Esta tarde nos reunimos para contemplar el rostro doliente de Cristo crucificado. Queremos acercarnos al misterio de su Pasión y de su cruz, queremos comulgar con sus padecimientos, queremos agradecer la inmensidad de su amor.
Al comenzar esta tarde la celebración de la muerte de Cristo, lo hemos hecho arrodillándonos en silencio meditativo y agradecido. Es la actitud de quien adora. Ante esta realidad de un Dios que muere por nosotros, ¡qué otra cosa podemos hacer sino echarnos por tierra repitiendo en el corazón: qué grande, y qué fuerte, Dios mío es tu amor! ¡Tu amor ha llegado hasta el fin! ¡Tu amor nos ha salvado! ¡Gracias, Señor!
La celebración de esta tarde toda ella se centra en la Cruz. Hoy, de hecho, la Iglesia no celebra la Eucaristía, el más importante sacramento del culto católico; pero asistimos al memorial mismo de la muerte de Cristo.
Veamos en la cruz algunos aspectos que a lo largo del año litúrgico pasamos por desapercibidos: La cruz implica sufrimiento, pero se trata del sufrimiento que lleva a la alegría.
La Iglesia, mediante su liturgia de hoy, nos invita a creer en el Mesías crucificado y a aceptar en la fe: que la muerte de Cristo es el acto de amor supremo de Dios, por medio del cual nos salva; que Dios ha querido manifestar todo su poder en la debilidad de la cruz; que la locura de la cruz es más sabia que la sabiduría del mundo; que a partir de la muerte de Jesús en el calvario, todo en la vida del creyente adquiere un sentido imposible de alcanzar por otros medios; que gracias a la cruz del Señor podemos tener la certeza de que todos nuestros pecados han quedado perdonados; que después de la cruz, no existe otra fuerza mayor en el mundo que no sea el amor; y, que la vida adquiere su mayor sentido en el amor.
Acabamos de escuchar el impresionante relato de la Pasión. Jesús ha dado su vida por nosotros. Él, el inocente y el justo, ha muerto violentamente a manos de verdugos como si de un criminal se tratase.
La pasión nos muestra todo lo que Jesús ha hecho por nosotros, todo el inmenso amor que ha tenido para con todos los hombres. Hoy, más que nunca, debemos compartir su sufrimiento. Y, también hoy, debemos sentirnos más cerca de Jesús, incluso sintiéndonos culpables de haber pecado, puesto que, como hemos escuchado en la 2ª lectura, Él no es alguien que “no sea capaz de compadecerse de nuestras flaquezas”. Jesús ha pagado a un precio muy caro el mal del mundo. Por eso podemos acercarnos a Él sabiendo que nos perdona y que somos bien acogidos.
Esta tarde, nos acercamos a la cruz con humildad y confianza, sabiendo que Jesús abre sus brazos para acogernos, perdonarnos y fortalecernos. ¡Ojalá supiéramos contemplar los brazos abiertos de Jesús! Por una parte, estos brazos abiertos vencen todo el mal y todo el pecado de nuestro corazón y nos hace mejores y más sencillos, y, por otra parte, nos animan a acercarnos a Él con más fuerza que nunca, con mayor ilusión, superando el desánimo y el desencanto.
Es tremendo la inmensidad de sufrimiento que existe en nuestro mundo. Sufrimiento físico y moral. Guerras, miseria, hambre, violencia y muerte. Toda clase de sufrimientos. Cárceles y torturas. Odios, envidias y desprecios. Y la lista sería interminable. ¡Cuántos rostros marcados por el dolor!
Jesús hoy y aquí sigue muriendo por nuestros hermanos. Jesús sigue siendo escupido, pisoteado, abandonado, torturado, despreciado. En toda persona que sufre debemos ver el rostro de Cristo. Si así lo hiciéramos, nuestra visión del mundo sería muy distinta y nos daríamos cuenta de los valores por los que vale la pena trabajar. Cuando en el camino de nuestra vida nos encontramos con el sufrimiento propio o de algún hermano, sepamos que en este sufrimiento está presente Jesús con los brazos abiertos. De este modo nunca estaremos totalmente solos. Siempre Jesús estar con nosotros. Desde Jesús, la soledad total ya no existe.
Que esta tarde sea para nosotros, tarde de silencio contemplando al crucificado, tarde de oración y de plegaria ante Cristo en la cruz, tarde de adoración y agradecimiento a Jesús que por su cruz nos ha librado de la muerte, tarde de silencio y acompañamiento junto a María que nos dio tal redentor, tarde de esperanza porque nuestra semana santa no termina en viernes de sepultura sino en Domingo de Resurrección.