MARTES SANTO
Is 49, 1-6; Jn 13, 21-23
En el evangelio hay dos hombres que se parecen y que sin embargo, son totalmente diferentes: Simón Pedro y Judas Iscariote. Se parecen en que los dos le fallaron a Jesús: Pedro al negarlo y Judas al traicionarlo. Son totalmente diferentes en su reacción ante Jesús después de haberle fallado. Pedro se arrepintió y Judas se desesperó.
El caracter de Pedro era tan humano, que cualquiera de nosotros podría sentirse muy cercano a él. Era resuelto, y sin embargo, débil; era sincero, y sin embargo, titubeante; era adicto, y sin embargo, a veces desleal. Por encima de todo, llegó a conocer a Jesús tan bien, que se arrepintió inmediatamente y tuvo plena confianza en el perdón.
Nosotros tenemos esperanza y oramos para no terminar como Judas, sino como Pedro, a quien nos parecemos más. Somo resueltos para tomar decisiones de hacer grandes cosas en favor de Cristo, pero, con frecuencia, somos remisos en llevar a cabo esos buenos propósitos. Somos sinceros en nuestro celo por Cristo, pero, con frecuencia, fallamos por nuestra debilidad humana. Somos verdaderamente adictos a Cristo, pero algunas veces vivimos como si no lo conociéramos, ni sus enseñanzas.
Si nos parecemos a Pedro en sus fallas, tamibién debemos hacer el intento de ser como él en sus puntos de apoyo. Pedro llegó a conocer muy bien a Jesús. Porque conoció bien a Jesús y fue testigo de su amor a los pecadores, Pedro tenía confianza en el perdón del Señor. Pero, ¿qué decir de Judas? No es conveniente parecernos a él. Judas tuvo las mismas oportunidades que Pedro para conocer a Jesús. Había escuchado sus enseñanzas y había visto su ejemplo. Jesucristo le ofreció su amor. Pero desperdició las oportunidades de conocer a Cristo y no respondió al ofrecimiento que Jesús le hacía de su amor.
En el curso de esa Semana Santo se nos brinda una valiosa oportunidad de conocer a Jesucristo, meditando en los acontecimientos de su pasión y de su muerte. El sufrió todo lo imaginable por amor a nosotros. Hoy podemos rogarle que nos conceda la gracia de responder a su amor, como lo hizo Pedro.
MIÉRCOLES SANTO
Is 50, 4-9; Mt 26, 14-25
Cuando miramos un crucifijo nos cuesta trabajo creer que Jesús está ahí porque Él quiso. Tal parece que fue dominado por sus enemigos y obligado a morir en la cruz. Pero no fue así. En cierta ocasión, los fariseos trataron de apedrear a Jesús para matarlo, pero Él se les escapó fácilmente. En otra ocasión, los habitantes de su ciudad natal lo condujeron hasta el borde de un precipicio con la intención de despeñarlo; pero El dio medio vuelta y se fue, sin que uno solo fuera capaz de poner la mano sobre El. Hubo varios incidentes en los que los enemigos de Jesús trataron de aprehenderlo para matarlo, pero éstos fueron impotentes para lograrlo porque, como el mismo Señor lo dijo, su «hora no había llegado todavía». Aquella «hora» era el tiempo establecido de antemano por su Padre.
En el evangelio de hoy Jesús indica que El conocía el tiempo establecido por su Padre para su muerte sacrificial; Él dice: «Mi hora está ya cerca». También mostró que conocía previamente el momento de su muerte, al predecir que uno de los Doce lo iba a traicionar. Pero Jesús no sólo conocía el momento de su muerte ya próxima; más importante que eso, El aceptaba voluntariamente esa muerte, por obediencia amorosa a su Padre, al fin de que se cumpliera las Escrituras.
Al concluir la presentación que hizo de sí mismo como el buen pastor, nuestro Señor dijo: «El Padre me ama porque doy mi vida para volverla a tomar. Nadie me la quita; yo la doy porque quiero» (Jn 10, 17). En la Última Cena, dijo: «Nadie tiene amor más grande a sus amigos que aquel que da la vida por ellos» (Jn 15, 13). Esas palabras indican claramente los motivos por los que Jesús murió.
El Viernes Santo, o en cualquier otro momento en que veamos un crucifijo, hemos de darnos cuenta de que Jesús murió en la cruz porque Él quiso. Su muerte en la cruz fue la expresión perfecta de su amor libre y personal a su Padre y a nosotros.