Homilía para el 27 de septiembre de 2018

Lc 9, 7-9 

¡Herodes quería ver a Jesús! La curiosidad es buena, ella nos despierta a la vida. Un niño está siempre curioseando los juguetes y cuanto encuentra en su derredor. Necesita saber. No es este el caso de Herodes.

El modo de actuar de Jesús, profundamente humano y comprometido con los más pequeños, curando males y aliviando penas, suscita la curiosidad de todos, incluso la de Herodes que se comporta como un tirano degenerado.

¿Quién es Jesús? Jesús asume su misión al estilo de los profetas y transmite la Palabra de Dios haciendo aparecer la salvación como algo actual, perceptible y cercano a los más necesitados. Pero como todo profeta está expuesto a las críticas y a las oposiciones de quienes por el sólo hecho de escuchar el Evangelio se consideran atacados o cuestionados.

Herodes está interesado en saber quién es Jesús y anteriormente se había dicho que escuchaba con atención a Juan el Bautista. Pero esta escucha y este deseo de ver a Jesús no brotan de un corazón deseoso de la verdad, sino de un corazón preocupado por ver adversarios en todos los lugares.

Ya ha hecho bastante mal al decapitar a Juan el Bautista, pero no se conforma porque está temeroso de que puedan surgir nuevos adversarios y le hace perder la calma. Cuando el corazón se llena de ambición, hasta las más espléndidas propuestas parecen sospechosas.

Lo que le importa a Jesús es el dolor de los enfermos y de los pobres, y no propone la lucha por el poder. Quizás, también a nosotros nos pase esto al encontrarnos con Jesús: le tenemos miedo y preferimos descalificar o minimizar su mensaje. Tendremos que estar dispuestos a que Jesús nos toque y no andar haciendo comparaciones ni escudándonos en descalificaciones o supuestos peligros.

Este día, también para nosotros, se presenta Jesús y hace sus prodigios; también para nosotros tiene su mensaje; también a nosotros nos ofrece la verdadera curación, pero necesitamos quitar todas las protecciones y estar dispuestos a dejarnos herir por su amor. Dejar a un lado las sospechas y las dudas y aventurarnos en su seguimiento. No tener simple curiosidad por conocer la historia de Jesús, sus milagros, sino dejarnos tocar profundamente por ese amor misericordioso que Jesús nos ofrece.

Quitemos todo obstáculo y abramos nuestro corazón, sediento y ansioso, al amor de Jesús.

Señor, hoy quiero encontrarme contigo, dame tu Palabra, permíteme conocerte, amarte y dejarme amar.

Homilía para el 26 de septiembre de 2018

Lc 9, 1-6

En el mundo consumista y tecnificado de nuestros días, buscamos que incluso la evangelización caiga bajo los mismos criterios.

Cuando se ha encontrado a Jesús no se puede permanecer en apatía y en silencio. Atrás, va quedando las actitudes de conquista que muchas veces vivimos en la Iglesia, pero se van despertando nuevos impulsos en la misión.

El texto que hoy nos presenta San Lucas está en la base de toda la misión, no solo de los 12, sino de todo discípulo. Y en esas pequeñas frases, se sintetiza la misión que tenemos como verdaderos misioneros: los reunió, les dio poder y autoridad para expulsar toda clase de demonios y curar enfermedades, luego los envío a predicar el Reino de Dios y a curar enfermos.

Está muy claro que la fuerza que tenemos como discípulos será estar reunidos, no tanto externamente, sino de corazón y en verdad.

El poder que les da Jesús no es un poder temporal, no es un poder de dominio, no es un poder para juzgar a los hombres, sino un poder para expulsar demonios y curar enfermedades.

El señor ofrece la salvación a los hombres de toda época. Nos damos cuenta de la necesidad de que la luz de Cristo ilumine los ámbitos de la humanidad: la familia, la escuela, la cultura, el trabajo, el tiempo libre y todos los sectores de la vida social. Ahí encontramos muchos demonios y muchas situaciones de enfermedad; ahí tiene el cristiano que llevar la verdadera palabra que libere y dé salvación. Quizás muchas veces, interpelando y llamando a la conversión. Primeramente la propia conversión que logre nuevos rumbos y nuevas opciones de vida.

La forma nos la ofrece el mismo Evangelio: con la confianza puesta en Dios, no puesta en nuestra inteligencia ni en nuestros fabulosos medios, ni en la fuerza. La única fuerza que tiene el discípulo es la del Evangelio. Es necesario que descubramos, cada vez más, la urgencia y la belleza de anunciar la Palabra para que llegue el Reino de Dios predicado por Cristo mismo. Pero lo tenemos que hacer al estilo de Jesús.

Este día tendremos la oportunidad de encontrarnos con diferentes personas. Que nadie se vaya desilusionado por nuestra forma de vivir, que nadie se vaya con el corazón vacío. Que quién mire nuestro rostro, nuestra vida, pueda tener la seguridad de que Jesús sigue actuando sus prodigios por medio de nosotros, con nuestros pobres medios, pero con su misma generosidad y alegría.

Tú eres misionero de Jesús, tú eres portador de su palabra llevada con alegría.

Homilía para el 25 de septiembre de 2018

Lc 8, 19-21

Los que escuchan la Palabra de Dios y la ponen por obra: este es el concepto de familia para Jesús, una familia más amplia que aquella en la que se viene al mundo. Es la enseñanza del Evangelio que acabamos de escuchar, donde es el mismo Señor quien llama madre, hermanos y familia a los que le rodean y le escuchan en su predicación. No se puede entender el Evangelio que acabamos de leer como si Jesús despreciara o condenara a la familia, ni si quiera como si no la tuviera en cuenta, o que estas palabras manifestaran poco aprecio hacia su Madre, la Virgen María.

Podemos descubrir en estas palabras de Jesús su empeño por crear la nueva familia de Dios, no basada ni en la carne ni en la sangre, sino en la Palabra. Podríamos decir en la Palabra con mayúsculas, ya que quien escucha esta Palabra que es Jesús, y la pone en su corazón, encontrará nuevos hermanos y hermanas, una nueva familia.

Sólo el Señor Jesús tiene palabras de vida eterna, capaces de crear nuevas relaciones, nuevos lazos y una alegría nueva. La relación entre la Palabra de Dios y esta nueva familia, la alegría y el servicio, se manifiesta claramente en María. Vienen a nosotros las palabras que le dirigió el Ángel: “dichosa tú que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá”

María es dichosa porque tiene fe, porque ha creído y en esta fe ha acogido en su propio seno al Verbo de Dios para entregarlo al mundo. Jesús se encarna porque ha habido una mujer sencilla que ha creído en la Palabra y le ha permitido anidar en su vientre.

Las palabras de este evangelio dan a María una nueva alabanza, no sólo en la elección para ser Madre, sino en la escucha y aceptación de la Palabra. Jesús, así muestra la verdadera grandeza de María, abriendo también para nosotros la posibilidad de una nueva familia, una nueva relación que nace de la acogida y de la puesta en práctica de la Palabra.

Nuestra relación personal y comunitaria con Dios, depende del aumento de nuestra familiaridad con la Palabra divina. Gracias a Dios, en los últimos tiempos se ha dado una relevancia especial a la Palabra de Dios, pero para muchos cristianos queda en el olvido, como algo ya sabido. Sin embargo, la Palabra es dinámica y cada día trae algo nuevo a nuestros oídos y a nuestra vida. La misma Palabra ofrece fuentes nuevas de reflexión, de consuelo y de esperanza.

Es necesario que cada uno de nosotros busque esos espacios propios para escuchar la Palabra en pequeños grupos, en las celebraciones, en los estudios y en la oración personal. Un cristiano sin la Palabra de Dios es un árbol seco que no puede dar fruto y amenaza con desplomarse.

Escuchemos la Palabra para tener la vida de la nueva familia.

Homilía para el 21 de septiembre de 2018

Hoy celebramos a san Mateo, que era un recaudador de impuestos. Si ahora no nos gusta que nos cobren impuestos, imaginaros lo que sería en aquellos tiempos. Una persona que cobra, pero para beneficiar al Imperio Romano que está sometiendo al pueblo de Israel.

Sus compañeros lo consideraban impuro y traidor al pueblo, por tratar con los paganos y estar al servicio del opresor extranjero.

Dios nos sorprende, Dejémonos sorprender por Dios. Y no tengamos la psicología del ordenador de creer saberlo todo. ¿Cómo es esto? Un momento y el ordenador tiene todas las respuestas, ninguna sorpresa.

En el desafío del amor Dios se manifiesta con sorpresas. Pensemos en san Mateo, era un buen comerciante, además traicionaba a su patria porque le cobraba los impuestos los judíos para pagárselo a los romanos, estaba lleno de dinero y cobraba los impuestos.

Jesús pasa, mira a Mateo y le dice: ven. Los que estaban con él dicen: ¿a este que es un traidor, un sinvergüenza? y él se agarra al dinero. Pero la sorpresa de ser amado lo vence y siguió a Jesús.

Cada vez que celebramos a uno de los apóstoles, podemos recordar nuestra propia vocación, sobre todo nuestra vocación a ser discípulos de Cristo.

En este llamado veremos que no nos llamó por que fuéramos los mejores, los más santos, los más inteligentes, sino muchas veces, como el caso de casi todos los apóstoles, porque tuvo compasión de nuestra miseria… pues como bien dice San Pablo: «Escogió lo que el mundo considera como inútil para confundir a los sabios y potentes de este mundo».

Esa mañana cuando se despidió de su mujer, Mateo nunca pensó que iba volver sin dinero y apurado para decirle a su mujer que preparara un banquete.

El banquete para Aquel que lo había amado primero. Que lo había sorprendido con algo más importante que todo el dinero que tenía.

¡Déjate sorprender por Dios! No le tengas miedo a las sorpresas, que te cambian todo, que te ponen inseguro, pero nos ponen en camino.

El verdadero amor te mueve a quemar la vida aún a riesgo de quedarte con las manos vacías.

Homilía para el 20 de septiembre de 2018

Lc 7, 36-50 

El amor cubre una multitud de pecados, por eso la mujer pecadora puede escuchar de labios de Jesús: ¡vete en paz! Es un atrevimiento y un escándalo para quien está falto de amor, pues sólo desde el amor se entiende el perdón.  

¿Ama mucho porque se le ha perdonado mucho? O quizás ¿se le ha perdonado porque ama mucho? Los estudiosos de la Biblia no se ponen de acuerdo en el más profundo significado de estas palabras, pero me imagino que es la estrecha relación que surge entre el perdón y el amor.  

Tarea indescifrable para el fariseo que había dado la primera gran muestra de cariño a Jesús: invitarlo a comer. Invita a Jesús a participar de su mesa, de su conversación y de su vida, pero se queda en la pura invitación y aunque abre su casa no le abre el corazón.  

La mujer, por el contrario, soporta las miradas acusadoras de los que se creen justos; reta las reglas de la cortesía y de la pureza y en casa ajena se pone a los pies de aquel comensal tan especial; se suelta el pelo, llora, besa los pies, lo seca con su cabello y los unge con su perfume, perfume de amor.  

Recibe la condena del fariseo, pero también recibe la admiración y el perdón de Jesús.  

El amor es lo único que tiene sentido para poder perdonar y Jesús lleva el amor más allá de las normas y de las leyes; se siente libre para amar con sinceridad y con bondad; se siente libre para dejarse amar y para dar el mejor de los regalos: el perdón y la armonía interior. Y así aparece la gran contradicción: los que se sentían limpios quedan en su pecado porque no han sabido amar, aunque cumplen las leyes. La que se sentía pecadora queda libre y limpia porque ha sabido amar, aunque ha roto las leyes, porque el amor está por encima de la ley.

Homilía para el miércoles 19 de septiembre de 2018

 1 Cor 12, 31—13, 13; Lc 7,31-35

¿Quién puede dar gusto a las personas? Bien dice el refrán popular: “no soy monedita de oro”. Unos condenan y aborrecen lo que otros prefieren. Lo que hoy era lo más agradable y solicitado, mañana se convierte en pasado de moda y detestable. ¿Cómo agradar a los hombres? El mismo Jesús reclama a su generación estas incongruencias de exigencias: lo que rechazan en Juan el Bautista, ahora lo exigen del Mesías y lo que condenan del Mesías, antes lo solicitaban del Bautista.

Cuando se tiene el corazón en el exterior, siempre habrá manipulaciones y disconformidades. Jesús invita a mirar lo que hay en el corazón.

San Pablo en su carta a los corintios nos ofrece este día el bello pasaje que todos conocemos como el himno al amor. Nos centra en lo que es más importante y puede llenar el corazón.

Ni los extremos que hacía Juan el Bautista en el ayuno, ni los milagros de

Jesús son los realmente importantes. Lo que importa es el amor. Y vaya que Juan tenía un amor fuerte como para soportar adversidades; y vaya que Jesús se inflama de amor para recibir a los pecadores para manifestarles misericordia, para darles nueva dignidad. Pero si no descubrimos el verdadero amor estaremos siempre discutiendo qué podemos y qué no podemos hacer. Criticaremos cada una de las acciones.

Descubrir el verdadero amor nos llevará a dar no solo sentido a cada una de nuestras acciones, sino a nuestra vida misma. Por eso San Pablo coloca al amor por encima de todas las virtudes, porque sin amor, lo que es generosidad se puede transformar en manipulación o exhibición; lo que es fe se puede quedar en imposición; lo que es servicio se deforma y pierde su sentido.

Ya nos escribe San Pablo con mucha precisión las cualidades del amor: comprensivo, servicial, que no tiene envidia, que comprende todo, que disculpa todo, que todo lo cree.

Qué hermosa descripción hace el Papa Francisco sobre este himno de la caridad en la Amoris Laetitia

Y queda nuestra pregunta: ¿cómo es nuestro amor? Si nos acercamos a Jesús y le decimos que nos inflame de su amor, podremos iniciar este gran camino de entrega, de donación, de plenitud en nuestra vida que es el amor.

Homilía para el martes 18 de septiembre de 2018

Lc 7, 11-17

Una de las actitudes que más le gusta destacar a san Lucas es la misericordia de Jesús. Quizás porque él viene de una cultura pagana en donde los dioses son crueles, Lucas presenta en cada oportunidad la ternura y la compasión de Dios en Jesucristo.

Nuestro Dios es el Dios de la misericordia, es el Dios que se conmueve ante nuestras miserias y penalidades, por ello es el Dios de los pobres, de los necesitados, de los miserables.

Dos cortejos, dos caminos, dos destinos. La mujer en su soledad, en su abandono y en su tristeza lleva el camino de la muerte. ¿Qué puede esperar una mujer sin marido, sin hijos, en la cruel sociedad machista de Israel? Ciertamente las perspectivas no son muy halagadoras y muy negro se presenta el panorama.

En sentido contrario viene el cortejo de la vida. Jesús que parecería ajeno a la cruel situación, se hace el encontradizo para dar vida. Las lágrimas de tristeza de la viuda se transforman en lágrimas de alegría de la madre. Jesús da nueva vida y nueva oportunidad para construir nuevamente a la familia.

Uno de los temas insistentes y preocupantes es el camino que lleva la juventud. Hay personas pesimistas que acusan a los jóvenes de desequilibrados, inconscientes, sin interés alguno; otros más optimistas, los perciben como la nueva fuerza que pueden renovar una sociedad y una iglesia que parece derrumbarse. Pero todos coinciden en que se debe dar una especial atención, un acompañamiento y fuertes principios a la juventud.

Hay quienes perciben la juventud casi como muerta, igual que en el Evangelio que acabamos de escuchar. Al igual que aquel joven, quisiéramos que Jesús les dijera levántate: “levántate” y que los jóvenes comenzarán a caminar por el sendero de la vida. Necesitamos acercar a nuestros jóvenes a Jesús, ayudarlos a encontrar a Jesús para que les dé nueva vida.

Hay muchas situaciones que fácilmente llevan a los jóvenes por caminos de muerte: la ambición, el alcoholismo la vida fácil, deseos y sueños que les han infundido los pregoneros de felicidades basadas solo en los bienes materiales.

Necesitamos dar a nuestra juventud oportunidad de transformar nuestra sociedad, pero necesitan tener en su corazón a Jesús.

A todos los jóvenes que hoy se sienten perdidos en el camino de la muerte, que se sienten tentados por el suicidio, las drogas o el dinero fácil hay que decirles que con Cristo pueden vivir una vida diferente, que escuchen su palabra diciéndoles: “joven, levántate” y que dejemos ataúdes, ataduras, postraciones y que nos unamos al cortejo de la vida de Jesús y que nos unamos a la vida de Jesús.

Homilía para el 14 de septiembre de 2018

La Exaltación de la Santa Cruz

Hoy, día 14 de septiembre, celebramos la Fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz. La cruz de Jesús es exaltada, puesta en alto, levantada… Pero, ¿qué puede tener una cruz para que sea exaltada? ¿No es su símbolo de tormento, de dolor, de muerte…?

En esa cruz está Jesús. «Nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre”. Por eso la exaltamos. Porque los maderos de esa cruz llevaron al Dios con nosotros, al que se acercó a nuestra vida para que nuestra vida pudiera estar cercana a la de Dios.

En esa cruz hay mucho amor entregado. Porque “tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna”. Por eso la exaltamos. Porque para nosotros, más allá del dolor y la injusticia que supusieron la crucifixión de Cristo, esa cruz es signo del amor de Dios por la humanidad.

En esa cruz están, junto a Jesús, los crucificados de nuestro mundo. “Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él”. Por eso la exaltamos. “Cristo ha muerto por todos los hombres sin excepción: no hay, ni hubo ni habrá hombre alguno por quien no haya padecido Cristo” (Concilio de Quiercy, año 853). Por eso, desde la cruz de Jesús, ninguna soledad, ni oscuridad, ni pecado son la palabra definitiva… sino un momento del camino, que espera la luz de la Pascua.

Cuando un cristiano miramos la cruz, vemos en ella mucho más que un par de palos. Vemos a Cristo, vemos amor entregado… y una llamada a dejarnos amar y llevar amor a los crucificados de nuestro mundo. Por eso la exaltamos… Y al hacerlo, comprendemos algo mejor lo que es la Pascua.

Por su parte, el Papa Francisco dijo: “Cuando caminamos sin la cruz, cuando edificamos sin la cruz y cuando confesamos un Cristo sin cruz, no somos discípulos del Señor: somos mundanos, somos obispos, sacerdotes, cardenales, papas, pero no discípulos del Señor. Quisiera que todos… tengamos el valor, precisamente el valor, de caminar en presencia del Señor, con la cruz del Señor; de edificar la Iglesia sobre la sangre del Señor, derramada en la cruz; y de confesar la única gloria: Cristo crucificado. Y así la Iglesia avanzará”

Coloca hoy, ante Jesús, las cruces de tu vida. Y pídele que las ilumine con su luz.

homilía para el jueves 13 de septiembre 2018

Lc 6, 27-38 

El cristiano es en definitiva una persona distinta a las demás. Sus criterios no van muy de acuerdo con los del mudo pues ha adoptado la «ilógica» manera de pensar de su maestro.  

Lo más extraño de todo es que a pesar de lo ilógica que parece la enseñanza de Jesús es la única que nos garantiza la verdadera felicidad.

En el Evangelio de hoy Jesús nos da como una serie de recetas que nos pueden hacer felices y quitarnos ese peso que nos atormenta y nos llena de desgracias.  

Lo primero que Jesús nos sugiere es el amor a los enemigos. El amor a quien nos quiere nos da una cierta felicidad, pero el amor a quién no nos quiere viene a suprimir toda esa angustia que nos produce el rencor, los deseos de venganza y los resentimientos. Nadie puede ser más feliz que quien ama a todas las personas. Entendamos, no es el amor sentimental, es el amor de decisión.  

Y sigue Jesús con una serie de recomendaciones que van todas sustentadas en la generosidad: Tratar a los demás como queremos que nos traten. Ojo, dice que como queremos que nos traten, no como ellos nos tratan. Hacer el bien sin esperar recompensa; prestar sin esperar impuestos o intereses; vestir al que tiene necesidad. Son algunas de las recomendaciones que nos hace Jesús y que a Cristo hicieron feliz. Sería más fácil decir comportaos como Cristo se ha comportado y veréis que encontrareis la felicidad.  

Parecería que Jesús quiere resumir todos sus consejos en una afirmación muy profunda: “sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso”, y entendamos claramente que misericordioso no se refiere a esa especie de lástima que nos lleva a socorrer y a atender a los demás. Misericordioso quiere decir que siempre y en todo momento ama, que pone su corazón junto a sus hijos, y lo dice explícitamente: “porque Dios es bueno hasta con los malos y los injustos”.  

Dios ama porque es padre y tiene entrañas de misericordia. Y nosotros ¿cómo amamos? Y nosotros ¿encontramos en el verdadero amor la felicidad? Y nosotros ¿somos misericordiosos?

Homilía para el 12 de septiembre 2018

Lc 6, 20-26

Si todo el evangelio es buena nueva, hay partes centrales que sustentan toda la vida del discípulo. Las bienaventuranzas forman ese núcleo que hace diferente la propuesta de Jesús.

Mientras San Mateo sitúa está predicación en un monte queriendo elevar el espíritu y presentando a Jesús como un nuevo Moisés, con una ley nueva y diferente; san Lucas sitúa las bienaventuranzas en un llano para mostrar a Jesús junto al pueblo, muy cerca de las personas; mientras San Mateo nos recuerda 9 bienaventuranzas, san Lucas presenta solamente 4 y unidas a los ayes o malaventuranzas que ya el profeta Jeremías nos anunciaba desde el Antiguo Testamento.

Mientras San Mateo insiste en un aspecto más espiritual y del corazón, en un sentido exhortativo, san Lucas nos hace enfrentarnos a la dura realidad de la pobreza, de la miseria, del dolor y del hambre.

Conviene tener muy presente a quienes llama Jesús felices o bienaventurados y de quienes se lamenta, porque podemos estar buscando la felicidad inmediata y olvidarnos de lo que Jesús valora.

Jesús llama felices y dichosos a cuatro clases de personas: Los pobres, los que pasan hambre, los que lloran y los que son perseguidos por causa de la fe; y se lamenta y dedica sus ayes, que algunos llaman maldiciones, a cuatro clases de personas: Los ricos, los que están saciados, los que ríen y los que son adulados por el mundo.

Que diferentes son nuestros valores y conceptos. Es muy distinta la ambición y la motivación del hombre actual, o quizás del hombre de todos los tiempos.

Y nosotros ¿dónde estamos?, ¿dónde ponemos nuestra felicidad?

Jesús desestabiliza la escala de valores que predomina en la sociedad. Las bienaventuranzas expresan un radical cambio en valores que la presencia del Reino de Dios pide. Las bienaventuranzas son signos de la presencia del Reino de Dios. Proclaman la llegada de las promesas mesiánicas. Quién dice sí a Jesús encuentra el gozo de sentirse amado por Dios y se hace participar tanto de la historia de la salvación, juntamente con los profetas y con el mismo Jesús.

Podemos llegar a preguntarnos ¿cómo puede ser feliz una persona siendo pobre? Es difícil responder con teorías. Yo os invito a contemplar a Jesús, yo creo que Jesús es inmensamente feliz y sin embargo es pobre.

Las bienaventuranzas que proclama Jesús están íntimamente unidas a su persona y son la manifestación de que se puede ser realmente feliz.

¿Tú eres feliz? ¿Qué te falta para ser feliz? ¿Qué te dice Jesús?