de su vida. Huye de la aceptación del momento cuando quieren retenerlo, para ir a nuevos lugares y dirigirse a otros pueblos; “a los que tiene que anunciarles el reino de Dios, para eso me han enviado”.

La grandeza de Jesús de Nazaret está en su fidelidad a la misión del Padre, “para eso me han enviado”. No en la aceptación que pueda tener en ciertos momentos. En las sinagogas, no tendrá siempre esa aceptación. En especial, por parte de los miembros más significados de ellas, escribas, fariseos…etc.

Si nos preguntáramos para qué hemos sido enviados al mundo, no sé si tendríamos respuesta. Sin embargo existe una elemental, pero cierta: para ser mejor lo que somos como seres humanos. O lo que es lo mismo para ser buenas personas. Los que hemos sido llamados a seguir a Jesús de Nazaret, entendemos ser buenas personas, como imitar a la mejor representación de la condición humana, que es el mismo Jesús, y ajustarnos a su mensaje. Que se puede resumir en lo que Pablo dice a los Colosenses, fe en Jesús y amor al pueblo.