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Ecles 17, 20-28
Si quisiéramos resumir en una sola palabra el tema de nuestra primera lectura, sería sin duda en la de la recomendación “conviértanse”.
Conversión es una palabra que tal vez veamos como algo lejano a nuestra realidad, porque al oírla pensamos inmediatamente en una conversión básica o radical de la que tal vez no tengamos necesidad. En tal caso se requeriría un cambiar absolutamente de dirección, como cuando vemos que vamos manejando en sentido contrario. Pero, aunque veamos que vamos en la dirección debida, es indispensable un continuo movimiento de la manejadera para rectificar el sentido y mantenerse en el camino. La palabra “vuelve” se repitió 4 veces en esta pequeña lectura. Sí, nuestro origen es Dios, Él es nuestra finalidad absoluta.
Hay que tener en cuenta que a inicios del siglo II antes de Cristo, cuando escribe el autor del Eclesiástico, la creencia en una vida futura aún no era clara y sólo se manifestará hasta la época de los Macabeos; por esto se destaca el argumento para la pronta conversión: “El muerto ya no alaba al Señor, pues ya no existe”. No hay proporción entre nuestra miseria, por grande que sea, y la infinita misericordia de Dios.
Mc 10, 17-27
Cuando Jesús fija la mirada en aquel joven, para nosotros hoy desconocido, mira a cada uno de los que ha llamado por el bautismo a la vida de cristianos. No mira tan sólo a los que llama a su pleno seguimiento. Llama más bien a todos aquellos que intuyen que la vida es más que diversión y pérdida de tiempo en naderías. Y es que quien entra dentro de su alma, descubre un vacío por llenar, un corazón por enardecer de amor, un ansia, un no sé qué de eterno, como ese joven, y que no estará tranquilos sino hasta llenarlo de lo único eterno: el amor de Jesucristo.
Mirando bien esta escena contemplamos que Cristo nos ve a cada uno de nosotros. Porque cada uno de los que nos decimos cristianos tenemos de una u otra forma apegado el corazón a las cosas de la tierra y nos damos cuenta que ellas no llenan nuestra alma. Añoramos a Dios. Y por eso lo buscamos hasta donde pueda estar esperándonos. Este joven lo encontró en el desierto. Y no tuvo miedo de preguntarle qué tenía que hacer. Para eso iba, para conocer el secreto de su felicidad plena. ¡Lástima que fue poco generoso! Su amor a las cosas le impidió dejar volar su alma donde lo único necesario. Y es que cuando Cristo nos pide dejarlo todo, nos pide todo; cuando nos lo pide todo, no nos deja sin nada. ¡Nos da todo porque se da a Sí Mismo Él todo!
Cristo le siguió con la mirada. Lo vio triste marcharse con su corazón roto por el egoísmo. Los ricos, los que apegamos el corazón a las cosas, tengamos mucho o tengamos nada, tengamos palacios o tengamos harapos, en fin, tengamos algo a lo que no queramos desapegarnos, no podremos hallar jamás descanso, no podremos porque optamos por las pobre creaturas y rechazamos al Creador de las creaturas. En cambio los que han conocido a Cristo de veras Dios, les da la fuerza para dejarlo todo y seguirlo incondicionalmente. ¿Conocemos que somos los más miserables si no le tenemos a Él, la fuente de nuestra verdadera riqueza?