
Hech 6, 1-7
Ayer en el evangelio veíamos a Jesús alimentando de forma milagrosa a cinco mil personas. Fue un milagro inspirado por la compasión, no distinta de la preocupación de los apóstoles, mencionada en la primera lectura, pero más profunda. Fue un signo del poder que tenía Jesús sobre los elementos materiales, el pan en particular. Es el mismo poder que Jesús actúa en la Eucaristía. En el evangelio de hoy vemos que Jesús realiza otro signo: camina sobre las aguas.
En el Antiguo Testamento el poder sobre el agua se consideraba como un signo de la divinidad. Basta recordar el poder de Dios, que dividió el mar Rojo para que pasaran los israelitas. Jesús «conquistó» las aguas, no solamente al caminar sobre las olas, sino también al apaciguar la tormenta. Aquel milagro fue un escalón en la revelación gradual de su verdadera condición de Hijo de Dios. Fue un signo del poder que Jesús tiene, como Dios, sobre su propio cuerpo.
Multiplicar los panes y caminar sobre las aguas, juntos, forman un solo signo relacionado con la Eucaristía. Muestran que Jesús tiene poder para multiplicar la presencia de su cuerpo bajo la apariencia del pan. Jesús se interesa por nuestro bienestar físico, pero le preocupa más profundamente nuestro bienestar espiritual. Los dos acontecimientos que nos relata el evangelio de Juan son invitaciones a tener fe en la Eucaristía, a creer que Jesús tiene poder para alimentarnos con su cuerpo y que nos ama tanto que anhela darnos el regalo de sí mismo de la manera más extraordinaria.
Jn 6, 16-21
La tarde va cayendo y la noche sea adueña de nuestras vidas, de las vidas de los apóstoles en los que la decepción, la oscuridad, la incertidumbre, el miedo, han hecho mella.
Bajan al lago, cogen una barca y entran mar adentro. Dejando a Jesús atrás.
Un fuerte viento se levanta y la navegación se hace más peligrosa, el miedo crece. Los apóstoles están desanimados, desolados.
Pero pasados unos cinco kilómetros, Jesús sale a su encuentro, va caminando por las aguas, y al verlo los discípulos vuelven a sentir miedo, hasta que lo reconocen.
Le acogen en su barca y vuelve a ellos la tranquilidad, desaparece el miedo, ya no se sienten ni solos ni desilusionados, sino felices de volver a tener al Señor con ellos. Quizá sí pudieron sentir un poco de vergüenza y tristeza ante su desconfianza, su falta de fe. Pero Jesús no les abandona, Él es el Buen Pastor que acude en busca de su rebaño, no lo deja que se vaya a la deriva, lo coge de su mano y les fortalece para seguir navegando por las aguas y llegar a la orilla.
Hoy día quizá también estamos como los apóstoles, nos adentramos en la oscuridad llenos de desesperanza, nuestra fe se ha vuelto débil, desconfiamos, ¿nos sentimos acaso abandonados por Jesús?, o por el contrario, ¿acaso no somos nosotros los que huimos, al no ver lo que queremos ver en Él? Entramos en crisis y queremos abandonar y es en esos momentos en los que debemos luchar por salir a la Luz, seguir remando sin abandonar, sabiendo que Él llegara en cualquier momento a salvarnos, se acerca y nos dice : soy yo no tengáis miedo. Palabras de las que debemos fiarnos. Él no viene a echarnos una fuerte reprimenda por nuestras huidas, por nuestra falta de fe, todo lo contrario viene a darnos su amor incondicional y a salvarnos.
Somos elegidos al igual que los apóstoles para continuar su obra, para seguir construyendo el Reino de Dios, para llevar el Evangelio por todo el mundo.
Debemos enfrentarnos a nuestros miedos, vencer nuestras inseguridades, afianzar nuestra fe. Jesús sale siempre a nuestro encuentro, camina junto a nosotros, porque Él es nuestra fuerza, nuestra confianza, nuestro mayor alimento, la Luz que nos guía. Nunca dejará que nos perdamos en la oscuridad de la noche, que nuestra barca se hunda, la barca de nuestra iglesia.
Él es el Camino que nos lleva a la Verdad, para que su Vida brille en el mundo apagando toda oscuridad.