Martes de la III Semana de Pascua

Hech 7, 51—8, 1

Duras, pero ciertas las palabras de San Esteban dirigidas a todos nosotros: «Hombres de cabeza dura, cerrados de corazón y de oídos. Ustedes resisten siempre al Espíritu Santo». Y es que la verdad, pensemos ¿cuántas veces hemos tenido la oportunidad de crecer más en el amor de Jesús, de asistir a un retiro? ¿Cuántas veces por pereza o por darle prioridad a otras actividades hemos faltado a misa? ¿Cuántas veces, pudiendo hacer la caridad, un favor, un servicio no lo hemos hecho? ¿Cuántas veces hemos preferido ver la Televisión en lugar de atender a nuestros hijos, hermanos, o a nuestros padres? ¿O cuantas veces hemos dejado la oración por alguna otra actividad?

En esta Pascua Jesús nos ofrece de nuevo la posibilidad de abrirle totalmente nuestro corazón y dejar que sea el Espíritu Santo quien dirija nuestra vida; nos hace de nuevo la invitación para que tomemos el evangelio como norma de nuestro diario obrar y para que hagamos de la caridad un estilo de vida.

Jn 6, 30-35

Nosotros tenemos hambre y sed. Es Cristo el que llena nuestras aspiraciones de verdad. Sólo en Cristo podremos saciar esa nuestra hambre y nuestra sed.

Jesús se quedó como alimento en el Pan de la Eucaristía, para que el mundo no sufra más hambre. Los judíos rechazaban que Jesús fuese el pan bajado del cielo. No podían ni querían aceptar en aquel hombre pobre y sencillo, al enviado del Padre, del que había recibido el poder de dar la vida eterna. Eran incapaces de ver en Jesús, al Hijo de Dios. ¿Por qué? Porque no querían escuchar al Padre, cuyo designio era “que todo hombre que ve al Hijo y cree en Él, tenga la vida definitiva, y pueda ser resucitado en el último día”.

Nadie puede creer en Jesús, si el Padre no lo empuja hacia Él, sin la gracia del Espíritu Santo. La clara voluntad del padre es darnos la vida y la resurrección, la salvación definitiva por medio de nuestra adhesión a Cristo. Si creemos de verdad en Él, ya tenemos desde ahora la vida eterna. Nuestra respuesta debe ser abrirnos al Espíritu Santo, para que nos enseñe a ser dóciles al Padre, que nos quiere dar la vida por Jesús.

Por eso, al creer, en Jesús y adherirnos a Él, tenemos ya desde ahora la vida eterna. Nos han enseñado a esperar la vida eterna después de la muerte. Y por cierto que será entonces cuando podamos alcanzarla en plenitud. Cuando el Señor nos resucite. Pero lo fe en Cristo, nos permite tener aquí también la vida verdadera. No podemos llegar al Padre, sino por Cristo. Es Jesús quien nos hace visible al Padre. Él nos da a conocer el designio amoroso del Padre nos dice que nada de lo que el Padre le ha confiado puede perderse. Jesús nunca nos rechaza.

Por eso hoy, vamos a darle gracias a Jesús, por ser el pan de Vida que nos alimenta en cada Eucaristía para fortalecernos en nuestro camino hacia el Padre, y vamos a decirle a nuestro Padre, que regale el don de la fe, de una fe incondicional en Cristo, que murió y resucitó para conseguir la Vida Verdadera a cada uno de nosotros.