Miércoles de la IV Semana de Cuaresma

Jn 5, 17-30

Tras la curación del impedido de la piscina de Betesda, lo que molesta a los judíos es que siga el mandato de Jesús y no respete el sábado al cargar con la camilla. Por eso las primeras palabras que Jesús dirige a los judíos acusadores se refieren al trabajo, prohibido en sábado. Dios descansó tras la creación, dice el Génesis. De ahí los judíos concluían el concepto del “Dios ocioso”. Esa idea de Dios, dicen los historiadores de la religión, determinó que se abandonara el monoteísmo y se buscaran dioses que atendiera a las diversas necesidades humanas. Jesús les dice que Dios sigue trabajando, “mi Padre sigue actuando y yo también actúo”.

La expresión “mi Padre” genera la segunda razón por la que quieren matarle. Los judíos no lo pueden aceptar, quieren matarlo, “… porque llamaba a Dios Padre suyo, haciéndose igual a Dios”

La respuesta a la cuestión del sábado aparece en cap.7,22-23, Jesús dice a los judíos: “Si se circunda a un hombre en sábado para no quebrantar la ley de Moisés, ¿os irritáis contra mí porque he curado a un hombre entero en sábado? No juzguéis por apariencias, sino juzgad según un juicio justo”.

Más complicado era responder a la identificación de Jesús con Dios. Algo inasumible -hemos de comprenderlo- por los judíos. No podemos decir que las palabras de Jesús que aparecen en el texto sean argumentos. Juan no mantiene esa ilación lógica entre pregunta y respuesta. Son palabras esenciales para comprender a Jesús, su autoconciencia, que reafirman esa identificación con el Padre. Identificación en las obras, identificación en el juicio, identificación en las palabras. Como resumen, identificación en disponer de la vida. En fin, identificación con la voluntad del Padre, “porque el Padre ama al Hijo”. Un amor que une.

¿Qué pensar ante ese amplio y tan denso texto del evangelio? Podemos quedarnos con el valor de la persona humana, de su vida -ahora en tiempo de amenaza generalizada-, que está por encima del respeto al sábado.  Eso sí, una vida que se pueda llamar “eterna”, porque están lo eterno del ser humano: el amor, la búsqueda de la verdad, la intimidad con Dios. Lo que es más fuerte que la muerte. Tras ella alcanza la plenitud.

Martes de la IV Semana de Cuaresma

Jn 5, 1-3. 5-16

Jesús cura al paralítico en un lugar tradicionalmente milagroso. Por eso impresiona más la soledad de este hombre. Lleva enfermo treinta y ocho años y nadie se ocupa de él. El gran milagro del cristianismo es la caridad. Que los hombres lleguen a preocuparse unos de otros y se amen realmente como Dios los ama.

Pero Jesús realiza la curación en un sábado. La obligación de guardar el descanso del sábado era sagrada para un judío. Le recordaba el descanso de Dios en la creación. Y más aún, la liberación de Egipto. Con el tiempo los judíos habían llegado a exageraciones ridículas: estaba prohibido llevar cualquier carga, e incluso, que los médicos ejerciesen su función. De ahí el escándalo y la irritación de los judíos por la conducta de Jesús: quebrantaba una tradición santa.

Jesús, en realidad, quiere enseñarles un cumplimiento menos literal y vacío del descanso en día de sábado. El descanso no consiste simplemente en “no hacer nada”. Hay que hacer el bien, acudir en ayuda de los demás, y sobre todo en “´sábado”. Porque el sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado. Jesús recuerda al paralítico, que en adelante debe alejar de su vida el pecado, puesto que ha desaparecido de él la enfermedad que es su signo.

La obra del Padre es la creación. Cuando en el relato del Génesis se nos dice que Dios descansó, no debemos interpretarlo literalmente en el sentido de que Dios interrumpe su actividad creadora. De ser así, el mundo dejaría de existir. El Padre sigue creando y conservando el universo y la vida. Ni por un momento se desentiende del mundo al que ama y quiere salvar. Y el Hijo, enviado por el Padre, viene a mostrar con sus signos, de modo evidente y palpable, la constante acción salvadora de Dios, la continua creación que culminará en la Nueva Creación. Con Jesús resucitado empieza la nueva y definitiva Creación.

¿La confianza en el Señor, te hace vivir con más tranquilidad los acontecimientos mundiales?

¿Te preocupas por el bien del prójimo como Jesús lo hace con el paralítico?

¿También los fines de semana?

¿Lo haces por el qué dirán?

San José

Mt 1, 16. 18-21. 24a

En el interior de este tiempo cuaresmal, celebramos hoy la fiesta de san José. Nuestra curiosidad instintiva que quisiera saber muchos detalles de su vida queda desde luego bastante decepcionada. Es muy poco lo que los evangelios nos dicen de él. La vida del carpintero de Nazaret no sobresale ni destaca por su espectacularidad, sino por su fidelidad.

Es curioso… ¿Cuántas palabras de José se recuerdan en los evangelios? ¡Ni una sola! José es el hombre del silencio. No habla, pero actúa. Lo contemplamos en las más diversas circunstancias, en los más graves peligros, pero siempre en silencio.

Es el hombre justo que no es capaz de condenar a la mujer que ama a pesar de estar embarazada y recibe de un ángel la respuesta y las órdenes para que pueda continuar su camino. Es el esposo amoroso que acoge a María a pesar de no entender sus acciones. Es el hombre de fe que entiende que los planes del Señor se realizan a pesar de las personas, pero con la cooperación de las personas.

Es el padre providente y atento que educa, hace crecer, enseña, cuida, a ese niño que intuye que sabe mucho más que él. Es el hombre de paz que supera los odios de un rey que busca matarlos y opone sólo su pacífica resistencia.

Es el migrante que confiado en la palabra del Señor se aventura en países desconocidos con otras culturas y otras lenguas, tan sólo para salvar a su hijo. Es el trabajador de manos encallecidas que ora, trabaja y construye un nuevo mundo con trozos de madera y trozos de vida hecha fe.

Es el padre preocupado por su hijo que se ha extraviado en el camino pero que al encontrarlo recibe por respuesta que hay otros caminos y otras preocupaciones. Es el hombre que calla y desaparece para que aparezca el único que puede dar verdaderas respuestas.

José es modelo de tantas y tan diferentes personas que también hoy en silencio luchan por la vida, buscan la justicia, se aventuran en busca de mejores condiciones, se angustian por sus hijos perdidos y enseñan en silencio con las callosas manos que hablan más que las palabras.

Hoy nos acercamos a este santo patriarca y le descubrimos nuestros miedos y angustias, y recibimos como respuesta que nuestra vida, como la de él, está en manos del Señor, pero que también nosotros tendremos que actuar más y hablar menos. Que nuestras palabras como las de José, sean nuestro trabajo, nuestro compromiso y nuestro amor.

Sábado de la III Semana de Cuaresma

Lc 18, 9-14

El evangelio de hoy comienza indicándonos a quienes va dirigida la parábola: a los que, teniéndose por justos, se sienten seguros de sí mismos y desprecian a los demás. Y es que, volviendo a lo que decíamos del conocimiento, nosotros podemos engañarnos creyéndonos justos ante Dios y los hombres, por nuestras “buenas obras” (limosnas, ayunos, oraciones), pero Dios conoce nuestro corazón y sabe qué nos mueve por dentro y cuáles son nuestras intenciones e intereses. A veces nuestra limosna lleva una buena dosis de vanagloria, nuestros ayunos son egoístas y no nos conducen a compartir con los que menos tienen y nuestras oraciones, en vez de ser un abandono total en las manos de nuestro Padre para que se haga su voluntad y no la nuestra, es una interminable lista de “pedidos y de quejas”.

En cambio, como nos decía el salmista, un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias, Señor. Ante eso, nuestro Dios se desborda en Gracia y Misericordia. La oración y la actitud del publicano tocan el Corazón de Dios. Esta ha de ser nuestra actitud ante Dios y ante los demás, pues el que se humilla será enaltecido, y esa ha de ser nuestra oración, abandonarnos confiados a Dios, mostrándole sin miedo, nuestra pobreza y pecado: ¡oh Dios!, ten compasión de este pecador.      

Viernes de la III Semana de Cuaresma

Mc 12, 28-34

En este dialogo de Jesús con el escriba, hace el escríbase una pregunta, una pregunta existencial, que, con frecuencia nos la hacemos todos, como algo normal. Para un judío, con muchísimas leyes y preceptos, era una pregunta fundamental. Quería saber cuál es lo decisivo para vivir con sentido la vida. Nosotros cuando la hacemos buscamos dar un sentido a nuestra vida y saber lo fundamental para nuestra realización.

Lo más importante del dialogo es la respuesta. Respuesta, que todo judío sabía de memoria, que recitaba todos los días y era lo que le daba sentido a su vida, lo que le ayudaba a realizarse como persona, pero no sabiéndolo solamente, sino sobre todo cumpliéndolo. Las palabras de ánimo de Jesús “has respondido sensatamente” es una invitación a que lo viva, lo practique.

La respuesta al escriba inquieto, nos estimula a descubrir y buscar la verdad en nuestra actuación diaria y en nuestra misión. Llamados como somos a vivir con Jesús y desde Él, su proyecto de hacer el Reino de Dios, es muy importante la coherencia de vida. Somos muy sabios en normas y preceptos, los tenemos, y nos cuesta más el ser sabios en el actuar desde los valores evangélicos y desde las enseñanzas de Jesús.

El amor a Dios y el amor a los demás es una tarea diaria, es la mejor fórmula y manera de lograr nuestra identidad como personas. Dios nos ama, nos acompaña, confía en nosotros y esto nos exige correspondencia de amor a Él. El amor a los demás, aunque nos cuesta, es tan necesario como el amor a Dios, pues les necesitamos, con su actuación nos protegen y nos ayudan. Cumpliendo este mandato nos realizamos como personas.

Jueves de la III Semana de Cuaresma

Lc 11, 14-23

Cuando uno vive con el corazón duro, y no oye al Señor, no se queda solo ahí, sino que si hay algo del Señor que no le gusta, lo deja de lado con algún pretexto, desacredita al Señor, lo calumnia y lo difama. Es lo que le pasó a Jesús en el Evangelio de hoy: le desacreditan.

Jesús hacía milagros, curaba a los enfermos del cuerpo para demostrar que también tenía poder de curar las almas, nuestros corazones. Y esos obstinados, ¿qué dijeron? “Por arte de Belzebú, el príncipe de los demonios, echa los demonios”: desacreditar al Señor es el penúltimo paso del rechazo al Señor. Primero, no escucharlo dejando que el corazón se vuelva duro; luego desacreditarlo. Falta solo el último paso, del que ya no hay marcha atrás, que es la blasfemia contra el Espíritu Santo.

Jesús intenta convencerlos, ¡pero nada! Y al final, igual que el profeta acaba con esa frase clara –“Ha desaparecido la sinceridad”–, Jesús acaba con otra frase que puede ayudarnos: “El que no está conmigo está contra mí”. “No, no, yo estoy con Jesús, pero a cierta distancia, no me acerco mucho”: ¡no, eso no existe! O estás con Jesús, o estás contra Jesús; o eres fiel o eres infiel; o tienes el corazón obediente o has perdido la fidelidad. Que cada uno lo piense, durante la Misa y luego durante el día: ¡pensarlo un poco! ¿Cómo va mi fidelidad? Yo, para rechazar al Señor, ¿busco algún pretexto, lo que sea, y desacredito al Señor? No perdemos la esperanza. Porque esas dos frases –“Ha desaparecido la sinceridad” y “El que no está conmigo está contra mí”– dejan lugar a la esperanza, también para nosotros.

Estamos llamados a volver al Señor, como dice la aclamación al Evangelio: “Ahora –dice el Señor–, convertíos a mí de todo corazón, porque soy compasivo y misericordioso”. Sí, tu corazón es duro como una piedra, y tantas veces me has desacreditado por no obedecerme, pero aún hay tiempo: convertíos a mí de todo corazón, porque soy compasivo y misericordioso: yo lo olvidaré todo. Lo que importa es que vengas a mí. Eso es lo que importa, dice el Señor. Y se olvida de todo lo demás.

Este es el tiempo de la misericordia, el tiempo de la piedad del Señor: abramos el corazón para que Él venga a nosotros.

Miércoles de la III Semana de Cuaresma

Mt 5, 17-19

En la confrontación de Jesús con los fariseos, alguien podría pensar que lo que él propugna choca frontalmente con las tradiciones más venerables del pueblo. ¿Acaso no son aquéllos sus mejores custodios? La razón ¿no está de su parte?

Sin embargo, en el sermón del monte Jesús nos invita a observar “la ley y los profetas”. Él no ha venido a abolirlos, sino a darles plenitud. Es verdad que no suena igual la ley en sus labios que en los de los fariseos: éstos han desmenuzado sus preceptos en una casuística interminable y, a la vez, han establecido rigurosamente unos mínimos imprescindibles, sin los cuales se incurre en la ira de Dios.

Jesús, en cambio, atrae la atención de sus oyentes hacia lo que está detrás de las exigencias de la ley, conectando con la voluntad de Dios que la promulgó. En último término, prescribe que se busque la perfección a ejemplo del Padre del cielo. Esto, que parece inalcanzable y por tanto una exigencia excesiva, debe entenderse teniendo en cuenta quién y cómo es ese Padre. No se trata de una autoridad tiránica, o arbitraria, o interesada en su propio provecho, sino de un Dios tan grande como misericordioso, comprensivo y dispuesto siempre a perdonar a sus hijos. Pide mucho, es cierto, pero lo da todo (“dame lo que pides, y pide lo que quieras”, oraba san Agustín).

¿Cómo asumimos nosotros esta ley que Jesús nos invita a observar? ¿La creemos injusta y la reprobamos?, ¿la consideramos imposible de cumplir y la ignoramos?, ¿rebajamos sus exigencias y la acomodamos a las nuestras?, ¿o tratamos de serle fieles, a sabiendas de que sólo con la ayuda de Dios podremos cumplirla?

Martes de la III Semana de Cuaresma

Mt 18, 21-35

Mateo nos presenta el pasaje en el que Pedro, acercándose a Jesús, le pregunta hasta cuantas veces debe personar a su hermano si lo ofende; se mencionan unas cifras simbólicas como queriendo manifestar que tantas veces como fuera necesario.

Jesús, para confirmar lo que ha dicho, le expone la parábola en la que un rey quiere ajustar cuentas con sus empleados. Al principio le presentan a uno que le debía una cantidad astronómica y que, al no tener con que pagar, es condenado a ser vendido junto a su familia y todas sus posesiones, con el fin de saldar su deuda. El empleado, arrojándose a sus pies, le ruega que tenga paciencia con él, que se lo pagará; el rey se compadeció y le dejó ir perdonándole la enorme deuda.

Al salir éste, se encontró a un compañero que le debía una cantidad muchísimo menor, pero no haciendo caso de su súplica para que tenga paciencia, lo entrega al alguacil para que lo encarcele.

El resto de compañeros, contrariados, se lo contaron a su señor, el cual llamó al siervo malvado y, recriminándole que él le había perdonado toda su gran deuda cuando se lo pidió, y ¿no podía él hacer lo mismo con su compañero?; indignado lo entregó a los verdugos hasta que pagara toda su deuda.

¡Con cuanta frecuencia aplicamos la ley del embudo!, lo ancho para nosotros y lo estrecho para los demás.

Cuando rezamos el Padre Nuestro, repetimos que el Señor perdone nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden, pero ¿en realidad cumplimos la segunda parte de la petición?

Si Dios consintió que Jesús muriera por nosotros como expiación de nuestros pecados, y en su infinita misericordia perdona nuestras culpas, ¿cómo no vamos a perdonar a los que nos han ofendido?

No tenemos que olvidar lo que nos dice la Sagrada Escritura, tratad a los demás como quisierais que os trataran a vosotros, o, lo que es lo mismo, con la medida que utilizamos con los demás, seremos medidos.

Lunes de la III Semana de Cuaresma

Lc 4, 24-30

La escena del evangelio de hoy está situada en la sinagoga de Nazaret. Jesús acaba proclamar su discurso programático en el que re-lee al profeta Isaías Pero Él no solo reinterpreta al profeta, a la luz de su propio proyecto, sino que pregona que esa Escritura que acaba de anunciar se cumple allí y ahora. Jesús se autoproclama el Ungido del Señor que viene a traer la Buena Noticia a los pobres.

 Ante esto, algunos de sus paisanos quedan admirados, y otros interrogan su identidad: ¿cómo va a ser el Ungido del Señor el hijo del carpintero? Jesús es rechazado en su tierra al presentar su proyecto del Reino. Es consciente que ningún profeta es aceptado en su pueblo, por ello, para explicar su plan como buen pedagogo, recurre al ejemplo de dos profetas del Antiguo Testamento bien conocidos por sus oyentes: Elías, padre de la profecía y Eliseo, su discípulo. Estos profetas del siglo IX a.C. realizaron sendos milagros a personas no pertenecientes al pueblo de Israel: el primero a una viuda de Sarepta, el segundo, a Naamán el sirio. Con sus signos, estos hombres inspirados por Dios manifestaron que la salvación no estaba limitada al llamado pueblo de Dios, sino que estaba abierta a las gentes de todos los pueblos.

El evangelio de Lucas, cuya comunidad pertenece a la gentilidad, también está mostrando que esta Buena Noticia salvadora de Jesús no está cerrada a unos pocos, ni a su pueblo, ni a los galileos, ni a los judíos. La Buena Noticia es para todos, independientemente de su etnia, religión o nacionalidad y tiene que llegar a todo el mundo. Por ello, Jesús no se deja intimidar por nada ni por nadie y se abre paso entre ellos para seguir su camino.

El evangelio de hoy nos interpela y suscita en nosotros algunos interrogarnos: ¿Me creo que la Buena Noticia de Jesús es un mensaje portador de sentido para todos los seres humanos? ¿Procuro ser parte de esa “Iglesia en salida” que va más allá de los muros de nuestros templos para hacer llegar a “los de fuera” “la alegría del evangelio que llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús”? El evangelio también nos hace caer en la cuenta de que es muy difícil entender el Nuevo Testamento sin conocer el AT. El primero es cumplimiento y superación del segundo, y hace continuas alusiones, explicitas o implícitas, al mismo. ¿Procuro formarme en el estudio, tanto en el Nuevo Testamento como en el Antiguo, para entender en profundidad la Palabra de Dios y su Buena Noticia salvadora?

Sábado de la II Semana de Cuaresma

Mt 7, 7-12

Hoy nos presenta la Iglesia una de las tres parábolas de la misericordia del evangelista Lucas. Con esta parábola Jesús quiere mostrar la inmensa misericordia de Dios, que es un Padre bueno para con sus hijos. Dios acoge y ama a todos por igual, sin distinción alguna. Sin embargo, el obstáculo para poder experimentar este amor lo ponemos nosotros.

Por una parte, Jesús nos presenta al hijo menor, que se aleja de la casa del Padre y muestra las consecuencias que conlleva transitar por caminos opuestos a la voluntad de Dios. ¿Quién no se ha alejado alguna vez del camino de Dios? Bien sabemos que cuando nos alejamos de Dios sólo encontramos desengaño, miseria y soledad. Pero lo bueno es hacer como hizo este hijo, que en un momento dado “entró dentro de sí” y se dio cuenta de que se había equivocado.

Es bueno pararse de vez en cuando, entrar en nuestro interior, examinar nuestros actos, nuestro comportamiento y ver si realmente estamos viviendo como Dios quiere, si estamos siendo coherentes con nuestra vida. Siempre estamos a tiempo de volver al buen camino, de volvernos a Dios.

Por otro lado, aparece la actitud del hijo mayor, que aparentemente es el que está en el camino de Dios, porque siempre ha estado junto a Él, siendo cumplidor y considerándose justo y fiel, pero que al fondo con su gran soberbia se ha alejado de lo principal de un verdadero cristiano, que es practicar la misericordia y no juzgar a los demás.

Sin duda, que el gran protagonista de la parábola es el padre, el cual sale al encuentro de los dos hijos. A Él es a quien tenemos que imitar siempre en su gran misericordia para con todos.

Repasemos nuestra vida a la luz de cada uno de estos personajes y veamos en cuál de estas tres figuras nos vemos reflejados. ¿Realmente actuamos como el padre?