Sábado de la XXXIII Semana Ordinaria

Apoc 11, 4-12

En las páginas del Apocalipsis hay fragmentos sumamente obscuros, de muy difícil interpretación.  Hoy hemos escuchado uno de ellos; nos preguntamos ¿quiénes son estos  «dos testigos… los dos olivos y los dos candelabros»?  Se trata desde luego de una «cita» de Zacarías (4, 2.14) que representaba a Josué y a Zorobabel, el poder espiritual y el temporal en su tiempo.  Pero aquí las interpretaciones son variadas, unos miran a Moisés, es decir la Ley, y a Elías, es decir, los profetas, y ciertamente aparecen rasgos de ellos, los dos testigos de la Transfiguración; otros ven nada menos que a los apóstoles Pedro y Pablo, muertos en la persecución de Nerón.

Es también clara, en medio de esa obscuridad, la visión pascual: los testigos sufren persecución, humillaciones, muerte, pero vence el «espíritu de vida» y serán glorificados.

Si verdaderamente queremos ser testigos de Cristo crucificado, escándalo para unos, locura para otros, deberemos soportar persecuciones en una u otra forma, pero lo haremos siempre en la esperanza de compartir la vida nueva del Señor resucitado.

Lc 20, 27-40

En el término de la gran subida a Jerusalén, nos dice nuestro guía, el evangelista Lucas: Jesús «estaba enseñando todos los días en el templo».  En este marco de Lucas, Jesús recibe una serie de impugnaciones y objeciones.  Las autoridades, pontífices, ancianos y escribas, lo interrogan: «¿con qué autoridad haces esto?», luego le preguntan sobre la licitud del tributo al Cesar, por fin, viene el caso propuesto por los saduceos; éstos son de la clase sacerdotal, fundamentalista y que, efectivamente, negaban la resurrección, y hasta la inmortalidad del alma y la existencia de espíritus en general.

Su objeción se funda en un «caso» extremo, muy improbable: «¿de cuál (de los maridos) será esposa la mujer, pues los siete estuvieron casados con ella?»

Jesús, como ya lo escuchamos en Marcos (12, 18-27), da dos respuestas.  Una, están ustedes juzgando con criterios humanos y terrenos lo que ya no lo es.

Y la otra respuesta se basa en un texto de la Escritura; la conclusión es: «Dios no es Dios de muertos, sino de vivos, pues para El todos viven».

Vivamos ya desde ahora la vida eterna que nos comunica, sobre todo en la Eucaristía, el Señor resucitado.

Sábado de la XXXIII Semana Ordinaria

Lc 20, 27-40

El Evangelio de hoy nos presenta una cuestión teológica muy discutida en tiempos de Jesús, la cuestión sobre la fe en la resurrección. Los saduceos, la negaban, mientras que los fariseos la afirmaban. Hay que tener presente que estos dos grupos eran los más relevantes en la sociedad judía del tiempo de Jesús. Unos, los saduceos, eran los más poderosos; los otros, los fariseos, eran los más religiosos y “perfectos» en el cumplimiento de la Ley. Pero el pueblo sencillo quedaba al margen de estas disputas teológicas que a ellos les decían muy poco.

Sin embargo hay que resaltar un concepto que aparece en esta lectura y que sí tiene una gran relevancia espiritual.

“Moisés nos dejó escrito: «Si a uno se le muere su hermano, dejando mujer pero sin hijos, cásese con la viuda y dé descendencia a su hermano». Aparece aquí la figura del Goel, el redentor. Era esa persona encargada de proteger y cuidar de una viuda y sus derechos. Era el encargado de dar descendencia a su hermano o pariente y proteger su prole si ya la tenía. Era también el vengador de sangre, encargado de vengar una injusticia si alguien había asesinado a alguien o cometido algún fraude, o engañado a un indefenso.

Hermanos, este goel, este redentor, nosotros lo identificamos con Jesucristo, que ha saldado la deuda contraída por nuestros pecados, él ha salido fiador por nosotros. Ha roto el documento que nos condenaba clavándolo en la cruz. Y mediante su acción redentora nos devuelve la capacidad de ser hijos de Dios, de estar vivos siempre frente a Él, sin temor, con plena confianza. Nos ha devuelto la confianza en la resurrección, nuestra vida tiene sentido, porque sabemos bien adónde va, por eso el cristiano es el que no tiene miedo a la muerte ya que ésta es sólo el paso definitivo al encuentro pleno y total con quien sabemos nos ama. Es ésta una gran alegría, una buena noticia, que nos anima en este final del año litúrgico y renueva nuestra esperanza de cara al futuro.

Sábado de la XXXIII Semana Ordinaria

Lc 20, 27-40

Tenemos en este fragmento de S. Lucas una muestra más de las trampas que están tendiendo a Jesús con ánimo de perderle. Ya no van a parar hasta Getsemaní y las horas terribles que siguen.

Intervienen los saduceos, una secta del judaísmo que está conforme con la dominación romana porque de ella reciben seguridad, bienes, importancia social y otros beneficios. No creen en la resurrección, tal vez porque creen no necesitarla. Su vida está bien en el presente nada hay que les obligue a pensar en otra vida futura, separada del presente. Para ellos, pertenecer a esa clase social alta de la aristocracia o el clero era suficiente. Casi podríamos decir que actuaban más como un grupo político que religioso.

Puede que debamos preguntarnos qué creemos nosotros que sea la resurrección, y puede que digamos y oigamos muchas interpretaciones, algunas racionales, algunas disparatadas. No sabemos cómo seremos en la resurrección. Evito decir “después” porque eso implicaría tiempo y tras la muerte ingresamos en la eternidad: el antes y el después desaparecen dando lugar a un eterno ahora.

Hemos escuchado episodios de resurrección, como es el caso de Lázaro, del hijo de la viuda de Naín, de la hija de Jairo. Antes leímos cómo Eliseo resucita al hijo de la sunamita y pensamos que nuestra resurrección va ser así.

Vamos a recordar la resurrección de Jesús: María Magdalena, mujer enamorada totalmente de Jesús, no lo reconoce y le confunde con el hortelano, hasta que se siente interpelada en su alma enamorada. Los discípulos de Emaús no lo reconocen tampoco hasta que parte y reparte el pan, hasta que se vuelve a entregar a sí mismo. Lázaro, el hijo de la viuda, la hija de Jairo y cuantos episodios similares encontremos en la Biblia, son perfectamente reconocibles porque no han resucitado, solo han revivido; han vuelto a la vida que tenían antes de morir, y volverán a morir.

El caso de Jesús sí es una verdadera resurrección y el nuevo ente resucitado no tiene por qué parecerse al hombre anterior. Es absurda la pregunta y Jesús, como ha hecho antes, contesta no a lo que le preguntan, sino a lo que debían preguntarle. No puede desvelar que es la resurrección porque aún la desconoce y contesta enseñando lo que le debían preguntar. Los que resucitan ya no pueden morir, son hijos de Dios.

Pero, y nosotros: ¿Cómo creemos que será nuestra resurrección? ¿Creemos realmente que vamos a resucitar, como decía el catecismo de nuestra infancia, con los mismos cuerpos y almas que tuvimos? Vamos a pensarlo un poco alumbrados por la fe, no por los sentidos corporales.