San Pedro y San Pablo

Mt 16, 13-19

Hoy la liturgia nos presenta un texto con un profundo significado simbólico, más allá de que el contexto histórico nos deja clara la postura de un rey Herodes chaquetero, con la mochila del corazón vacía de contenido. Para Herodes el poder significaba su lucha diaria; de hecho, apresa a Pedro porque eso le confería prestigio: “al ver que esto agradaba a los judíos”…

El contexto de Herodes no es muy lejano del nuestro. Quedar bien nos deja expuestos a nuestros propios miedos. Por otro lado, tenemos a Pedro, el cobarde testigo de Cristo que le negó tres veces “por miedo a los judíos”. Dos imágenes idénticas de una misma realidad, el ser humano con la mochila de la vida cargada ¿de qué? ¡de nada! Porque donde se aloja, el poder, el prestigio, el miedo y la falta de fe, no queda nada.   

Pero la fuerza de la Palabra nos lleva mucho más lejos, la Palabra ilumina para romper cadenas, nunca para oscurecer ni destruir. Y esa es la gran diferencia entre Pedro y Herodes. Este último manda prender a Pedro, meterlo en la cárcel y rodearlo de soldados. Son imágenes de alguien que está atrapado por el miedo a perder; en realidad Herodes se encarceló a sí mismo.

La belleza y esencia de este texto nos lo muestra la realidad que envuelve a Pedro en la cárcel. Éste aparece atado con cadenas (las cadenas de la traición y la negación: “no le conozco”). La iglesia ora y lo acompaña desde el dolor de la persecución, pero con la firmeza de la fe, y la celda de Pedro se ilumina con la fuerza de la presencia, “date prisa levántate”, es la llamada a salir a la luz, ¡ven! La llamada a ser, esa llamada que todo ser humano hemos escuchado en nuestra propia esencia cuando fuimos creados. Y ocurre el milagro, “se le caen las cadenas de las manos”.

La escena es increíblemente bella: es invitado a ponerse el cinturón y las sandalias, a echarse el manto y a seguir al Ángel, todo un simbolismo de alianza que nos recuerda al Padre bueno que caminó con el pueblo infiel de Israel y le amó como se ama a un hijo desde las entrañas. Aquí Pedro queda redimido y revestido de Cristo, liberado de sí mismo, se le caen las cadenas del miedo. Y al final de la calle, lo dejó el Ángel, con la mochila de la vida preparada para dar razón de su fe con la propia vida.  

¿La misma mochila?

Pablo no andaba muy lejos de la realidad que envolvió la vida de Herodes y Pedro. Su mochila sólo contenía la letra muerta de la ley y por tanto el vacío y la muerte. El camino a Jerusalén lo ha recorrido muchas veces con cartas cobardes para encadenar y ejecutar a los cristianos, ahora lo recorre en sentido inverso, libre de las ataduras de la ley, pero encadenado por la ley del amor que le liberó hasta llevarle a perder la vida por amor. El juez justo le espera para conferirle la corona de la vida. Solo redime, libera y dignifica el amor. A Pablo y Pedro les embriagó el amor de Cristo y a nosotros, ¿quién nos ha embriagado?

Una mochila nueva

Los primeros versículos del capítulo 16 de san Mateo nos relatan la confusión de los discípulos cuando Jesús intenta avisarles del doble juego de los fariseos y saduceos y, como en tantas otras ocasiones, no le entienden. Se encamina con ellos a la región de Cesarea de Filipos, y les confronta con dos simples preguntas: ¿Quién dice la gente que soy yo y quien decís vosotros que soy yo?

Responder a la primera pregunta era fácil, sólo implicaba ponerse al corriente de los comentarios de pasillo, que son tan frecuentes cuando alguien no piensa como nosotros. Pero ¿y la segunda?, la segunda pregunta dejaba al descubierto algo mucho más profundo, ¿qué buscaban junto a él?

Pedro le responde: “Tú eres el Mesías”, una respuesta que no brota de un conocimiento razonado, sino de un enamorado conocimiento, esa fuerza del amor que descubre Jesús en el corazón del pobre Pedro, al que le confía su mismo cuerpo, la Iglesia. “Sobre tu pobreza, tu ignorancia y tu negación yo colocaré la obra de mi Padre, mi propio Cuerpo”.

La palabra clave que Jesús le confía es imprescindible para entrar en su camino de salvación, para ser liberados de nosotros mismos: “edificaré”. El cuerpo de Cristo se edifica sobre la herida de la cobardía, de la búsqueda de poder y de prestigio, todos sin excepción buscaron los primeros lugares y lucharon por conseguirlos; las mochilas de los discípulos están vacías de contenido, pero el perdón y la misericordia las llenó de audacia y compasión y nació la Iglesia como la esposa fiel que recorre el camino de la humanidad sanando y besando heridas.

¿Cómo andan nuestras mochilas? ¿Son las mochilas nuevas con las llaves del Reino para abrir los cerrojos heridos de la humanidad?

San Pedro y San Pablo

Mt 16, 13-19

Iglesia perseguida de los primeros tiempos. Apóstoles que reciben la Gloria del Martirio por anunciar el Evangelio. Gobernantes injustos y recelosos que creen que encerrando a los Discípulos van a detener el avance de la Palabra. Imagino a San Pedro en esa oscura prisión, en permanente actitud de oración, con mil preocupaciones por los hermanos que están fuera. Herodes dobla la guardia, multiplica rejas y cadenas pero ¿qué es eso para Dios? Una tras otra van cayendo las trabas y el Apóstol recupera su libertad para continuar con la labor que le encomendó el Maestro. No hay prisiones para la Fe.

Hoy día podemos caer en muchas cárceles: los placeres mundanos, el dinero, la avaricia, el egoísmo, la pereza… Ataduras que nos encierran en nosotros mismos y nos hacen (o lo intentan hacer) dar la espalda a Dios y al prójimo. Podemos tener la sensación de que esas ataduras son inquebrantables y dejarnos llevar por el desaliento. Pero Dios siempre está ahí, dispuesto a liberarnos como hizo con San Pedro. Debemos tener actitud orante, disposición de ánimo, y veremos como el Señor obra en nosotros. Tenemos que romper las cadenas que nos atan, abrir las puertas que nos encierran y dejar que el ángel de Dios nos lleve de la mano para continuar con la labor de dar a conocer la alegría de la Palabra.

He mantenido la Fe

San Pablo sabe que su final está cerca y se sincera con Timoteo. Puede sorprendernos su entereza de ánimo, aun sabiendo que le espera el martirio. Pero él nos da la clave: «He mantenido la Fe». A eso atribuye sus éxitos a la hora de anunciar la Palabra, incluso entre los gentiles. Siempre confió en el Señor, desde su conversión puso su vida en sus manos, y ahora nos explica como ese ha sido el secreto de su misión. Y se siente alegre, confiado ante su final porque sabe que está cumpliendo con la voluntad de Dios. Lo importante no es el cómo y el cuándo, lo verdaderamente importante es que… «me salvará y me llevará al Reino del Cielo» Por eso no vemos en él desesperanza, ni tan siquiera temor, sabe que alcanzará la corona dolorosa del martirio pero ni la rechaza ni la teme porque en ella se encuentra Dios.

Todos tenemos miedos, temores, cobardías pero si de verdad nuestra Fe fuera fuerte y sincera nuestra actitud ante la vida sería alegre, positiva y eso ayudaría a los demás. Debemos ser conscientes de que es nuestro deber, como seguidores de Cristo, iluminar a los demás, ser «la sal de la tierra» como lo es San Pablo en esta hermosa carta. «No tengáis miedo» nos gritó el Santo papa Juan Pablo II, y no debemos tenerlo porque Dios está en medio de nosotros.

Iglesia naciente, Iglesia en camino

Emocionante pasaje el que nos presenta San Mateo: nada más y nada menos que el nacimiento de la Iglesia, la institución de San Pedro como primer Papa. Cristo solo con los Doce, en la intimidad que da la amistad y la convivencia, con sencillez: «Tu eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia». Un pobre pescador, un hombre humilde pero con determinación. Os aseguro que me emociono cada vez que lo leo e intento imaginar la escena ¿Qué pasaría por la cabeza de San Pedro en esos momentos? Tendría dudas, preguntas, miedos… Pero no replica, cree en Jesús ciegamente y hace un instante acaba de decirle «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo» sin duda inspirado por el Espíritu Santo tal y como el mismo Cristo le dice. Es consciente de que la carga que acaba de recibir no es ligera pero está dispuesto. Y Jesús también nos dice que el poder del infierno no podrá con su Iglesia. Muchas veces creemos que el mal puede llegar a vencernos, pensemos en estas palabras, confiemos en Cristo y, como San Pedro, aceptemos aquello que Dios nos depare sin miedo, con alegría y responsabilidad.

Hoy celebramos la memoria de estos dos grandes Apóstoles, San Pedro y San Pablo son ejemplos que deben fortalecernos. Cada uno cumplió su misión y juntos ayudaron a levantar los pilares de la Iglesia. Ambos tienen en común el amor, la Fe ciega en Cristo, la entrega total a la Palabra. Pidámosles hoy que infundan en nosotros el valor apostólico para continuar la labor que ellos comenzaron.

San Pedro y San Pablo

Mt 16, 13-19

Hoy la liturgia nos presenta un texto con un profundo significado simbólico, más allá de que el contexto histórico nos deja clara la postura de un rey Herodes chaquetero, con la mochila del corazón vacía de contenido. Para Herodes el poder significaba su lucha diaria; de hecho, apresa a Pedro porque eso le confería prestigio: “al ver que esto agradaba a los judíos”…

El contexto de Herodes no es muy lejano del nuestro. Quedar bien nos deja expuestos a nuestros propios miedos. Por otro lado, tenemos a Pedro, el cobarde testigo de Cristo que le negó tres veces “por miedo a los judíos”. Dos imágenes idénticas de una misma realidad, el ser humano con la mochila de la vida cargada ¿de qué? ¡de nada! Porque donde se aloja, el poder, el prestigio, el miedo y la falta de fe, no queda nada.   

Pero la fuerza de la Palabra nos lleva mucho más lejos, la Palabra ilumina para romper cadenas, nunca para oscurecer ni destruir. Y esa es la gran diferencia entre Pedro y Herodes. Este último manda prender a Pedro, meterlo en la cárcel y rodearlo de soldados. Son imágenes de alguien que está atrapado por el miedo a perder; en realidad Herodes se encarceló a sí mismo.

La belleza y esencia de este texto nos lo muestra la realidad que envuelve a Pedro en la cárcel. Éste aparece atado con cadenas (las cadenas de la traición y la negación: “no le conozco”). La iglesia ora y lo acompaña desde el dolor de la persecución, pero con la firmeza de la fe, y la celda de Pedro se ilumina con la fuerza de la presencia, “date prisa levántate”, es la llamada a salir a la luz, ¡ven! La llamada a ser, esa llamada que todo ser humano hemos escuchado en nuestra propia esencia cuando fuimos creados. Y ocurre el milagro, “se le caen las cadenas de las manos”.

La escena es increíblemente bella: es invitado a ponerse el cinturón y las sandalias, a echarse el manto y a seguir al Ángel, todo un simbolismo de alianza que nos recuerda al Padre bueno que caminó con el pueblo infiel de Israel y le amó como se ama a un hijo desde las entrañas. Aquí Pedro queda redimido y revestido de Cristo, liberado de sí mismo, se le caen las cadenas del miedo. Y al final de la calle, lo dejó el Ángel, con la mochila de la vida preparada para dar razón de su fe con la propia vida.  

¿La misma mochila?

Pablo no andaba muy lejos de la realidad que envolvió la vida de Herodes y Pedro. Su mochila sólo contenía la letra muerta de la ley y por tanto el vacío y la muerte. El camino a Jerusalén lo ha recorrido muchas veces con cartas cobardes para encadenar y ejecutar a los cristianos, ahora lo recorre en sentido inverso, libre de las ataduras de la ley, pero encadenado por la ley del amor que le liberó hasta llevarle a perder la vida por amor. El juez justo le espera para conferirle la corona de la vida. Solo redime, libera y dignifica el amor. A Pablo y Pedro les embriagó el amor de Cristo y a nosotros, ¿quién nos ha embriagado?

Una mochila nueva

Los primeros versículos del capítulo 16 de san Mateo nos relatan la confusión de los discípulos cuando Jesús intenta avisarles del doble juego de los fariseos y saduceos y, como en tantas otras ocasiones, no le entienden. Se encamina con ellos a la región de Cesarea de Filipos, y les confronta con dos simples preguntas: ¿Quién dice la gente que soy yo y quien decís vosotros que soy yo?

Responder a la primera pregunta era fácil, sólo implicaba ponerse al corriente de los comentarios de pasillo, que son tan frecuentes cuando alguien no piensa como nosotros. Pero ¿y la segunda?, la segunda pregunta dejaba al descubierto algo mucho más profundo, ¿qué buscaban junto a él?

Pedro le responde: “Tú eres el Mesías”, una respuesta que no brota de un conocimiento razonado, sino de un enamorado conocimiento, esa fuerza del amor que descubre Jesús en el corazón del pobre Pedro, al que le confía su mismo cuerpo, la Iglesia. “Sobre tu pobreza, tu ignorancia y tu negación yo colocaré la obra de mi Padre, mi propio Cuerpo”.

La palabra clave que Jesús le confía es imprescindible para entrar en su camino de salvación, para ser liberados de nosotros mismos: “edificaré”. El cuerpo de Cristo se edifica sobre la herida de la cobardía, de la búsqueda de poder y de prestigio, todos sin excepción buscaron los primeros lugares y lucharon por conseguirlos; las mochilas de los discípulos están vacías de contenido, pero el perdón y la misericordia las llenó de audacia y compasión y nació la Iglesia como la esposa fiel que recorre el camino de la humanidad sanando y besando heridas.

¿Cómo andan nuestras mochilas? ¿Son las mochilas nuevas con las llaves del Reino para abrir los cerrojos heridos de la humanidad?

San Pedro y San Pablo

La liturgia de hoy nos ofrece tres palabras fundamentales para la vida del apóstol: confesión, persecución, oración.

La confesión es la de Pedro en el Evangelio, cuando el Señor pregunta, ya no de manera general, sino particular. Jesús, en efecto, pregunta primero: «¿Quién dice la gente que es el Hijo del Hombre?»  Y de esta «encuesta» se revela de distintas maneras que la gente considera a Jesús un profeta. Es entonces cuando el Maestro dirige a sus discípulos la pregunta realmente decisiva: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» A este punto, responde sólo Pedro: «Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo» Esta es la confesión: reconocer que Jesús es el Mesías esperado, el Dios vivo, el Señor de nuestra vida.

Jesús nos hace también hoy a nosotros esta pregunta esencial. Es la pregunta decisiva, ante la que no valen respuestas circunstanciales porque se trata de la vida: y la pregunta sobre la vida exige una respuesta de vida. Pues de poco sirve conocer los artículos de la fe si no se confiesa a Jesús como Señor de la propia vida. Él nos mira hoy a los ojos y nos pregunta: «¿Quién soy yo para ti?». Es como si dijera: «¿Soy yo todavía el Señor de tu vida, la orientación de tu corazón, la razón de tu esperanza, tu confianza inquebrantable?». 

Preguntémonos si somos cristianos de salón, de esos que comentan cómo van las cosas en la Iglesia y en el mundo, o si somos apóstoles en camino, que confiesan a Jesús con la vida porque lo llevan en el corazón. Quien confiesa a Jesús sabe que no ha de dar sólo opiniones, sino la vida; sabe que no puede creer con tibieza, sino que está llamado a «arder» por amor; sabe que en la vida no puede conformarse con «vivir al día» o acomodarse en el bienestar, sino que tiene que correr el riesgo de ir mar adentro, renovando cada día el don de sí mismo. Quien confiesa a Jesús se comporta como Pedro y Pablo: lo sigue hasta el final; no hasta un cierto punto sino hasta el final, y lo sigue en su camino, no en nuestros caminos. Su camino es el camino de la vida nueva, de la alegría y de la resurrección, el camino que pasa también por la cruz y la persecución.

Y esta es la segunda palabra, persecución. No fueron sólo Pedro y Pablo los que derramaron su sangre por Cristo, sino que desde los comienzos toda la comunidad fue perseguida, como nos lo ha recordado el libro de los Hechos de los Apóstoles. Incluso hoy en día, en varias partes del mundo, a veces en un clima de silencio —un silencio con frecuencia cómplice—, muchos cristianos son marginados, calumniados, discriminados, víctimas de una violencia incluso mortal, a menudo sin que los que podrían hacer que se respetaran sus sacrosantos derechos hagan nada para impedirlo.

Pablo siguió al Maestro ofreciendo también su propia vida. Sin la cruz no hay Cristo, pero sin la cruz no puede haber tampoco un cristiano. En efecto, «es propio de la virtud cristiana no sólo hacer el bien, sino también saber soportar los males» (Agustín, Disc. 46.13), como Jesús. Soportar el mal no es sólo tener paciencia y continuar con resignación; soportar es imitar a Jesús: es cargar el peso, cargarlo sobre los hombros por él y por los demás. Es aceptar la cruz, avanzando con confianza porque no estamos solos: el Señor crucificado y resucitado está con nosotros. Así, como Pablo, también nosotros podemos decir que estamos «atribulados en todo, mas no aplastados; apurados, mas no desesperados; perseguidos, pero no abandonados» (2 Co 4,8-9).

Soportar es saber vencer con Jesús, a la manera de Jesús, no a la manera del mundo. Por eso Pablo se considera un triunfador que está a punto de recibir la corona (cf. 2 Tm 4,8) y escribe: «He combatido el noble combate, he acabado la carrera, he conservado la fe» (v. 7). Su comportamiento en la noble batalla fue únicamente no vivir para sí mismo, sino para Jesús y para los demás. Vivió «corriendo», es decir, sin escatimar esfuerzos, más bien consumándose.

Por amor a Jesús experimentó las pruebas, las humillaciones y los sufrimientos, que no se deben nunca buscar, sino aceptarse. Y así, en el misterio del sufrimiento ofrecido por amor, en este misterio que muchos hermanos perseguidos, pobres y enfermos encarnan también hoy, brilla el poder salvador de la cruz de Jesús.

La tercera palabra es oración. La vida del apóstol, que brota de la confesión y desemboca en el ofrecimiento, transcurre cada día en la oración. La oración es el agua indispensable que alimenta la esperanza y hace crecer la confianza. La oración nos hace sentir amados y nos permite amar. Nos hace ir adelante en los momentos más oscuros, porque enciende la luz de Dios. En la Iglesia, la oración es la que nos sostiene a todos y nos ayuda a superar las pruebas. Nos lo recuerda la primera lectura: «Mientras Pedro estaba en la cárcel bien custodiado, la Iglesia oraba insistentemente a Dios por él» (Hch 12,5).

Una Iglesia que reza está protegida por el Señor y camina acompañada por él. Orar es encomendarle el camino, para que nos proteja. La oración es la fuerza que nos une y nos sostiene, es el remedio contra el aislamiento y la autosuficiencia que llevan a la muerte espiritual. Porque el Espíritu de vida no sopla si no se ora y sin oración no se abrirán las cárceles interiores que nos mantienen prisioneros.

Que los santos Apóstoles nos obtengan un corazón como el suyo, cansado y pacificado por la oración: cansado porque pide, toca e intercede, lleno de muchas personas y situaciones para encomendar; pero al mismo tiempo pacificado, porque el Espíritu trae consuelo y fortaleza cuando se ora. Qué urgente es que en la Iglesia haya maestros de oración, pero que sean ante todo hombres y mujeres de oración, que viven la oración.

San Pedro y San Pablo

La liturgia de hoy nos ofrece tres palabras fundamentales para la vida del apóstol: confesión, persecución, oración.

La confesión es la de Pedro en el Evangelio, cuando el Señor pregunta, ya no de manera general, sino particular. Jesús, en efecto, pregunta primero: «¿Quién dice la gente que es el Hijo del Hombre?»  Y de esta «encuesta» se revela de distintas maneras que la gente considera a Jesús un profeta. Es entonces cuando el Maestro dirige a sus discípulos la pregunta realmente decisiva: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» A este punto, responde sólo Pedro: «Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo» Esta es la confesión: reconocer que Jesús es el Mesías esperado, el Dios vivo, el Señor de nuestra vida.

Jesús nos hace también hoy a nosotros esta pregunta esencial. Es la pregunta decisiva, ante la que no valen respuestas circunstanciales porque se trata de la vida: y la pregunta sobre la vida exige una respuesta de vida. Pues de poco sirve conocer los artículos de la fe si no se confiesa a Jesús como Señor de la propia vida. Él nos mira hoy a los ojos y nos pregunta: «¿Quién soy yo para ti?». Es como si dijera: «¿Soy yo todavía el Señor de tu vida, la orientación de tu corazón, la razón de tu esperanza, tu confianza inquebrantable?».

Preguntémonos si somos cristianos de salón, de esos que comentan cómo van las cosas en la Iglesia y en el mundo, o si somos apóstoles en camino, que confiesan a Jesús con la vida porque lo llevan en el corazón. Quien confiesa a Jesús sabe que no ha de dar sólo opiniones, sino la vida; sabe que no puede creer con tibieza, sino que está llamado a «arder» por amor; sabe que en la vida no puede conformarse con «vivir al día» o acomodarse en el bienestar, sino que tiene que correr el riesgo de ir mar adentro, renovando cada día el don de sí mismo. Quien confiesa a Jesús se comporta como Pedro y Pablo: lo sigue hasta el final; no hasta un cierto punto sino hasta el final, y lo sigue en su camino, no en nuestros caminos. Su camino es el camino de la vida nueva, de la alegría y de la resurrección, el camino que pasa también por la cruz y la persecución.

Y esta es la segunda palabra, persecución. No fueron sólo Pedro y Pablo los que derramaron su sangre por Cristo, sino que desde los comienzos toda la comunidad fue perseguida, como nos lo ha recordado el libro de los Hechos de los Apóstoles. Incluso hoy en día, en varias partes del mundo, a veces en un clima de silencio —un silencio con frecuencia cómplice—, muchos cristianos son marginados, calumniados, discriminados, víctimas de una violencia incluso mortal, a menudo sin que los que podrían hacer que se respetaran sus sacrosantos derechos hagan nada para impedirlo.

Pablo siguió al Maestro ofreciendo también su propia vida. Sin la cruz no hay Cristo, pero sin la cruz no puede haber tampoco un cristiano. En efecto, «es propio de la virtud cristiana no sólo hacer el bien, sino también saber soportar los males» (Agustín, Disc. 46.13), como Jesús. Soportar el mal no es sólo tener paciencia y continuar con resignación; soportar es imitar a Jesús: es cargar el peso, cargarlo sobre los hombros por él y por los demás. Es aceptar la cruz, avanzando con confianza porque no estamos solos: el Señor crucificado y resucitado está con nosotros. Así, como Pablo, también nosotros podemos decir que estamos «atribulados en todo, mas no aplastados; apurados, mas no desesperados; perseguidos, pero no abandonados» (2 Co 4,8-9).

Soportar es saber vencer con Jesús, a la manera de Jesús, no a la manera del mundo. Por eso Pablo se considera un triunfador que está a punto de recibir la corona (cf. 2 Tm 4,8) y escribe: «He combatido el noble combate, he acabado la carrera, he conservado la fe» (v. 7). Su comportamiento en la noble batalla fue únicamente no vivir para sí mismo, sino para Jesús y para los demás. Vivió «corriendo», es decir, sin escatimar esfuerzos, más bien consumándose.

Por amor a Jesús experimentó las pruebas, las humillaciones y los sufrimientos, que no se deben nunca buscar, sino aceptarse. Y así, en el misterio del sufrimiento ofrecido por amor, en este misterio que muchos hermanos perseguidos, pobres y enfermos encarnan también hoy, brilla el poder salvador de la cruz de Jesús.

La tercera palabra es oración. La vida del apóstol, que brota de la confesión y desemboca en el ofrecimiento, transcurre cada día en la oración. La oración es el agua indispensable que alimenta la esperanza y hace crecer la confianza. La oración nos hace sentir amados y nos permite amar. Nos hace ir adelante en los momentos más oscuros, porque enciende la luz de Dios. En la Iglesia, la oración es la que nos sostiene a todos y nos ayuda a superar las pruebas. Nos lo recuerda la primera lectura: «Mientras Pedro estaba en la cárcel bien custodiado, la Iglesia oraba insistentemente a Dios por él» (Hch 12,5).

Una Iglesia que reza está protegida por el Señor y camina acompañada por él. Orar es encomendarle el camino, para que nos proteja. La oración es la fuerza que nos une y nos sostiene, es el remedio contra el aislamiento y la autosuficiencia que llevan a la muerte espiritual. Porque el Espíritu de vida no sopla si no se ora y sin oración no se abrirán las cárceles interiores que nos mantienen prisioneros.

Que los santos Apóstoles nos obtengan un corazón como el suyo, cansado y pacificado por la oración: cansado porque pide, toca e intercede, lleno de muchas personas y situaciones para encomendar; pero al mismo tiempo pacificado, porque el Espíritu trae consuelo y fortaleza cuando se ora. Qué urgente es que en la Iglesia haya maestros de oración, pero que sean ante todo hombres y mujeres de oración, que viven la oración.