Martes de la I Semana Ordinaria

Heb 2, 5-12

Leyendo este pasaje cabría pensar, ¿qué Dios ha querido jamás «compartir» su gloria y hacer al ser humano semejante a Él? Ésta, verdaderamente, es la locura de Dios. Con cuánta razón dice el salmo 8 citado en este texto «¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano para darle poder?

Lo fantástico de esto es que es ya una realidad en todos los bautizados, pues por medio del bautismo Dios nos ha hecho renacer y nos ha hecho hermanos de Cristo, coherederos de su Gloria y se siente honrado en llamarnos hermanos.

A veces estamos tan acostumbrados a escuchar que Jesús es nuestro hermano y que Dios es nuestro Padre, que no caemos en cuenta de lo que esto significa. Pensemos por un momento que fuéramos hermanos, del Papa, o que nuestro padre fuera el inventor de la medicina que cura la enfermedad más tremenda. ¿No es cierto que lo proclamaríamos al viento y al mundo entero, sintiéndonos muy, pero muy, orgullosos de ser familia de ellos? Pues esto es una fantasía, lo otro es una verdad que supera cualquier otro parentesco: Somos hermanos de Cristo llamados a compartir su Gloria.

¿No valdría la pena empezarnos a hacer conscientes de este parentesco y a sentirnos muy, pero muy orgullosos de ser llamados «cristianos», hermanos de Cristo e hijos de Dios?

Mc 1, 21-28

Este pasaje de san Marcos busca entre otras cosas hacernos notar la autoridad que tiene Jesús.

Cafarnaún, -aldea del consuelo-, allí empieza Jesús rodeado ya de algunos discípulos una intensa tarea de enseñar a la gente. Les enseñaba como quien tiene autoridad; autoridad que emanaba de la profunda coherencia que mantenía entre palabra y vida y de los signos con que acompañaba su acción apostólica. El Reino de Dios no se puede limitar a una liberación desde el punto de vista estrictamente religioso, sino que abarca hasta las facetas más prácticas de la vida del hombre y persigue una realización plena y total de la libertad humana. Sólo desde esa libertad podremos optar ante la figura de Cristo.

Su autoridad va más allá incluso de lo que sus contemporáneos pudieran pensar, pues no es un rabí cualquiera, es el Hijo de Dios. Es increíble que después de dos mil años todavía haya quienes ponen en duda la palabra del Maestro pensando que puede ésta ser confundida con cualquier otra enseñanza del mundo.

La palabra de Jesús es poderosa y eficaz, no solo instruye sino que sana y libera. Es por ello que la lectura asidua de la Escritura ayuda no sólo a conocer a Jesús y su doctrina sino que ejerce un poderoso influjo en nuestra salud espiritual (en ocasiones incluso física) liberándonos de ataduras y frustraciones.