Homilía para el 1 de febrero de 2019

Mc 4, 26-34

Alguien me decía que es muy curiosa la vida, que siempre devuelve lo que siembras, y esto lo refería sobre todo a las buenas acciones, a los favores que se hacen en silencio y a escondidas. “Cuando tú haces un favor, la vida siempre te lo devuelve doble”.

Yo diría que Dios es tan generoso que nunca le podemos ganar en bondad y que cuando nosotros multiplicamos nuestras buenas acciones, Él siempre nos da mucho más de lo que nosotros podemos ofrecer. Hay quien llama a esta realidad “cadena de favores”, siempre que se hace un favor, Dios nos lo multiplica y otras personas también hacen favores más adelante. El ejemplo que hoy nos narra Jesús tiene mucho de esta apreciación.

El hombre siembra su semilla, pero él no sabe cómo Dios le va dando crecimiento. Claro que si el hombre no siembra nada, no tendrá esperanzas de cosechar frutos. Todos nosotros podemos platicar experiencias de cómo una buena acción nuestra ha tenido repercusiones que ni nos hubiéramos imaginado.

El Señor da crecimiento a lo que nosotros hemos sembrado. Cada una de nuestras pequeñas acciones, tiene una repercusión y una trascendencia que ni siquiera podemos imaginar. De ahí la importancia de realizar con amor y entusiasmo cada una de nuestras pequeñas acciones, que el Señor se encargará de multiplicarlas. El ejemplo del grano de mostaza lo hace más explícito porque nos enseña que las cosas pequeñas tienen importancia grande.

La formación en la familia, la honradez en casa, la verdad en los trabajos, la justicia entre los cercanos… todas esas pequeñas cosas que están enlazadas con el saludo diario, con la sonrisa, con el entusiasmo y con la verdad, deberán crecer en amor porque Jesús les da crecimiento. ¿No es asombroso lo que podemos hacer aportando nuestro granito de mostaza? Demos ahora, demos con generosidad, demos en silencio.

Homilía para el 31 de enero de 2019

 

Mc 4, 21-25

La Palabra de Dios, que es la luz, no está para ser encerrada en una caja fuerte, está para ser anunciada. Ésta es la responsabilidad de cada uno de nosotros, los cristianos. El cristiano es luz…, el mundo necesita de esa luz. Por eso cada uno de nosotros, con nuestra conducta, debemos ser ejemplo para el mundo. No hay nada que arrastre más que el ejemplo.

Las normas y los principios del evangelio, no debemos solamente conocerlos, y reconocer que son la forma ideal de vida, tenemos que hacerlos vida, ¡sin miedo!. No podemos ocultar la luz del evangelio por cobardía. Jesús insiste a los suyos que deben ser la luz del mundo. Es porque el mundo necesita de esa luz. Y Jesús nos señala una norma de conducta que ayuda a que nosotros podamos ser luz.

Muchas veces juzgamos severamente la forma de obrar de los otros…, juzgamos los móviles y las intenciones que los otros tienen para obrar de esta o de aquella forma. Pedimos a los demás…, aquello que nosotros mismos no somos capaces de dar. En cambio…, somos “muy tolerantes” con nosotros mismos…, frecuentemente encontramos infinidad de justificativos para nuestra forma de obrar. Jesús nos llama en este evangelio a que reflexionemos, porque, así como nosotros juzguemos…, seremos juzgados.

Si queremos que el Señor perdone nuestras faltas, entonces aprendamos a perdonar nosotros. Si queremos que nos comprendan, tratemos de entender a los demás.

Si queremos que nos amen a nosotros, debemos amar primero. Jesús con sus enseñanzas, va modelando el estilo de sus discípulos y también el nuestro. Y es el amor, la base de toda comunidad cristiana. Un amor que no deforme la realidad, pero que acepte al hermano con sus fallas y también con sus virtudes. Un amor que intente comprender siempre.

Homilía para el 30 de enero de 2019

Mc 4, 1-20 

Jesús hablaba frecuentemente en parábolas, exponiendo el Reino de Dios a la gente. El Señor iba abriendo poco a poco la mente de sus discípulos y preparándoles el corazón, para que fueran recibiendo el mensaje de salvación. Algunas veces, los discípulos le pidieron explicaciones de por qué a ellos les hablaba más claro que al resto de la gente. Aunque los discípulos tampoco lo entendían todo, y tenían la mente llena de falsas ideas, estaban más cerca de Jesús y entendían mejor su manera de vivir y de hablar.

El Reino de Dios, les dice el Señor en esta parábola, es como un sembrador que sale a sembrar, y la semilla va cayendo en diversos terrenos, y va produciendo frutos de distintas formas, o se pierde entre espinas, o se ahoga entre las piedras. La semilla es la palabra de Dios; o también son las mismas personas que oyen esa Palabra.

Estas parábolas tienen hoy gran importancia para nosotros, y tenemos que agudizar los oídos y la mente para saber escucharlas y asimilar sus lecciones. Cuando leemos y meditamos estas parábolas del Reino, no debemos hacerlo en forma apresurada y sin detenimiento. Debemos preparar la tierra de nuestro corazón con el riego de la oración, y la apertura al Espíritu Santo fecundador. Es el Espíritu Santo, que nos enseña a orar y a captar las riquezas del Reino.

También podemos preparar nuestro corazón saliendo al encuentro de Jesús, que nos sigue hablando con aquel deseo, con el mismo afán con que iba a escucharlo la gente del pueblo. Sigue en el mundo de hoy la siembra de la Palabra. Hay mucha semilla que se desperdicia, pero hay también mucha que va cristalizando en buena cosecha.

La semilla del Reino crece donde hay esperanza, donde hay sed de justicia, donde hay compromiso con el prójimo, donde se lucha por la paz. Pero la semilla tiene su tiempo para ser fecundada, para convertirse en espiga, y luego en pan. Por eso también el Señor quiere que pensemos con la necesaria esperanza, es necesario no dejarse abatir, por no obtener frutos inmediatos. Nosotros sembramos y otros cosecharán.

 

Homilía para el martes 29 de enero de 2019

Mc 3, 31-35 

Detrás de esta escena que a primera vista parecería un desprecio a la familia de Jesús, se encierra una gran enseñanza. La familia judía, como muchas de las familias tradicionales del ambiente rural, al mismo tiempo que fortalece y anima, también encierra y condiciona. En este aspecto la familia judía encerraba mucho más y aunque ciertamente proporcionaba seguridad al ser tan amplia, también limitaba la actuación.

Ahora Jesús inicia una nueva familia y amplía los márgenes de aquella pequeña célula. Quienes hemos vivido y compartido experiencia con familias numerosas pero en cierto sentido aisladas, hemos experimentado los fuertes lazos que hacen crecer a la persona, pero que también en muchos sentidos la restringen y condicionan. Jesús quiere que su familia vaya más allá de los lazos de carne y de sangre. Es más, lo que ya resulta más problemático para el pueblo judío, abre los horizontes a todos los pueblos y a todas las naciones. Su única condición es que cumplan la voluntad de Dios. Y la voluntad del Buen Dios que hace salir su sol sobre buenos y malos, es que todos los hombres y mujeres, hechos a su imagen y semejanza, formen una sola familia.

Cristo viene a renovar los lazos de la familia original de Dios: toda la humanidad. Hoy asistimos a fenómenos contradictorios: por una parte nos sentimos como la aldea global donde un “estornudo” se escucha y repercute en todo el planeta, pero por otra parte nos encerramos tras trincheras e ideologías que nos apartan de “los otros”, y nos hacen sentir exclusivos. Nunca como en este tiempo se experimentó la necesidad de formar una sola familia y arriesgarse a construir un mundo para todos; pero nunca como en este tiempo se experimentó el individualismo y la lucha feroz que aniquila a los otros y no los contempla como hermanos.

Jesús nos propone en este día no un desprecio a la familia de sangre, sino una apertura y un cariño a toda la humanidad como nueva familia. Si a cada hombre y a cada mujer los contemplamos como hermanos podremos hacer de toda la humanidad la nueva familia de Dios, así cumpliremos la voluntad del Padre. Así, lejos de un desprecio a María, es una alabanza a la que desde el inicio dijo: “´Hágase en mí, según tu palabra”

Conversión de san Pablo

Recordamos la figura de Pablo de Tarso. Una figura sin detalles precisos como sucede con todos los personajes de aquella época.

Era “ciudadano romano”, pero griego en su personalidad y cultura; se expresaba en griego con corrección y agilidad ya que era la lengua que se hablaba en Tarso.

Y era un fariseo apegado fuertemente a las tradiciones de sus mayores. Y junto a ello podemos decir que era un verdadero «buscador de la verdad». De ahí que fuera un estudioso profundo.

San Pablo es modelo, en muchos sentidos, para el cristiano. Es el audaz apóstol que no se atemoriza ante las dificultades, es el visionario que abres las posibilidades del Evangelio hasta otras fronteras, es el servidor capaz de llorar por una comunidad o el maestro que regaña y corrige con dolor a sus discípulos. Todo parte del gran acontecimiento que ha vivido: encontrarse con Jesús. Y su encuentro, que a muchos nos parece maravilloso y espectacular, no debió ser sencillo, sino traumático y trastornante.

Todavía cuando Pablo narra su vida, su educación y su linaje, descubrimos rastros de ese orgullo de ser judío, fariseo, educado a los pies de Gamaliel, orgulloso de su religión. No le importa derramar sangre, no le importa destruir personas. Por encima de todo está la Ley y su religión.

Cuando cae por tierra, la visión que le produce ceguera, puede ser el descubrimiento más grande, pero le hace cambiar totalmente su vida. Descubrir a Jesús resucitado, vivo y presente en los hermanos que antes quería matar, viene a cambiar radicalmente su percepción, su vida y sus opciones. Es una verdadera conversión. Los relatos bíblicos nos lo cuenta en unas cuantas palabras, pero todo el proceso debe ser lento, doloroso y con mucha conciencia.

Convertirse implica dar un cambio total a las decisiones, a los amigos, a las costumbres. Conversión significa un cambio de mentalidad, una trasmutación de valores, un nacer nuevo por la presencia del Espíritu. Es el pasar de las tinieblas a la Luz. No es el cambio con nuevas promesa que nunca se cumplen. No es el cambio externo de colores y de formas. Es el cambio interior que nos llevará a una nueva visión. Es dejar al hombre viejo y convertirse en un hombre nuevo. No son los propósitos fáciles, sino la verdadera transformación interior. Dejarse tocar por Jesús cambia de raíz toda nuestra vida. En Pablo lo podemos constatar de una manera radical.

¿Cómo es nuestra conversión? ¿En qué ha cambiado nuestra vida en el encuentro con Jesús resucitado?

San Pablo puede afirmar posteriormente “todo lo puedo en Aquel que me conforta” o bien “para mí la vida es Cristo y todo lo demás lo considero como basura”

¿Nosotros, cómo manifestamos nuestra conversión? ¿Hemos cambiado radicalmente y encontrado al Señor?

Homilía para el 24 de enero de 2019

Mc 3, 7-12

El pasaje que nos presenta hoy san Marcos nos dice que: «Una multitud lo seguía». Y nos aclara que lo seguían «porque había sanado a muchos» por lo que todos querían tocarlo.

Sin embargo, ¿cuántos de esta multitud estaban dispuestos a vivir de acuerdo con la enseñanza del Maestro, a vivir de acuerdo con el Evangelio?

Al proclamar el evangelio de hoy no puedo dejar de pensar en una pregunta ¿Por qué los jóvenes no siguen a Jesús? Y hay que hacerse otra pregunta ¿es culpa de los jóvenes o es culpa de los adultos el que los jóvenes no sigan a Jesús? O ¿ya Jesús no responde a las inquietudes de hoy?

Mientras en el Evangelio se manifiestan las multitudes con deseos de encontrar a Jesús, vemos ahora a los jóvenes que no quieren oír hablar de valores, de religión ni tampoco de Jesús. ¿Les ha fallado Jesús? Creo que no. Jesús tendría ahora respuestas muy válidas para las profundas inquietudes de los jóvenes. Pero me parece que estamos equivocando el camino en la educación de los jóvenes.

Los niños y los jóvenes de ahora han vivido ya sumergidos en un mundo de tecnología, de imágenes, de cambios y se han acomodado ya a este estilo de vida, a tal grado que parecen fundirse con los mismos aparatos, con el móvil, la televisión y con el internet.

Es el vertiginoso cambio de escenas, de novedades, de placeres lo que satura el ambiente de los jóvenes y que no les permite detenerse a mirar qué es lo que quieren para el futuro. A veces, muchos de ellos, te dan la impresión de que son eternos niños que no asumen sus responsabilidades y solamente quieren divertirse.

El sumario que este día nos ofrece san Marcos presenta a Jesús como la fuente oculta de la salud y como el médico de la humanidad. Nos narra el desbordante entusiasmo con que las multitudes se aglomeran en torno a Jesús que lo obligan a subirse a la barca para desde ahí, proclamar la Palabra.

No creo que Jesús les haya fallado a aquellas personas y tampoco creo que Jesús nos falle a nosotros o le falle a nuestros jóvenes. Más bien, me da la impresión, de que estamos tan llenos de cosas que no hemos despertado ni en ellos ni en nosotros el deseo ardiente de valores que vayan más allá. Nos hemos saturado de menudencias y hemos atrofiado el gusto por las cosas espirituales.

No podemos estar en contra del progreso ni de los maravillosos medios de comunicación para estar en contacto unos con otros. Lo que hay que estar en contra es de la manipulación de la conciencia, de la dependencia que crea y de la superficialidad que generan.

Como padres de familia, como educadores y como maestros tenemos el gran reto de acercar a los jóvenes a Jesús para que lo toquen, para que lo experimenten, para que se enamoren de Él ¿Podremos lograrlo?

Homilía para el 23 de enero de 2019

Heb 7, 1-3. 15-17; Mc 3, 1-6

La carta a los Hebreos, que estamos leyendo como primera lectura estos días, nos invita a descubrir a Jesús sumo sacerdote. Si bien, no es un título que se le haya dado durante su vida, toda su obra refleja la actividad salvadora de un sacerdote. Un sacerdote que consagra, un sacerdote que ofrece y se ofrece en sacrificio, un sacerdote que da vida.

Cristo es el sacerdote eterno, Cristo es el sacerdote de la Nueva Alianza. Quizás, solo así podremos entender cómo Cristo rompe con esquemas que para los judíos eran tan estrictos y provocaban fuertes discusiones.

El Evangelio nos presenta uno de estos casos con una de esas expresiones que quizás suenen muy fuertes referidas a Jesús. ¿Cómo nos imaginamos a Jesús mirándolos con irá y con tristeza? Es fácil imaginar a Jesús que se pone triste porque no somos capaces de escuchar y vivir su palabra, pero, ¿con ira? Pues es lo que afirma el Evangelio de este día, y no solamente en este pasaje se muestra este aspecto de Jesús. Siempre que se utiliza como pretexto la Ley o el servicio a Dios, para negar el servicio a los hermanos, siempre provocamos la ira de Jesús.

Jesús no es un sacerdote atado a las leyes que esclavizan, por eso les plantea muy claramente la dificultad: “¿se le puede salvar la vida a un hombre en sábado, o hay que dejarlo morir?”

Esa misma pregunta nos la deberíamos de hacer nosotros y plantearnos si estamos realmente haciendo el bien o nos escudamos en normas y leyes religiosas que nos permiten dejar a un lado las obligaciones hacia el hermano.

Basta pensar en las guerras que actualmente azotan a la humanidad. Todas las partes justifican su acción y se disculpan e incluso algunos argumentan motivos religiosos, y se están cometiendo gravísimas injusticias. Pero esto sucede también en nuestro pequeño entorno, en nuestras comunidades.

La pregunta de Jesús hoy nos tiene que cuestionar también a nosotros: “¿está permitido hacer el bien o el mal el sábado?”

Cambiemos un poco las circunstancias y preguntémonos si estamos haciendo el bien o estamos haciendo el mal. No hay disculpas, es muy claro lo que tenemos que responder a Jesús. Él, el sacerdote eterno, más allá de los sacrificios y de las leyes ofrece vida eterna.

Acerquémonos a Cristo Sacerdote.

homilía para el 22 de enero de 2019

Mc 2, 23-28 

Para el pueblo judío, el sábado era mucho más que un día sagrado. Muchos preceptos rodeaban la vida del pueblo elegido. Y quien no los respetaba, era señalado así, como el Evangelio pone en boca de los fariseos: “Mira cómo hacen en sábado lo que no está permitido”. 

Dicen que cuando se ama no es difícil compartir la vida y todo lo que tenemos con la persona amad y en beneficio de unos cuantos.  

Desde la lectura de la carta a los Hebreos, donde se nos presenta al Dios fiel en el amor y se nos invita a ser fieles y a hacer de nuestra esperanza un ancla firme y segura, hasta el Evangelio de San Marcos donde Jesús crítica las leyes que han perdido su esencia, aparece el amor como la razón última.  

La ley tiene su razón de ser sólo en el amor. En la convivencia entre los hombres y en la experiencia de sus relaciones, fueron naciendo primero las costumbres y después se convirtieron en leyes, siempre con la finalidad de ayudar en las relaciones, de buscar la justicia y de preservar la vida. Pero, a veces, la ley se fue convirtiendo en esclavitud, y lo que estaba para proteger y dar vida se fue convirtiendo en ataduras y en beneficios de unos cuantos. Esto también sucedió en el pueblo de Israel.  

El Decálogo que es una obra maestra de la ley, se fue desglosando y convirtiendo en una interminable cadena de preceptos, olvidando su finalidad original.  

La ley o el precepto no tiene porqué ser esclavizante, pues es un camino para dar la vida. Jesús nos da el verdadero sentido de una ley: “el sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado” 

A nosotros también nos pasa lo mismo, nos atamos a unas costumbres o leyes y nos olvidamos de las personas. Ejemplos podemos poner muchísimos: en dependencias oficiales, educativas o religiosa, y también en nuestras propias familias.  

Hay quien vive unido sólo por la ley y ya no tiene amor, hay quien cumple sólo por cumplir. Tenemos que buscar el verdadero espíritu y hacer aquello que de vida, que la cuide y la proteja sobre todo en los momentos en que es más frágil y desprotegida.  

Pensemos en nuestras leyes, costumbres y mandatos, ¿nos dan vida?, o nuestras leyes y costumbres ¿sirven para pasar por encima de las personas?, ¿han perdido su sentido y sólo se convierten en ataduras?  

Una ley vivida en el amor da vida, sin amor es esclavizante.  

Que vivamos la plenitud del amor.

Homilía para el 18 de enero de 2019

Mc 2, 1-12

¿Cuántas veces buscamos remedios que solamente calman el dolor y no sanan las enfermedades? ¿Por qué pretendemos curar sin quitar la raíz del mal? ¿No es verdad que estamos cansados de injusticias y de violencia, pero solamente aportamos soluciones que buscar sofocar y controlar lo externo pero que no van al fondo del problema?

A Jesús le sucedía igual: le presentan un paralítico para que lo sane, pero no se preguntan qué es lo más importante para aquel hombre. Y Jesús va a la raíz ante el escándalo de los escribas y, antes que realizar la curación física, otorga el perdón de los pecados. La curación viene a corroborar la autoridad con que Jesús perdona los pecados.

Este milagro tiene una serie de signos que nos pueden ayudar en la búsqueda de soluciones a nuestros problemas. Lo primero que me llama la atención es la solidaridad de los hombres que van cargando al paralítico. Sería el primer paso para nosotros: comprender que ningún mal es ajeno, que todas las injusticias, robos y secuestros, aunque aparentemente no nos toquen a nosotros, realmente nos afectan por el sentido solidario y social que tienen todas las acciones. La solución no la busca uno solo, sino que entre cuatro van cargando la camilla.

Los problemas no se resuelven en solitario, sino en comunidad y con la ayuda de todos. Las dificultades que presenta la aglomeración de personas, son solucionadas con ingenio y esfuerzo. Enseñanza práctica para nosotros que tendremos que encontrar soluciones a los problemas antes que dejar vencernos por las dificultades.

Y finalmente ponernos en las manos de Jesús para ir a la raíz de los problemas. Descubrir el fondo y no mirar solamente las consecuencias.

Es cierto que hay muchas cosas externas que quisiéramos quitar, pero es más importante mirar el corazón, fuente y raíz de todos los problemas. Si no cambiamos el corazón, si no expulsamos el pecado, tendremos quizás control por la fuerza o por el miedo, pero no cambiaremos realmente la situación. Hoy junto a Jesús, busquemos quitar el pecado y el mal, entonces podremos encontrar verdadera salvación.

Homilía para el 15 de enero de 2018

Mc 1, 21-28

Que tiene de especial el mensaje de Jesús que toca el corazón de todos los que lo escuchan, ¿Por qué sus palabras suenan tan diferentes a la de los escribas tan eruditos y enterados, pero tan lejos de la situación en que vive el pueblo?

Ahora también llega Jesús para cada uno de nosotros y también para nosotros tiene una palabra muy concreta. Viene a manifestarnos una realidad diferente: el Reino de Dios. Un Reino que manifiesta la gran misericordia de Dios y que se hace cercano a todos los que caminamos en esperanza y ponemos nuestra confianza en el Señor.

El inicio del año nos trae nuevas esperanzas, aunque también se anuncian fuertes nubarrones, pero el cristiano contempla a Jesús, escucha su Palabra y asume como propia la misma misión de Jesús. Por eso tenemos que dejar que penetre la Palabra de Dios en nuestro corazón. Este es el primer paso para la conversión propia y de nuestras estructuras.

Hay que abrir la mente, nuestros oídos, nuestros ojos y tratar de captar qué es lo que pide Jesús. Esta tiene que ser la tarea principal de este año que vamos comenzando.

Las consecuencias son claras, después de que san Marcos nos presenta la forma en que Jesús predica, nos hace notar que no sólo predica, sino que expulsa un espíritu inmundo.

El espíritu inmundo, el demonio, en la cultura judía es símbolo de todo el mal, físico, moral, social que afecta a la comunidad. Quizás también hoy nuestro mundo exclame que quiere Jesús de Nazaret con estos ambientes que no están dispuestos a aceptar su evangelio. Pero el verdadero cristiano se comprometerá a anunciar un Reino que propicie una nueva generación donde se viva en paz, en armonía y fraternidad.

Jesús tiene autoridad en nuestros días, no la autoridad del poder o del dinero, no la autoridad de las armas o de la fuerza, sino la autoridad que le da el amor que se entrega hasta las últimas consecuencias.

Por eso cada uno de nosotros se debe comprometer a llevar la Buena Nueva y a expulsar a los espíritus inmundos que están en nuestro ambiente.