Miércoles de la XXXIV Semana Ordinaria

Apoc 15, 1-4

Hoy hemos contemplado otra visión de esperanza: el cántico que los vencedores de la bestia entonan junto al mar.

Es un reflejo de lo que anunciaban los acontecimientos del Éxodo (caps. 14 y 15), en la primera pascua de los hebreos.  Ellos habían sido liberados de la esclavitud de los egipcios y habían atravesado el Mar Rojo.  Cuando se encontraban a la orilla del mar, Moisés, el jefe del pueblo, había entonado un cántico de acción de gracias.

Los vencedores del mal que han sabido soportar las persecuciones y han aceptado la muerte uniéndose a la muerte del Cordero, ahora, unidos a su victoria entonan un canto de alabanza a Dios.

Hemos oído una página pascual.  En esto consiste nuestra vida cristiana, en estar unidos fundamentalmente en el bautismo a Cristo que muere y resucita.  Nuestro trabajo es identificarnos con Cristo que «se entregó hasta la muerte y una muerte de cruz» para, un día, ser unidos a la gloria de su nombre nuevo.

Lc 21, 12-19

El templo ya había sido destruido; muchas persecuciones ya habían sido experimentadas por los apóstoles y los discípulos de Jesús, pero también esas palabras de Jesús miran todavía más adelante, contemplan muchas otras catástrofes, muchas otras persecuciones, hasta proyectarse en la última venida del Señor, en su aparición maravillosa, en la «hora de la liberación», como dirá más adelante.

El testimonio del Señor pide siempre un esfuerzo especial ante los rechazos, las contradicciones y las persecuciones.  Pero es obra del Señor, El dará la fuerza y las «palabras sabias».

El Señor es punto de contradicción y el que lo quiera seguir radicalmente sufrirá también contradicción hasta de los más cercanos.  Pero, «si se mantienen firmes, conseguirán la vida».

Martes de la XXXIV Semana Ordinaria

Apoc 14, 14-19

Hoy nos presentaba el libro del Apocalipsis una de las visiones de san Juan: la visión de la venida de Cristo.

El protagonista es «alguien semejante a un hijo de hombre», es el mismo «Hijo del hombre» del Evangelio, Cristo, que aquí nos aparece glorioso, coronado como rey que es, pero también con una hoz.

Es el juicio final, el hecho que vendrá a dar a cada uno lo que merece, donde las injusticias quedarán vengadas y donde los reales valores aparecerán.  Será el triunfo de la vida sobre la muerte, de la alegría sobre el sufrimiento.

Es la época de la siega y de la vendimia, imágenes ya usadas por Joel (4,13) y por el mismo Cristo (Mc 4, 29).

Tengamos siempre presente este juicio definitivo, no con temor y temblor, pero sí con fidelidad, sabiendo que nos juzgará el amor y nos juzgará sobre el amor.  Por esto, con toda la Iglesia clamaremos siempre, tal como será el tema del Adviento ya cercano: Marana tha -ven, Señor.

Lc 21, 5-11

Seguimos en la última semana de Jesús, previa a su Pasión, y en nuestra última semana del año litúrgico.  Jesús está en el templo, predicando.  Es inevitable que los discípulos se sientan orgullosos de la construcción del templo, de la «solidez de su construcción»,  de «la belleza de las ofrendas».

Jesús comienza su «discurso sobre el fin del mundo».  El Señor usa las imágenes más o menos terribles de los acontecimientos de los últimos días.  Primero una imagen aterradora, la destrucción del templo, algo inconcebible para la mentalidad patriótica y religiosa de los contemporáneos de Jesús.  El será acusado en su proceso: «le hemos oído decir: yo destruiré este templo… » (Mc 14, 38), y de Esteban se dirá: «lo hemos oído decir que ese Jesús de Nazaret destruirá este lugar…

Pero sucedió que el templo, aun lleno de misterio y de presencia de Dios, había fallado a su función mesiánica, no por él mismo, sino por el pueblo de quien era expresión.  Dios ya ha encontrado su tienda (Jn 1,14) y su habitación entre los hombres (Apoc 21, 1s).

Recibamos la Palabra, hagámosla vida con la fuerza del Sacramento.

Lunes de la XXXIV Semana Ordinaria

Apoc 14, 1-3. 4-5

Hemos iniciado la última semana de nuestro año litúrgico.

No olvidemos la finalidad esperanzadora del Apocalipsis, no nos dejemos atrapar por el exterior de los símbolos tan abundantes en este libro, sino miremos hacia donde ellos nos quieren guiar.

Hoy hemos visto una multitud incalculable; 12 son las tribus de Israel y 12 los apóstoles, los nuevos jefes del pueblo nuevo.  El doce es totalidad y todavía más ahora, pues se trata del cuadrado de doce, 144.000, que es número figurativo.  Hoy diríamos millones de millones.  Esta incalculable multitud celebra una liturgia laudativa delante del Cordero.  Todos cantan el cántico nuevo.

El Cordero nos apareció «como inmolado».  Pero ahora es el triunfador que está de pie sobre el monte Sión.  Los que lo alaban llevan en la frente su marca.  Han vivido conforme a su ejemplo y a sus dictados.  Supieron vivir sin mancha y sin mentira.

Unámonos hoy en el seguimiento y en la alabanza del Cordero para podernos unir un día al himno eterno de los glorificados.

Lc 21, 1-4

Estamos en la última semana del tiempo ordinario y del año litúrgico y estamos, según la narración de Lucas, oyendo los últimos acontecimientos de la vida del Señor antes de su Pasión.  Jesús está predicando en el templo.  Jesús mira lo que pasa en aquella galería de columnas del amplio atrio; ante la «Tesorería», hay trece arcas en las que se depositan las limosnas, en sus diversas clases, las cuantiosas de unos ricos, y las pequeñísimas de una pobre viuda, dos «leptas», la sexagésima cuarta parte de un denario, es decir, del salario de un día.  Desde nuestro punto de vista, se trata de una realidad «grande», ante una realidad «pequeña».  Desde el punto de vista de Dios -el real, el verdadero-  los valores están invertidos: «Yo les aseguro que esta pobre viuda ha dado más que todos».

¿Procuramos que nuestro punto de vista sobre las realidades, las circunstancias, las personas, los valores que nos rodean, se parezca cada vez más al de Dios?

Sábado de la XXXIII Semana Ordinaria

Apoc 11, 4-12

En las páginas del Apocalipsis hay fragmentos sumamente obscuros, de muy difícil interpretación.  Hoy hemos escuchado uno de ellos; nos preguntamos ¿quiénes son estos  «dos testigos… los dos olivos y los dos candelabros»?  Se trata desde luego de una «cita» de Zacarías (4, 2.14) que representaba a Josué y a Zorobabel, el poder espiritual y el temporal en su tiempo.  Pero aquí las interpretaciones son variadas, unos miran a Moisés, es decir la Ley, y a Elías, es decir, los profetas, y ciertamente aparecen rasgos de ellos, los dos testigos de la Transfiguración; otros ven nada menos que a los apóstoles Pedro y Pablo, muertos en la persecución de Nerón.

Es también clara, en medio de esa obscuridad, la visión pascual: los testigos sufren persecución, humillaciones, muerte, pero vence el «espíritu de vida» y serán glorificados.

Si verdaderamente queremos ser testigos de Cristo crucificado, escándalo para unos, locura para otros, deberemos soportar persecuciones en una u otra forma, pero lo haremos siempre en la esperanza de compartir la vida nueva del Señor resucitado.

Lc 20, 27-40

En el término de la gran subida a Jerusalén, nos dice nuestro guía, el evangelista Lucas: Jesús «estaba enseñando todos los días en el templo».  En este marco de Lucas, Jesús recibe una serie de impugnaciones y objeciones.  Las autoridades, pontífices, ancianos y escribas, lo interrogan: «¿con qué autoridad haces esto?», luego le preguntan sobre la licitud del tributo al Cesar, por fin, viene el caso propuesto por los saduceos; éstos son de la clase sacerdotal, fundamentalista y que, efectivamente, negaban la resurrección, y hasta la inmortalidad del alma y la existencia de espíritus en general.

Su objeción se funda en un «caso» extremo, muy improbable: «¿de cuál (de los maridos) será esposa la mujer, pues los siete estuvieron casados con ella?»

Jesús, como ya lo escuchamos en Marcos (12, 18-27), da dos respuestas.  Una, están ustedes juzgando con criterios humanos y terrenos lo que ya no lo es.

Y la otra respuesta se basa en un texto de la Escritura; la conclusión es: «Dios no es Dios de muertos, sino de vivos, pues para El todos viven».

Vivamos ya desde ahora la vida eterna que nos comunica, sobre todo en la Eucaristía, el Señor resucitado.

Viernes de la XXXIII Semana Ordinaria

Apoc 10, 8-11

Hoy nos aparece otro rollo, éste, pequeño, es reflejo de un libro similar al que aparece en Ezequiel (2, 10-3,3) y que  representa la revelación hecha al profeta; éste tiene que hacer suyo el mensaje de Dios, asimilarlo –comerlo y digerirlo-  antes de comunicarlo.

El libro es dulce, revela el amor de Dios, su Palabra es reconfortante, iluminadora, dulce en la boca, esperanzadora, es garantía de libertad, de seguridad, de paz, de salvación; pero amarga en las entrañas, puesto que es exigente, nos revela también nuestro mal, no es posible hacer con ella componendas, da miedo dejarse penetrar por ella, tememos tener que cambiar, la puerta es angosta, el camino es estrecho, la ley amorosa del Señor no deja de ser «carga» y «yugo».

«Tienes que anunciar lo que Dios dice…», es mandato para cada uno de nosotros.

Lc 19, 45-48

En la religión judía se había llegado a un acuerdo: si no hay más que un solo Dios, no debe haber sino un solo lugar de culto, y éste llegó a ser el templo de Jerusalén.  El templo centraba en sí toda la historia religiosa de Israel: su historia, sus tradiciones, su fe, sus prácticas, etc.

Las palabras de Jesús, podemos entenderlas no sólo con lo que estaba pasando en las grandes explanadas que rodeaban al templo, lo que ahí se vendía y se compraba era necesario, indispensable para el culto del templo, sino que son palabras que van contra el formalismo, el legalismo exagerado, los compromisos con el poder y con el dinero.  Y estas palabras de Jesús nos alcanzan a nosotros y nos hacen reflexionar sobre la situación concreta de nuestras comunidades cristianas.

Jesús de ninguna manera va contra las instituciones religiosas judías –«Jesús enseñaba todos los días en el templo»- sino contra sus desviaciones y desgastes.

«Todo el pueblo estaba pendiente de sus palabras».  Que nosotros también lo estemos hoy, para hacerlas realidad práctica.

Jueves de la XXXIII Semana Ordinaria

Apoc 5, 1-10

La visión que nos presenta hoy san Juan es la del libro de la historia del mundo, de sus orígenes, de la salvación, el tiempo todo, es presentado como un rollo escrito por las dos caras y sellado con 7 sellos.  Sólo Dios lo conoce, la capacidad humana no puede penetrar.

Sólo Dios puede revelarlo y sólo Jesús, la revelación suprema del Padre, puede romper los sellos.  Es Cristo paciente que sufre la muerte, el cordero inmolado, imagen de debilidad y muerte, pero al mismo tiempo imagen de fuerza –siete cuernos- y de sabiduría ­ -siete ojos- .Pero  es también el glorioso: «ha vencido el León de la tribu de Judá, el Descendiente de David».

Y oímos el «canto nuevo»: «con tu sangre compraste para Dios hombres de todas las razas y lenguas, de todos los pueblos y naciones, y con ellos has constituido un reino de sacerdotes que servirán a nuestro Dios y reinarán sobre la tierra».

Lc 19, 41-44

El Señor en su subida a Jerusalén, hemos escuchado sus palabras y admirado sus maravillas, de Jericó a Jerusalén, camino que consta de unos 20 Km. de cuesta.  Jesús mismo organizó su entrada entre las aclamaciones de la gente.  Ya está en el monte de los Olivos, desde ahí se domina toda la ciudad de Jerusalén, las murallas, las edificaciones entre las que destaca el templo, el signo de la fe, del culto, de la identidad nacional.  La gente canta el salmo 21: «que alegría cuando me dijeron… ya están pisando nuestros pies tus umbrales…. haya paz a en tus muros y tus palacios…. diré: la paz contigo…».

«¡Si en este día tú comprendieras lo que puede conducirte a la paz…!» Jesús llora ante la futura destrucción de su pueblo.

Hay en la ladera del monte de los Olivos una capilla que se llama «Dominus flevit», el Señor lloró.  Un gran ventanal enmarca la vista de la ciudad; en la base del altar está un mosaico con una figura de una gallina cobijando sus pollitos.  Expresa gráficamente unas palabras del Señor en el mismo evangelio de Lucas (13, 34-35): «Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como la gallina reúne a sus pollitos…»

«Si este día comprendieras tú lo que puede conducirte a la paz»,  es la última oportunidad… «No aprovechaste la oportunidad que Dios te daba».  Los misterios de la libertad humana…

Aprovechemos esta oportunidad.

Miércoles de la XXXIII Semana Ordinaria

Apoc 4, 1-11

Cuando nosotros oímos la palabra «apocalíptico», inmediatamente nos viene la idea de desastre, de catástrofe, pero como lo hemos visto, el Apocalipsis es, ante todo, un mensaje de esperanza, de aliento.

El grandioso lugar descrito aquí en el que se realizan las acciones narradas, refleja la disposición de una basílica primitiva: una sede presidencial, en torno los asientos de los presbíteros, siete luminarias, un altar y luego el lugar de la asamblea.

Los cuatro vivientes son figuras tomadas del zodíaco primitivo: hombre, león, toro y águila,  e indican todas las direcciones.  Son los ángeles que presiden el gobierno del mundo físico; luego fueron aplicados a los 4 evangelistas.

La doxología final nos habla de la trascendencia absoluta de Dios, en este caso, de la trascendencia en el tiempo: «Santo, santo, santo el Señor, Dios Todopoderoso, el que era, el que es y el que ha de venir».

Lc 19, 11-28

«Ya se acercaba Jesús a Jerusalén y la gente pensaba que el Reino de Dios iba a manifestarse de un momento a otro…»  Dentro de muy poco Jesús será recibido con palmas y ramos… Dentro de diez días los discípulos de Emaús dirán: «Nosotros esperábamos que El sería el libertador de Israel… pero ya han pasado tres días…» (Lc 24,21); unos 40 días después dirán los discípulos: «Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar el Reino…?  Mucho tiempo después todavía se dirá: «¿Dónde está la promesa de su venida?  Desde que murieron los padres, todo sigue como desde el principio de la creación».  (2 Pe 3,4).

«Un hombre de la nobleza se fue a un país lejano para ser nombrado rey y volver como tal».

¿Qué hay que hacer en la espera?

Hay que hacer rendir los dones del Señor -«inviertan este dinero mientras regreso»- pues: 1° Son de Él, no nuestros.  2° Hay que hacerlos «rendir».  3° Son para bien de los demás.

Martes de la XXXIII Semana Ordinaria

Apoc 3, 1-6. 14-22

Hoy hemos escuchado los mensajes a los «ángeles» encargados de dos de las comunidades cristianas de Asia Menor.

No sabemos si los «retratos espirituales» son de los jefes de las comunidades o de la comunidad toda.

El sentido ejemplar es evidente: «El que tenga oídos, que oiga lo que el Espíritu dice a las comunidades cristianas».

Los mensajes de hoy hablan de dos situaciones espirituales que nos ayudan a hacer un examen de conciencia.

Una situación extrema es la de apariencia de vida pero que en realidad es muerte, «reaviva lo que queda», «enmiéndate».

La otra situación, tal vez más común, es la de la tibieza: «no eres ni frío ni caliente», y aparece la amenaza: «estoy a punto de vomitarte».  Escuchamos la recomendación, llena de amorosa premura: «Mira que estoy aquí tocando la puerta; si alguno escucha mi voz y me abre, entraré a su casa y cenaremos juntos», repitámosla y meditemos sus consecuencias.

Lc 19, 1-10

Hoy hemos escuchado un milagro mayor.  Una conversión, un cambio total de vida.

Podemos ver tres puntos de reflexión sobre la lectura evangélica proclamada.

1° Zaqueo quería conocer a Cristo, ¿simple curiosidad?  ¿Algo más profundo?  El va y vence los obstáculos, sube al árbol.

Cuántos de nuestros buenos deseos se quedan en eso, en meros proyectos, todos hemos oído la frase: «el camino al infierno está empedrado de buenos deseos».

2° Zaqueo «trataba de conocer» a Jesús, pero Jesús va más allá: se hace invitar, convive con él.

Si nosotros damos un paso hacia Dios, Dios corre infinitos kilómetros hacia nosotros…

3° Todo encuentro con Jesús es salvífico en su doble vertiente: lucha contra el mal: «si he defraudado a alguien, le restituiré cuatro veces más…» y actuación positiva del bien: «voy a dar a los pobres la mitad de mis bienes».

Que la palabra nos ilumine y el Sacramento nos vivifique.

Lunes de la XXXIII Semana Ordinaria

Apoc 1, 1-4; 2, 1-5

Al término de nuestro año litúrgico, leeremos por dos semanas, páginas escogidas de un libro muy especial, el Apocalipsis.  «Apocalipsis» quiere decir revelación.  Es un libro escrito para fortalecer en la fe y para animar a los cristianos en una época muy difícil de persecución.  El autor presenta una gran cantidad de visiones, imágenes, números simbólicos, alusiones veladas a personajes y a hechos históricos contemporáneos, realidades todas muy difíciles de interpretar; por esto, algunas sectas especialmente fundamentalistas lo aprovechan mucho para sus fines anticatólicos, pero de todos modos es muy claro el contenido general: la destrucción de todos los enemigos del cristianismo y la victoria final de Cristo y de su Iglesia.

Este libro debe haber sido escrito a fines del reinado de Diocleciano (90-96).

Después de la narración de una primera visión, Juan se hace transmisor de una serie de mensajes a siete comunidades cristianas de Asia Menor.  Hoy oímos la dirigida al «ángel» de Éfeso.  La situación de este «ángel» ¿no refleja en algo nuestra propia actitud personal o comunitaria?

Lc 18, 35-43

Jesús va subiendo hacia Jerusalén, hacia su Pascua.  Ya está muy cerca, unos 20 Km.

Si leyéramos en nuestros Evangelios los versículos anteriores al texto proclamado, hoy veríamos cómo Jesús anuncia a los apóstoles: «Miren, vamos a Jerusalén, y se van a cumplir en el Hijo del hombre todas las cosas que fueron escritas por los profetas»; les habla de encarcelamientos, burlas, insultos, azotes… muerte.  «Ellos no entendieron nada», y el evangelista, dos veces más, dice lo mismo.  ¡Estaban ciegos!  Tal vez el evangelista pone el milagro de la vista dada a un ciego para enseñarles que Cristo es el que da la luz, no sólo la biológica, por así decir, sino también desde el punto de vista salvífico de Dios.

¿Cuáles son las condiciones?  Que hagamos lo que hizo el ciego, que con fe acudamos al Señor: «¡Hijo de David, ten compasión de mí!», que perseveremos en este clamor como él: «lo regañaba para que se callara, pero él se puso a gritar más fuerte».

Que le expongamos al Señor nuestra ceguera: «Señor, que vea».

Y el Señor nos dirá: «Recobra la vista, tu fe te ha curado».  Y bendeciremos y alabaremos a Dios.

Sábado de la XXXII Semana Ordinaria

3 Juan 5-8

Hoy hemos escuchado la parte central de la breve tercera carta de san Juan.

La carta va dirigida al «presbítero Gayo», personaje que no conocemos.  Se inicia con saludos y una alabanza al destinatario.  Al final alude a las actitudes contrastantes de unas personas llamadas Diotrefes y Demetrio.

En esa época de las comunidades primitivas, había muchos apóstoles y predicadores itinerantes.  Esto traía como consecuencia, muchas veces, cierta desconfianza y ciertos malos tratos a los advenedizos.  Esto es lo que Juan echa más adelante en cara a Diotrefes: «Ni siquiera recibe a los hermanos: y a los que lo intentan, se lo prohíbe y los arroja de la Iglesia».

Gayo, en cambio, los había apoyado.  Ahora Juan le pide que les dé provisiones para el viaje.

Las recomendaciones del autor nos iluminan sobre nuestras actitudes de ayuda, también económicas, a las misiones y a toda clase de obras buenas.

Lc 18, 1-8

Es muy curioso que normalmente, cuando escuchamos una parábola del Señor, esos deliciosos cuentitos tomados de la experiencia de las personas y cosas que rodeaban a sus oyentes, tengamos que esperar hasta el final para encontrar la enseñanza o aplicación.  Hoy, en cambio, la enseñanza está dada por el evangelista desde el principio: «para enseñar a sus discípulos la necesidad de orar siempre sin desfallecer», es decir, sin desanimarnos. 

Como se ha hecho notar, la lección esencial de la parábola no es, pues, la perseverancia en la oración, sino la certeza de que será escuchada, tal vez no desde nuestra perspectiva o desde nuestro ángulo de visión, que suele ser estrecho, no desde el valor que nosotros damos a nuestras realidades, por más legítimo y correcto que nos parezca, sino desde la sabiduría infinita de Dios y desde su perfecto amor.

Jesús pone en un extremo de la comparación al juez «que no temía a Dios ni respetaba a los hombres» y que sin embargo, hizo justicia, y en el otro extremo, a Dios, el Padre omnipotente y supremamente amable.

Reescuchemos, como dirigida a nosotros la inquietante pregunta final del Señor: «¿Cuándo venga el Hijo del hombre, creen que encontrará fe sobre la tierra?»

¿Qué le podríamos responder sobre nuestra realidad al Señor?