Is 40, 25-31
La primera lectura de hoy preludia las palabras evangélicas que escuchamos: «Venid a mí todos lo que estáis fatigado y agobiado por la carga y yo os aliviaré».
El Señor es la vida misma, la fuerza, el vigor, el aliento dinamizante, que no se cansa ni se gasta, ni pierde energía como nosotros; pero que no es una realidad sublime, inaccesible, puesta en alto sólo para la admiración contemplativa; es una realidad que se comunica, que se nos comunica. En contraste con la perfección suma de la fuerza de Dios, está nuestra debilidad, como lo expresa el profeta: «hasta los jóvenes se cansan y se rinden, los más valientes tropiezan y caen». Pero está también la esperanza: «los que ponen su esperanza en el Señor…. corren y no se casan, caminan y no se fatigan».
Mt 11, 28-30
La invitación del Señor en el Evangelio nos inquieta y desconcierta: por una parte aparece como algo sumamente atractivo: «Todos los que están fatigados y agobiados por la carga, venid a mí y yo os aliviaré», y por otra, se nos habla por dos veces de un yugo que hay que tomar y de una carga que hay que llevar.
La carga fatigosa y agobiante de la que habla Jesús es, ante todo, el legalismo, la casuística y el moralismo estrecho de los escribas y fariseos.
Los adjetivos «suave» y «ligero», puesto al yugo y a la carga del Señor, no nos quitan la desconfianza que estas palabras nos provocan. Jesús nos presenta un seguimiento suyo que es exigente y muchas veces difícil: «si alguno quiere seguirme, renuncie a sí mismo, tome su cruz y sígame»; y nos habla de puerta «estrecha». Pero por otra parte, nos presenta su ley como una liberación, una ley del Espíritu, una ley de hijos de un Padre amoroso. La clave es el amor que inspira, que fortalece, que anima, que da esperanza.
A la luz de estas palabras, debemos de revisar lo fundamental de nuestra actitud ante la vida cristiana. ¿Qué es lo que realmente nos mueve? ¿El temor? ¿La simple costumbre? ¿El amor?