Viernes de la II Semana de Adviento

Is 48, 17-19

Una importante obligación de los papás es enseñarles a sus hijos a hablar.  En ese largo y laborioso proceso, hay una palabra que todos los niños parecen aprender por sí mismos, una palabra que nadie tiene que enseñarles.  Y esta palabra es “No”.  Hay muchas cosas ante las cuales la mayoría de los niños dicen que no: no comer lo que deben comer, irse a la cama a la hora que conviene.  Para los papás sería más fácil dejar que el niño hiciera todo lo que quiere hacer, y así se ahorrarían lágrimas y rabietas.  ¡Todos tranquilos!  Pero la permisividad completa no es una señal de amor.  Los papás que no se ocupan ni se esfuerzan en guiar a sus hijos, han abandonado su deber y no son dignos de tener hijos bajo su cuidado.  No puede esperarse que los niños sepan lo que es bueno para ellos.  Los papás tienen el derecho y la obligación de disciplinar a sus hijos, porque son más sabios y más experimentados.

Dios es infinitamente sabio y su experiencia es eterna.  Su amor no tiene límite.  Por eso, con todo derecho nos dice: “Yo soy el Señor, tu Dios, el que te instruye en lo que es provechoso, el que te guía por el camino que debes seguir”.  Por más años que tengamos, ante Dios somos unos niños. Si su guía, estaríamos en peores condiciones que un pequeño que trata de crecer sin papás.  Pasar por alto los mandamientos del Señor es hacer pedazos nuestra vida.  Esta fue precisamente la amarga lección que los israelitas tuvieron que aprender, porque su destierro y cautividad fue el resultado de su desobediencia.

Demos gracias al Señor porque nos ama tanto que se ocupa y se esfuerza para guiarnos a través de la vida por  medio de sus mandamientos.  El peor error que podemos cometer es decirle “No” a Dios.

Mt 11, 16-19

El Evangelio de Mateo nos sitúa ante las personas que nunca están contentas con nada. Todo les parece insuficiente, detestable, ni son capaces de reír con los que están alegres, ni son capaces de llorar con los que sufren: Hemos tocado la flauta y no habéis bailado, hemos cantado lamentaciones, y no habéis llorado.

Así es la dureza del corazón cuando se vuelve insensible, nada les conmueve a las personas ingratas. Son incapaces de la empatía, incapaces de aceptar los cambios que regeneran la vida, incapaces de dejarse moldear por la ternura que la infancia puede hacernos despertar.

Es la comparación que Jesús hace en el Evangelio con respecto a la generación de su tiempo, que no escuchó a Juan el Bautista, ni su mensaje de conversión, ante el cual todos pensaban que tenía un demonio. Y tampoco escucharon a Jesús, que invitaba a la alegría, al compartir, su mensaje era de amor y reconciliación, compartía su intimidad con Dios y sus hermanos los hombres. Tampoco fue suficiente para ablandar los corazones de los hombres de su pueblo. Era un comilón y un borracho.

Ni reír, ni llorar son los hechos frente a la promesa y sabiduría de Dios.

La insatisfacción generalizada y la ingratitud muestran una generación con un corazón de piedra. El reír y el llorar muestran al hombre sabio, abierto a la Palabra de Dios y al sentido de felicidad que ofrece, abierto al compartir la vida que conmueve mi interior porque la fe me permite una cercanía a los sufrimientos y a las alegrías de los hermanos. La fe no puede hacernos insensibles a nuestra realidad.

Los hechos dan la razón a la sabiduría de Dios

Jueves de la II Semana de Adviento

Is 41, 13-20

El período de la cautividad en Babilonia fue muy difícil para los judíos.  Sus condiciones de vida aparentemente eran tan malas como en su anterior cautividad en Egipto, pero el judío devoto echaba de menos el culto del templo de Jerusalén y en aquella tierra extraña se sentía abandonado de Dios.  Era como un niño que, mientras jugaba con sus amigos, se alejó demasiado de su casa.  Cuando empieza a oscurecer, el niño se da cuenta de que está perdido y en medio de todos sus temores y angustias, lo único que quiere es volver a su hogar.  De repente, levanta los ojos y ve que su padre se acerca.  Corre hacia él y lo abraza, y entonces entre risas y bromas, se vuelve a su casa, apretando la mano del papá.

El Señor, Padre de su pueblo, le había dicho en el destierro: “Yo, el Señor, te tengo asido por la diestra y Yo mismo soy el que te ayuda.  No temas”.  Pues exactamente lo mismo nos está diciendo hoy el Señor.  No vivamos en esta vida como en una ciudad permanente, sino que estamos buscando nuestra ciudad futura.

En esta vida vivimos lejos del Señor.  Por eso, no debemos extrañarnos de que el mundo nos parezca frecuentemente oscuro y de que sintamos la sensación de andar perdidos y de estar absolutamente solos.  El mundo es bueno y las personas son buenas, pero Dios es nuestro Padre, y nuestro hogar es el cielo.  Todos nuestros esfuerzos en busca de la felicidad consisten, en último término, en una búsqueda de Dios.

El Señor quiere conducirnos hasta nuestro hogar.  Durante todos los días negros y solitarios de la vida necesitamos pedir la fe: una fe que se abra nuestros oídos para escuchar las consoladoras palabras del Padre: “Yo, el Señor te tengo asido por la diestra y yo mismo soy el que te ayuda.  No temas!

Mt 11, 11-15

San Juan Bautista, preparaba el camino a Jesús sin tomar nada para sí mismo. Él era un hombre importante, la gente lo buscaba, lo seguía porque las palabras de Juan eran fuertes.

Sus palabras, llegaban al corazón. Y allí tuvo tal vez la tentación de creer que era importante, pero no cayó. Cuando, de hecho, se acercaron los doctores para preguntarle si él era el Mesías, Juan respondió: «Son voces: solamente voces», yo sólo he venido a preparar el camino del Señor.

Aquí está la primera vocación de Juan el Bautista, Preparar al pueblo, preparar los corazones de la gente para el encuentro con el Señor. Pero, ¿quién es el Señor?

Y esta es la segunda vocación de Juan: discernir, entre tanta gente buena, quien era el Señor. Y el Espíritu Santo le reveló esto y él tuvo el valor de decir: «Es éste. Éste es el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo».

Los discípulos miraron a este hombre que pasaba y lo dejaron que se marchara. Al día siguiente, sucedió lo mismo: «Es aquel Él es más digno de mí»… Y los discípulos fueron detrás de Él.

En la preparación, Juan decía: «Detrás de mí viene uno… «Pero en el discernimiento, que sabe discernir e indicar al Señor, dice: «Delante de mí… está Éste».

La tercera vocación de Juan, es disminuir. Desde aquel momento, su vida comenzó a abajarse, a disminuirse para que creciera el Señor, hasta eliminarse a sí mismo. Él debe crecer, yo, en cambio, disminuir, detrás de mí, delante mío, lejos de mí.

Tres vocaciones en un hombre: preparar, discernir, y dejar crecer al Señor disminuyéndose a sí mismo. También es hermoso pensar la vocación cristiana así. Un cristiano no se anuncia a sí mismo, anuncia a otro, prepara el camino para otro: al Señor.

Un cristiano debe aprender a discernir, debe saber discernir la verdad de lo que parece verdad y no lo es: un hombre de discernimiento. Y un cristiano debe ser también un hombre que sabe cómo abajarse para que el Señor crezca, en el corazón y en el alma de los demás.

Miércoles de la II Semana de Adviento

Is 40, 25-31

No es fácil creer en las promesas de los profetas o mantener firme la confianza en la Providencia, cuando los sufrimientos parecen no tener fin.  Por eso, el profeta Isáias, después de la introducción con que comienza el capítulo 40, siente la necesidad de apuntalar la confianza de los judíos desterrados, recordando los atributos incomparables del Dios de Israel: santo, eterno, omnipotente, sapientísimo… Siendo Creador y Soberano de todo el universo, Dios se preocupa en forma especial de los seres humanos, sobre todo de aquellos que tropiezan y caen. Por eso ellos también, sin ponen en Dios su confianza, recuperarán las fuerzas y podrán seguir el camino con entusiasmo.

Mt 11, 28-30

En la sociedad agrícola de la época de Jesús, la terminología propia de la gente del campo tiene su importancia. El “yugo” es el instrumento de madera con el cual se sujetan el par de bueyes o mulas para tirar del arado o del carro. Jesús lo usa como una imagen que evoca la vida misma del hombre con sus afanes y responsabilidades. Porque todo hombre debe soportar una “carga” más o menos pesada y nadie está exento de ella. Por eso, bien visto, el “yugo” que Jesucristo nos ofrece tiene sus ventajas. Quizás no siempre sabemos apreciarlas: pero, ¿por qué no lo buscamos más a menudo?

Con Jesucristo las cargas y responsabilidades de la vida se hacen livianas, o sea, “light”. Vivimos en una sociedad en donde hasta los dulces de Navidad se venden con la etiqueta de “light”. Dicen que lo ligero es mejor, quizás más sano, aunque no siempre. En el caso de nuestra vida cristiana, seríamos un poco necios si no prestáramos atención a esta invitación. Jesús quiere hacernos “liviana” nuestra carga. Y una vez más, si tenemos oídos no podemos dejar de atender: “Vengan a mí… yo les daré descanso (…) porque mi yugo es suave y mi carga ligera”. No podemos con las cargas de la vida sin Jesucristo, y de esto nos debemos convencer.

“Si conocieras el don de Dios, (…) tú le habrías pedido a Él…”  Algo así, nos podría decir Jesucristo a cada uno cuando conociéndole no acudimos a Él. Porque todos experimentamos el cansancio en la lucha. Todos necesitamos la comprensión y el consuelo de los demás, en la familia, con mi esposo o esposa, con mis hijos y demás familiares y amigos.

Pero aún más necesitamos a Dios, sobre todo cuando nos falta lo anterior. Su acción (si lo dejamos), es tan fuerte, que actúa de bálsamo, de calmante, de medicina, que al mismo tiempo sana y vigoriza. Su presencia relativiza los problemas de cada día que nos pueden quitar la paz. Los coloca en su justo lugar para mirar al futuro con optimismo y esperanza. Sólo Él nos llena de la tranquilidad interior. ¿Acaso no estamos necesitados más que nunca hoy de esa serenidad?

Martes de la II Semana de Adviento

Is 40, 1-11

Hoy hemos escuchado el comienzo del llamado “libro de la Consolación”.  El pueblo está desterrado en Babilonia, sin patria, sin casa, sin arraigo.  En medio de estas tinieblas brilla una luz de esperanza.  Dios anuncia por medio del profeta un nuevo éxodo más maravilloso aún que el primero.  Se trata de la repatriación que tuvo lugar en el año 538 antes de Cristo, por decreto del rey de Persia, Ciro.

El Señor mismo, pastor de su pueblo, va por delante, cuidando amorosamente de su rebaño.  Pero el camino hay que prepararlo, construirlo, aplanarlo.

Mt 18, 12-14

Hoy día, es difícil ver rebaños y pastores, pero ello no quita un ápice a la actualidad de la cuestión de fondo que aborda Jesús, aunque su ejemplo vaya dirigido especialmente a las gentes de entonces. Aunque no es fácil hacernos una idea de lo que supondría para un pastor perder a una de sus ovejas, podríamos hacer un esfuerzo y teniendo en cuenta, sobre todo, que hablamos del “buen” pastor. Y buen pastor es aquel que defiende a las suyas de los peligros, que las cuida y se sacrifica por ellas. Todos podemos ponernos en “la piel” de quien sale al encuentro de un necesitado, de quien no se queda indiferente ante la desgracia ajena…“Que la vida no me sea indiferente”… es parte del estribillo de una canción. En el fondo se trata de la denuncia de una actitud común entre quienes hacemos de nuestro ambiente social algo así como un compartimento estanco, en donde el interés real y la solidaridad por los demás queda ahogado por el anonimato.

Vivimos rodeados de gente y, al mismo tiempo, somos unos extraños para la inmensa mayoría. Jamás en la historia ha habido aglomeraciones humanas como hoy en día, y sin embargo, en ningún tiempo como hoy se sufre tanta soledad y abandono. Los que padecen más duramente son los más indefensos: los niños y los ancianos. Los cristianos, si lo somos de verdad, no podemos permanecer indiferentes ante estos problemas.

Jesús nos pide salir hoy al encuentro del que sufre, del que está solo o enfermo, de quien no encuentra a Dios o ha perdido la esperanza de vivir. Se requiere generosidad, sí. Se requiere sacrificio, pero más que todo ello, se requiere tener un corazón grande, de buen pastor. Todo cristiano vive unido a los demás. No se puede aislar del resto.

Los males de uno, son también los míos. Somos un cuerpo vivo y por ello todo lo que ocurre me afecta a mí como una parte de él. ¡Qué difícil, pero qué hermoso sería dejar por un momento lo propio, los intereses personales, para ir al encuentro, en búsqueda del hermano, en nombre de Dios! ¿Aceptaremos el reto?

Lunes de la II Semana de Adviento

Is 35, 1-10

Los profetas a veces llegaban casi a la desesperación por las repetidas infidelidades del pueblo con su Dios y las consecuencias de esas infidelidades, que eran la guerra y la destrucción.  Y sin embargo, siempre deberíamos recordar su optimismo, puesto que ellos constantemente “esperaban un cambio de suerte”.  Ese cambio tendría lugar en “el día del Señor” cuando todos lo errores se corregirían.

La lectura de hoy es típica.  Se escribió durante un negro período de la historia del pueblo de Dios, cuando fue castigado con el destierro, lejos de la patria y de su querido templo de Jerusalén.  Los profetas proclamaron un mensaje de esperanza y aliento para el pueblo: la promesa de que el Señor vendría.

“El día del Señor”  llegó con la venida de Jesucristo.  Pero este “día” no consistió en 24 horas, ni tampoco en 33 años, pues Jesús sigue viniendo al mundo.  Él sigue trabajando aun ahora para corregir los errores del mundo, por medio de aquellas personas que lo dejan entrar en su vida.

No sabemos qué tanto vaya a durar este día.  No sabemos si el día está amaneciendo o si ya se ha acercado al mediodía.  Lo único cierto es que la desesperación no es parte de la perspectiva cristiana.  “Algo tiene que cambiar” y esto será en la venida final de Cristo, cuando “el día del Señor”  llegue a su final.

Lc 5, 17-26

El tiempo de Adviento es un tiempo en que debemos de retomar fuerzas para el camino, pues aunque ya disfrutamos de la vida del reino, nos hacemos conscientes que esta aún no ha llegado a la realización definitiva… pero puede ser también tiempo para levantarnos de nuestra parálisis espiritual, o incluso de ser, como en el pasaje que acabamos de leer los «instrumentos» por los cuales otros hermanos «paralizados» espiritualmente pueden reiniciar su camino y su crecimiento espiritual.

La manera ordinaria en que se sale de esta parálisis es a través del sacramento de la Reconciliación. Es en este sacramente en donde se fortalecen nuestras rodillas vacilantes y desde donde podemos reiniciar nuestro crecimiento en la gracia y el amor de Dios.

Aprovecha pues este tiempo de Adviento, no solo para participar tú mismo de este sacramento de amor, sino para invitar, sobre todo a los miembros de tu familia, a participar del sacramento y así celebrar con gozo la fiesta de la Navidad.

Sábado de la I Semana de Adviento

Is 30, 19-21. 23-26

Estamos ya terminando la primera semana de Adviento.  Cada día las lecturas bíblicas nos van dando aspectos distintos del atractivo y de las condiciones de nuestro caminar hacia el Señor que viene.

Nuestro guía primero, el profeta Isaías, con imágenes llenas de relieve y belleza, nos va alentando al mostrarnos el panorama de la salvación.

Hoy, con una imagen doble, contrapone «el pan de las adversidades y el agua de la congoja»,  al nuevo pan y a la nueva agua de la abundancia y la felicidad.  Hasta en los montes altos y en  las colinas manará el agua, el «pan será abundante y sustancioso».  El Señor se hará patente, «tus ojos lo verán».

La imagen de la luz que da la vida no falta.  La luna irradiará como el sol, el sol como siete días en uno: relacionemos estas imágenes con su cumplimiento en Cristo y con el cumplimiento definitivo que esperamos.

 Mt 9, 35–10, 1. 6-8

El Señor se hace patente, su misericordia salvífica se manifiesta.  Cristo va predicando la Buena Nueva y manifestando su salvación en las maravillas que va operando.  A las multitudes «extenuadas y desamparadas como ovejas sin pastor» corresponde la compasión del Buen Pastor.

Pero Jesús confía la extensión y la secuencia de su obra salvífica a los suyos.  Los discípulos, y no sólo los contemporáneos, sino todos los que seguirán son enviados a continuar la obra: «Vayan en busca de las ovejas perdidas…»

Se capta la angustia del Señor, que debe ser la nuestra, ante lo grande del trabajo y la pequeñez numérica de los operarios.  «Rueguen al dueño de la mies que envíe trabajadores».  ¿Nos sentimos implicados en este envío, nos sentimos corresponsables en esta misión?

Viernes de la I Semana de Adviento

Is 29, 17-24

Si tuviéramos que ser privados de una de nuestras facultades humanas, me imagino que lo último que querríamos perder sería la vista.  La perspectiva de no ver ya nunca a las personas que amamos, la belleza de un día de primavera, las películas de la televisión…, es realmente aterradora.  Cerrando los ojos, quizá podemos imaginar lo que significa estar totalmente ciego…, pero ya sabemos que nos basta abrir nuevamente los ojos para ver.

Por eso, las Sagradas Escrituras presentan con frecuencia el pecado como una ceguera, y la redención como el hecho de ver.  En este contexto, escribe Isaías: “Los ojos de los ciegos verán sin tinieblas ni oscuridad”.  Gracias a la venida de Jesús vivimos en la época de la redención.  En el bautismo se nos abrieron los ojos para que pudiéramos ver al Señor, por medio de la fe.  Pero, ¿mantenemos abiertos los ojos?

Dios está presente ante nuestros ojos para que lo veamos, especialmente en las personas.  La alegría del Señor está en la sonrisa de un pequeñito; su aceptación de nosotros, en el cariño de un niño; su entusiasmo, en la energía de un adolescente; su fuerza, en el vigor de un atleta; su belleza, en la hermosura de una joven; su preocupación, en los cuidados de los padres; su sabiduría, en la prudencia de los ancianos.  Toda persona humana tiene dentro de sí algo de la bondad de Dios.  ¡Qué vergüenza sería cerrar nuestros ojos a la presencia de Dios, vivir en la oscuridad y en las tinieblas, cuando lo único que tenemos que hacer es abrir los ojos de la fe para verlo!

Mt 9, 27-31

En estos días solemos hacer insinuaciones sobre los regalos que nos gustaría recibir en Navidad.  Los dos ciegos de que nos habla en Evangelio no vivían la Navidad, pero dijeron claramente lo que querían.  no se contentaron con hacer insinuaciones.  Siguieron a Jesús, gritando y suplicándole que tuviera compasión de ellos y que les diera la vista.  Jesús correspondió a sus deseos, en respuesta a su fe.

Nos podemos considerar afortunados si no tenemos necesidades tan grandes como las de los ciegos.  Pero nosotros tenemos necesidades y queremos suponer que también tenemos fe.  Imagínense que se les da la oportunidad de pedir a Dios todo lo que quieran.  ¿Qué le pedirían?  ¿Cuál sería el gran favor que quisieran recibir?

¿Pediríamos el cielo?  Por supuesto que queremos llegar al cielo.  Pero el cielo está todavía muy lejano y hay muchas cosas que queremos hacer antes de ir al cielo.  ¿Pedirían sabiduría, como lo hizo Salomón?  ¿O paciencia, como el santo Job?  ¿O el don de la caridad, como san Vicente de Paul? 

Recordemos que Jesús en el huerto de Getsemaní, se arrodilló y le pidió a su Padre, a través de la oración, una cosa muy sencilla: «Padre, que no se haga mi voluntad, sino la tuya».   No puede uno hacer una mejor oración que ésta, porque esa sencilla oración lo incluye todo.  Expresa una fe suprema en el poder de Dios y una completa esperanza y confianza en su bondad.  Y, por encima de todo, manifiesta un amor verdadero.  No es de maravillar que la oración de la Virgen María, en la anunciación fuera tan parecida.

«Que no se haga mi voluntad, sino la tuya».  Necesitamos hacer nuestra esta oración.

Jueves de la I Semana de Adviento

Is 26, 1-6

En la lectura de hoy, Dios advierte, por medio del profeta Isaías, que humillará  a los soberbios y arrasará su ciudad hasta los cimientos.  Los soberbios, que pensaban vivir bien sin Dios, fueron condenados al fracaso. Por otra parte, Dios quiso que su pueblo comprendiera que debía mantenerse firme y reconocer que sin su ayuda no podría convertir su vida en un verdadero éxito.  Este modo de pensar se resume en el salmo responsorial con estas palabras: “Mas vale refugiarse en el Señor, que poner en los hombres la confianza; más vale refugiarse en el Señor, que buscar con los fuertes alianza”. 

Es una locura querer se autosuficiente o pensar que se puede depender exclusivamente de los hombres para hacer de la vida algo que valga la pena.  Lo cual no significa que uno sea malo o que los demás sean malos; simplemente, que sin Dios nadie puede hacernos felices.  Recurrir a Dios y depender de Él es la única forma realista de vivir la vida.

Una de las maravillas de la Navidad es que el Hijo eterno de Dios no consideró su divinidad como algo a lo que debía aferrarse, sino que se rebajó para venir a vivir entre nosotros como un hombre.  Quiso depender de su Padre, en cuanto a su humanidad, en la misma forma que nosotros dependemos de nuestros padres.  Este acto de humildad es el modelo para todos nosotros.

Mt 7, 21. 24-27

Jesús nos dice: «No todo el que me diga: ¡Señor, Señor!, entrará en el Reino de los cielos, sino el que cumpla la voluntad de mi Padre, que está en los cielos».  Quizá cuando cantamos los cantos de Navidad somos iguales a los que dicen «¡Señor, Señor!», pero no hacemos ningún esfuerzo perseverante para cumplir la voluntad de Dios en nuestra vida.  Lo que Dios quiere es que aprendamos a vivir como hijos suyos, como hermanos y hermanas, con amor y preocupación, con paciencia y aceptación mutua.  Son bonitos y buenos los sentimientos que tenemos en Navidad, pero no bastan.  No podemos construir nuestra religión sobre cimientos exclusivamente emocionales.  Como arenas movedizas, los sentimientos cambian.  Dios quiere que vivamos juntos siempre, como hijos suyos, no sólo cuando nuestras emociones son buenas o cuando los demás son amables con nosotros.  Necesitamos el cimiento firme de la constancia, el esfuerzo decidido para no ser egoístas, sino generosos con los demás.  En una palabra, necesitamos ser más como Cristo mismo.

Durante este Adviento necesitamos examinar nuestro trato con los demás.  Hemos de intentar seriamente practicar nuestra religión de amor.  Debemos consagrar más tiempo para pedir a Dios que nos ayude a cumplir su voluntad en nuestro trato con los demás.  Así podremos celebrar todos los días la Navidad durante el año que entra.

Miércoles de la I Semana de Adviento

Is 25, 6-10

Isaías describe el gran día del Señor con la imagen de un espléndido banquete: «Un banquete con vinos exquisitos y manjares sustanciosos».  El banquete será tan alegre y suntuoso, porque «el Señor enjugará las lágrimas de todos los rostros y destruirá la muerte para siempre».

La Misa es una imagen del banquete magnífico del cielo.  Y esta imagen es ya la realidad anticipada.  En la Misa, el Señor prepara a su pueblo no a una fiesta de ricos manjares y de vinos escogidos, sino el alimento espiritual del Cuerpo y la Sangre de Cristo.  En la Misa, el Señor enjuga las lágrimas de nuestro rostro, porque en el sacramento de la muerte y resurrección de Jesucristo tenemos una garantía de nuestra propia resurrección.  Jesús dijo: «El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día» (Jn 6,54).  Con mucha verdad proclamamos este misterio de fe: «Muriendo destruyó nuestra muerte y resucitando restauró la vida». 

Para que la Misa tenga la debida importancia en nuestra vida, nuestra fe ha de ser más que una proclamación de nuestros labios.  Debe abarcar todo nuestro ser y transformar todo el enfoque de nuestra vida.  Necesitamos una fe profunda para ver en la Misa el alimento espiritual que anticipa la gloria de la vida eterna, bien sea en nuestras sencillas celebraciones entre semana o en el impresionante esplendor de la basílica de San Pedro, en Roma.

En cada Misa podemos decir glosando a Isaías: «Aquí está nuestro Dios, a quien acudimos para que nos salve.  Este es el Señor y a Él recurrimos; estamos llenos de alegría, porque Él nos ha salvado».

Mt 15, 29-37

Para los pueblos antiguos, el pan era el elemento nutritivo fundamental; por eso era el símbolo de todo lo necesario para conservar la vida.  Aun ahora, cuando una persona trabaja para mantener a su familia, decimos: “se gana el pan con el sudor de su frente”.

En el evangelio de hoy, Jesús alimenta milagrosamente al pueblo, multiplicando el pan. 

Cada día nos sorprenden las noticias con nuevas cifras de pobres y de hambre que azota a la humanidad.  Cada día también tratamos de olvidar y seguir nuestras vidas como si nada pasara.  Pero también nosotros sentimos la precariedad de nuestras vidas y nos vemos sometidos a la enfermedad, a las necesidades y al hambre.  Cuando el estómago está vacío no es posible pensar, la necesidad apremia.  Quizás por esto los textos bíblicos que nos preparan en este Adviento están llenos de imágenes donde Dios se acuerda de su pueblo y le ofrece un banquete con manjares sustanciosos.

Quizás por eso se nos presenta Jesús multiplicando los panes y saciando el hambre de las multitudes que lo escuchan.  El mensaje se hace concreto no sólo en la imagen de la comida ofrecida a todos los pueblos, reunidos como uno solo, sino en la cercanía y familiaridad con Dios, en la fraternidad y el gozo de encontrarse unidos y juntos los hermanos.

Pero esta fiesta y esta comida es señal del triunfo del Señor que ha quitado el velo de luto que cubre el rostro de los pueblos, el paño que oscurece a las naciones.

Frecuentemente nos preguntamos por el sentido de tantas víctimas de la injusticia, de tantos inocentes caídos y tantos culpables justificados y libres.  Nada tiene sentido y nos hace dudar de la presencia de Dios.  Lo mismo le pasaba al pueblo de Israel, pero se olvidaba de que él fue el primero en alejarse del Señor adoptando ídolos, sustituyendo a Dios por reyes poderosos, conviviendo con la injusticia.

El texto de san Mateo de este día nos hace percibir a Jesús muy cercano a todos los que sufren y a aquella multitud de menesterosos, tullidos, ciegos, sordomudos y enfermos que sienten cercano el consuelo de Jesús y su presencia.

Tiempo de Adviento, es tiempo de cercanía con el dolor, con el hambre y la necesidad, no para dejarla igual, no para mitigarla con las sobras, sino para unirla y presentarla ante Jesús.  Él nos dará nuevas luces para enfrentar unidos y solidarios con todas las víctimas estos dolores, juzgarlos ante sus ojos y darnos nuevas esperanzas.

Adviento es cercanía del Señor con el que sufre y con el que tiene hambre.  Cercanía que tiene que hacerse concreta en nuestro compromiso y nuestra solidaridad.

Martes de la I Semana de Adviento

Is 11, 1-10

La lectura de hoy comienza por un pasaje que describe el reino de Judá, destruido por los invasores asirios, como un bosque destrozado por el hacha y el fuego.  El tronco que entre las ruinas queda, simboliza a Jessé, padre de David, de quien desciende los reyes de Judá.  La imagen que brota de aquel tronco inútil y sin vida, indica que la dinastía no se extinguirá.  Es una imagen de esperanza, pues el profeta dice: «De sus raíces florecerá un retoño».

Isaías se refería probablemente a un rey ideal, descendiente de David, que respondería a las necesidades del pueblo mediante el espíritu de Dios, que lo animaría de un modo especial.  La Iglesia, al leer este pasaje a la luz de la revelación posterior, afirma que esta profecía de Isaías, sobre el rey ideal, se cumple en la persona de Jesucristo, que es también descendiente de David.

Lc 10, 21-24

Los 72 discípulos que Jesús había enviado a predicar llegaban llenos de alegría por el éxito de su predicación. Lucas nos refiere que fue un momento de muy especial presencia del Espíritu Santo en la naciente comunidad y Jesús, lleno de esa alegría inefable, agradece al Padre esta revelación.

Solo el Espíritu Santo hace nacer y, sobre todo, mantener la esperanza aun en tiempos difíciles. Nos hace descubrir lo que la simple mirada o el docto entendimiento no logran. Como decía Saint-Exupery en “El principito”, lo esencial es invisible a los ojos. Jesús ha venido precisamente a llenar con la luz de la fe a un mundo oscurecido por un mal endémico arraigado en el corazón de los hombres. No pocas veces reprochó esta ceguera a escribas y fariseos, echándoles en cara su responsabilidad para con el pueblo al que “guiaban”.

A este nuevo modo de “ver” nos invita el Señor en el Adviento. No se trata de esperar sin más, sino de una esperanza activa, vigilante, comprometedora. Sin esta actitud, la Estrella no nos guiará a Belén, ni veremos con los ojos iluminados por el Espíritu la Epifanía del Señor, del Enmanuel. Solo “los limpios de corazón” pueden “ver” a Dios.

“La Navidad debería ser un tiempo de amnistía para toda mentira, de restañamiento de heridas, de nueva siembra de las viejas esperanzas. Es un tiempo en que todos deberíamos volvernos más jóvenes, estirar la sonrisa, serenar el corazón, descubrir cuan amados somos sin apenas enterarnos, amados por Dios, amados por tantos conocidos y desconocidos amigos”