Miércoles de la XIX Semana del Tiempo Ordinario

Mt 18,15-20

En pocas líneas, Jesús presenta tres cuestiones muy importantes. La primera podría llamarse “la defensa de la verdad”, porque es una invitación a todos los cristianos a defender los principios de la moral. Con frecuencia se muestran comportamientos equivocados (por ejemplo, en materia económica, sexual, etc.) y se presentan como si fueran conductas “normales” o “aceptables”. Sin embargo, Jesús nos pide que demos a conocer la verdad, con claridad y respeto, porque nos importan los demás y queremos que también se salven. El Catecismo es una valiosa ayuda para eso, porque nos da los criterios muy precisos.

De acuerdo a este pasaje de la Escritura, no podemos tomar la posición fácil de decir: “Basta con que yo esté bien… que los demás vean como le hacen”. Es obligación del cristiano el ver por el bien espiritual, físico y moral de los hermanos.

No podemos ver que un hermano peca y nosotros quedarnos tan tranquilos, es nuestra obligación cristiana hacerle ver su error. Para hacerlo recordemos la parábola de la basura en el ojo, pues en ella nos recuerda Jesús que la manera de corregir al hermano es siempre con gran amor y con mucho cuidado, como cuando queremos retirar de su ojo una basurita.

Debemos buscar el momento y las palabras adecuadas con el fin de no lastimarlo. Sin embargo debemos ser sinceros y auténticos. El esfuerzo, debe ir hasta hacernos ayudar de toda la comunidad, si fuera necesario.

Recordemos que somos un cuerpo y si un miembro se enferma, se enferma todo el cuerpo. Tampoco se trata de estar buscando todos los pequeños errores de los demás… se trata de las faltas que pueden llevar sea a la perdición de su vida o a pecados más graves, a faltas morales que distan mucho de la vida cristiana.

Por otro lado es la invitación a ser receptivos a la corrección de nuestros hermanos. Dios nos ama como somos, pero rechaza la idea de dejarnos en estas condiciones. Él quiere que seamos exactamente como Jesús.

Martes de la XIX Semana del Tiempo Ordinario

Mt 18,1-5.10.12-14

Dos grandes enseñanzas nos vienen de este pasaje de la Escritura. El primero nos ayuda a entender que la grandeza del hombre, contrariamente a lo que el mundo nos diría, no está en ser el más importante (de la oficina, de la escuela, de la ciudad… del mundo), sino en el vivir con sencillez la vida, como lo hace un niño.

El niño no se afana por estas ideas de nosotros los adultos. Su mundo infantil está lleno de pequeñas cosas, de sencillez, de mansedumbre y de inocencia.

El segundo, y que quizás hoy tiene una importancia capital, es el cuidado que debemos tener con los niños, sobre todo en su formación. Nuestros niños crecen hoy expuestos a muchos y graves peligros en su formación.

Los niños – en su sencillez interior – llevan consigo, además, la capacidad de recibir y dar ternura. Ternura es tener un corazón de carne y no de piedra, como dice la Biblia (cf. Ez36, 26).

La ternura es también poesía: es sentir las cosas y los acontecimientos, no tratarlos como meros objetos, sólo para usarlos, porque sirven…

Los niños tienen la capacidad de sonreír y de llorar. Algunos, cuando los tomo para abrazarlos, sonríen; otros me ven vestido de blanco y creen que soy el médico y que vengo a vacunarlos, y lloran… pero espontáneamente. Los niños son así: sonríen y lloran, dos cosas que en nosotros, los grandes, a menudo «se bloquean», ya no somos capaces…

Muchas veces nuestra sonrisa se convierte en una sonrisa de cartón, algo sin vida, una sonrisa que no es alegre, incluso una sonrisa artificial, de payaso. Los niños sonríen espontáneamente y lloran espontáneamente. Depende siempre del corazón, y con frecuencia nuestro corazón se bloquea y pierde esta capacidad de sonreír, de llorar.

Entonces, los niños pueden enseñarnos de nuevo a sonreír y a llorar. Pero, nosotros mismos, tenemos que preguntarnos: ¿sonrío espontáneamente, con naturalidad, con amor, o mi sonrisa es artificial? ¿Todavía lloro o he perdido la capacidad de llorar? Dos preguntas muy humanas que nos enseñan los niños.

Por todos estos motivos Jesús invita a sus discípulos a hacerse como niños, porque de los que son como ellos es el reino de Dios.

Los niños traen vida, alegría, esperanza, incluso complicaciones. Pero la vida es así. Ciertamente causan también preocupaciones y a veces muchos problemas; pero es mejor una sociedad con estas preocupaciones y estos problemas, que una sociedad triste y gris porque se quedó sin niños.

Y cuando vemos que el número de nacimientos de una sociedad llega apenas al uno por ciento, podemos decir que esta sociedad es triste, es gris, porque se ha quedado sin niños.

Es necesario que tomemos con seriedad lo que hoy nos dice Jesús: “El Padre no quiere que ninguno de estos niños se pierda”. La pregunta que surge es, y tú ¿qué vas a hacer?

Lunes de la XIX Semana del Tiempo Ordinario

Celebra la Iglesia el día de hoy la fiesta del diácono y mártir San Lorenzo.

Este famoso diácono, miembro de la Iglesia de Roma, realmente llevó a plenitud lo que significa la palabra diácono, esto es, servidor.

Cumplió su servicio haciendo bien a los pobres, cumplió su servicio atendiendo al altar, cumplió su servicio exponiendo la Palabra y cumplió su servicio entregando su propia vida en un martirio cruel: fue asado vivo. De esta manera, Lorenzo es como una imagen completa de los que significa el servicio en la Iglesia.

Las autoridades del Imperio, ávidas de riqueza, sospechaban de este hombre. Y una vez apresado, le pidieron que entregara los tesoros de la Iglesia; Lorenzo no se resistió, condujo a los que tales improperios e imprecaciones le decían, a una sala donde se encontraba un buen número de pobres de los que él atendía diariamente, y les dijo: «Estos son los tesoros de la Iglesia». La respuesta es infinita en su sabiduría a poco que uno la piense.

Pero no bastó y no gustó a sus detractores que, añadieron este motivo a los otros que tenían para enemistarse con él, y lo condujeron finalmente a la horrible muerte que nos recuerda la historia. Y sin embargo, era Cristo a quien servía en la persona de esos pobres, y era el pobre entre los pobres Aquel que por nosotros se hizo pobre para enriqueciéramos con su pobreza; era a ese Pobre al que Lorenzo ofrecía, cuando daba la Sagrada Comunión, y era de ese Pobre de quien hablaba cuando exponía la Escritura.

De esta manera, Lorenzo, siendo de todos, era sólo de Cristo, y siendo sólo de Cristo, era servidor de todos. En realidad, él se había hecho esclavo de Cristo, y por eso no podía alejarse de los pobres, que son como un sacramento permanente de Jesús en la sociedad.

Se había hecho servidor de Cristo, y no podía entonces apartarse de la Eucaristía en la que Cristo presta el mayor servicio al corazón humano y a la vida del Universo; se había hecho esclavo y servidor de Cristo, y entonces no podía apartarse de la Palabra porque, aunque no lo supiera, ya él cumplía lo que después dijo San Jerónimo: «Desconocer las Escrituras es desconocer a Cristo».

Lorenzo, siervo y esclavo de Jesucristo, siguió tan de cerca a su Señor, que lo mismo que le pasó al Señor, le pasó a su siervo. Y así como Jesús entregó su vida para la salvación del mundo, Lorenzo, unido a Cristo, sepultó con su terrible martirio la vida de la Iglesia.

Llena de admiración la Iglesia de Roma reconoció prontamente la inmensa santidad de este hombre y quiso que fuera incluido en el cánon de la Santa Misa. De este modo, los cristianos de Roma de aquella época, pero todos los cristianos de todas las épocas también, reconocemos que siempre que se celebra este Sacrificio hay un diácono quizá invisible, un diácono que sigue ofreciendo a Cristo, sigue ofreciéndose con Cristo, sigue siendo, en Cristo y para Cristo, oblación grata al Padre.

Sé entonces que Lorenzo está concelebrando en esta celebración, sé que su servicio diaconal nos ayuda a entender la Escritura, y que sus manos santísimas, consagradas por el martirio, ofrecerán al Padre la Hostia Santa, y la presentarán también a nuestros corazones, para que sean altares de alabanza a Dios.

Bendito seas, Lorenzo, que celebras con nosotros este Santo Sacrificio; bendito tú, que has sido consagrado Eucaristía en tu martirio.

Viernes de la XVIII Semana del Tiempo Ordinario

Mt 16, 24-28

Jesús puso dos condiciones para seguirlo; negarse a sí mismo y tomar la cruz.

Es importante el orden en el que Jesús las propone, ya que quien no es capaz de renunciar a sí mismo, es decir, a no tenerse por alguien importante, a considerar a los demás mejores, en una palabra a aceptar su realidad de criatura, de su nada, no podrá cargar con la cruz.

Casi todos los estudiosos de la Biblia están de acuerdo en que la expresión «tomar la cruz» fue usada por Jesús pensando en «el ridículo y la humillación» que experimentaban los condenados a la crucifixión que tenían que pasar por la ciudad cargando el madero y después ser exhibidos públicamente.

En esta procesión hasta el lugar de la crucifixión la gente los insultaba, se burlaba de ellos, los escupía y despreciaba. Solo quien se ha negado a sí mismo puede afrontar con serenidad, los insultos, el ridículo, la incomprensión y las persecuciones por causa del evangelio.

Ciertamente seguir a Jesús no es fácil… pero vale la pena, pues: ¿de qué le sirve al hombre ganar el mundo si finalmente se pierde a sí mismo?

LA TRASFIGURACIÓN DEL SEÑOR

El Altísimo baja a nuestra tierra, se reviste de nuestra carne, el Todopoderoso se hace pequeño.

En esta fiesta de la Transfiguración del Señor, contemplamos y adoramos estas maravillas.

«Tanto amó Dios al mundo que nos dio a su propio Hijo».  «El Verbo se hizo carne», Cristo es «imagen del Dios invisible».

Jesús, «seis días después» de la solemne confesión del mesianismo de Cristo hecha por Pedro y del primer anuncio de la Pasión, llevó a Pedro, Santiago y Juan a un monte alto.  Esto tres discípulos serán los mismos testigos de la agonía del Señor y así aparecen cada vez más los extremos de la Pascua.

La tradición señala a este monte como el Tabor.

Allí el Señor se transfigura: el rostro resplandeciente como el sol, sus vestiduras blancas «como la nieve».  Con una blancura que ningún blanqueador podría dar.

En la 1ª lectura oímos la descripción profética de la gloria de Dios.  Ahí se nos hablaba de esa blancura y de ese resplandor al que es unido el «Hijo del hombre».

A sus lados aparecen Moisés y Elías, es decir, la ley y los profetas, que son síntesis y paradigma de la Antigua Alianza.  Ellos rodean al nuevo Moisés, a la Palabra luminosa del Padre, y conversan con El.  «Y hablaban de la muerte que le esperaba en Jerusalén».  De nuevo vemos los contrastes pascuales: en ese marco de gloria se habla de muerte y humillación.  Los apóstoles están admirados pero enormemente felices, por lo que Pedro, que suele ser el portavoz de los demás discípulos, expresa su anhelo: «si quieres haremos tres chozas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías».  Como Pedro, todos anhelamos, muy naturalmente, instalarnos en el gozo, todos deseamos que la felicidad sea una situación estable.

La manifestación llega a un culmen con el testimonio divino, «este es mi Hijo muy amado, mi escogido, escúchenlo».

Y el testimonio es coronado por la aparición de una nube, «que nos cubrió con su sombra», dice Marcos.  Es la nube que manifiesta la presencia de Dios en la tienda y el templo, es la nube que el ángel prometió a María al decirle que la cubriría con su sombra, es también el testimonio mismo del Espíritu Santo que en la otra gran teofanía del bautismo había aparecido como paloma. Y como conclusión de todo queda el mandato de Jesús de no contar nada hasta que Él hubiera resucitado de entre los muertos.

Esto refleja nuestra dificultad de entender, sobre todo en lo concreto de la vida, el misterio pascual de Cristo: de la muerte brota la vida, la gloria de la humillación, el señorío de la obediencia.

Pablo, en la segunda carta a los cristianos de Corinto, nos habla de otra «transfiguración», la nuestra, pues la gloria de Jesús que hoy se manifiesta, Él nos la quiere comunicar también, pero la condición es seguir su mismo camino, reproducir su mismo ejemplo.

«Y nosotros todos, con el rostro descubierto, reflejando como en un espejo la gloria del Señor, su imagen misma, nos vamos transfigurando de gloria en gloria como por la acción del Señor, que es espíritu» (3,18).

«Hemos visto su gloria, gloria que le corresponde como Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,14).

“En efecto, Dios lo llenó de gloria y honor, cuando la sublime voz del Padre resonó sobre El… y nosotros escuchamos esa voz, vendrá del cielo, mientras estábamos con el Señor en el monte santo» (2 Ped 1, 17-18).

Miércoles de la XVIII Semana del Tiempo Ordinario

Mt 15, 21-28

Este pasaje del Evangelio es uno de los que más polémica causa y asusta a muchos comentaristas, hay quienes llegan a decir que esta mujer evangeliza y enseña a Jesús; hay quienes por el contrario quienes afirman que las negativas y las palabras de Jesús tan contundentes y hasta despectivas, solo tienen la finalidad de mostrar la fe de la mujer cananea.

Para san Mateo, el evangelista de la universalidad, el que nos remarca que la Buena Nueva es para todos, la fe de esta mujer cananea, debe quedar muy clara.  El amor de Dios no es para unos cuantos.  Las palabras duras con las que los judíos llamaban a los paganos “perros”, puestas en las manos de Jesús suenan todavía más terribles, pero la alabanza a la mujer a su fe y confianza en Dios, resaltan mucho más. 

El rechazo que percibe Jesús de sus conciudadanos a quienes estaba, en un primer momento, dirigida la salvación, se transforma en ocasión de salvación para los paganos.

Las palabras tiernas que encontramos en la primera lectura del profeta Jeremías y dirigidas en especial al pueblo de Israel: “yo te amo con un amor eterno”, ahora se abren a un largo horizonte a todos aquellos que sean capaces de poner su fe en Cristo Jesús.

Así de este pasaje brotan espontaneas las lecciones que debe tener todo discípulo de Jesús.  De esta mujer quedamos admirado de una fe contra toda prueba y que vence los obstáculos que parecen venir del mismo Jesús.

De Jesús aprendemos que todo discípulo tiene que tener la mirada mucho más abierta y aceptar la bondad y la fe y la lucha por la justicia venga de quien viniere.  Si todo esto lo fundamentamos en la frase de Jeremías tendremos la seguridad de ese amor que es fiel, que no se doblega ante nada, que siempre está a nuestra disposición.

Hoy, guardemos este ejemplo en nuestro corazón y vayamos repitiendo en nuestra mente las palabras de Jeremías “yo te amo con amor eterno”

Martes de la XVIII Semana del Tiempo Ordinario

Mt 14, 22-36

Jesús aparece ante nosotros hoy como Señor de los elementos materiales, tranquilizador de nuestros temores. Pero nos enseña también la condición fundamental que exige de parte nuestra: la fe. 

En el Evangelio de hoy hay muchas enseñanzas para nuestra vida.  En un primer momento encontramos a Jesús haciendo oración; lo repite tanto el evangelio que nos parece algo natural, pero es que así debería ser nuestra oración, constante hasta para ser natural en todo momento y cada día busquemos hacer oración, vivir en la presencia de Dios Padre. 

Pero mientras Jesús hacer oración, los discípulos se embarcan solos y tienen que enfrentarse a las adversidades que la naturaleza les presenta.  ¿Por qué se han marchado a navegar sin Jesús? El mismo Jesús les había pedido que subieran a la barca, pero su soledad hace que la tormenta les cause miedo y sientan que el viento era contrario y entonces cuando parece ir todo en contra, cuando las olas sacuden la barca, se presenta Jesús.

La reacción de los discípulos en lugar de ser de alegría es de temor, pues creen ver un fantasma.

¿Cuantas veces nos sucede esto, cuantas veces ante la adversidad la presencia de Jesús la sentimos como una amenaza?  Y nos llenamos de ira porque no lo descubrimos claramente. 

Sin embargo, Jesús en esos momentos, navega con nosotros, no nos deja solos, nos dice también a nosotros: “tranquilizaos y no temáis, soy yo”  Son palabras para nosotros.  Necesitamos escucharlas con atención, necesitamos sentir esa presencia de Jesús y poner en paz nuestro corazón.

Si estamos en la enfermedad, si las horas de las dificultades nos azotan, si percibimos el miedo, Cristo se acerca a nosotros y nos dice que no temamos y es Él el que navega con nosotros.

A nosotros nos puede pasar igual que a Pedro y pedir señales prodigiosas que nada tienen con las necesidades.  Cristo está para darnos confianza, con su palabra nos toma de la mano y calma la tempestad y podemos continuar con su presencia, seguros nuestra travesía por la vida.

Lunes de la XVIII Semana del Tiempo Ordinario

Mt 14, 13-21

Este relato del evangelio está lleno de enseñanzas, sin embargo valdría hoy la pena reflexionar en lo que quizás encontramos al centro de éste, que es: «compartir».

Es interesante cómo los apóstoles dicen: «Lo único que tenemos son cinco panes y dos pescados»… y quizás se podría agregar: «Pero estos son para que nosotros comamos». Jesús nos enseña que es precisamente en el compartir en dónde se puede experimentar la multiplicación.

En un mundo que vive cerrado sobre sí mismo, siempre ávido de atesorar, que importante es el poder experimentar que en el compartir está la felicidad y la paz del corazón. Es la experiencia que libera profundamente al hombre y lo hace ser auténtico ciudadano del Reino. Es precisamente cuando compartimos, cuando somos capaces de romper nuestro egoísmo, y compartir con los demás los dones (materiales y espirituales), cuando podemos decir con verdad: soy libre.

Las cosas tienden a sujetarnos y llegan hasta hacernos esclavos de ellas. El Ejercicio de compartir nos asegura que la redención de Cristo ha sido operada en nosotros. Contrariamente a lo que se podría pensar, la única forma de ser verdaderamente rico… es compartiendo y compartiéndonos. No dejes pasar este día sin tener esta magnífica experiencia de compartir.

Viernes de la XVII Semana del Tiempo Ordinario

Mt 13, 54-58

¿Cómo escuchar la Palabra de Dios? ¿Cómo reconocer que es Él el que nos habla y no dejar desperdiciadas sus palabras?

Hoy la liturgia nos presenta dos pasajes en que se ponen serios cuestionamientos, no tanto sobre la Palabra sino sobre los mensajeros de esa Palabra. Al fin de cuentas, por mirar al mensajero, la Palabra es escuchada.

Jeremías, cumpliendo la misión que Dios le da, va a predicar al Templo y a exigir una conversión. Cuando los sacerdotes, los profetas y el mismo pueblo escuchan, no se ponen a reflexionar sobre su vida, sino que atacan directamente al profeta como si matando al profeta pudieran callar la Palabra, como si matando a sus enviados pudieran callar la voz del Señor.

Las palabras acusadoras del profeta son fuertes porque amenazan con la destrucción del Templo y del pueblo si no se convierten. La respuesta es más dura, y en lugar de mirar la conversión como camino de salvación quieren callar al profeta.

Algo semejante ocurre en el pasaje del Evangelio: Los paisanos de Jesús escuchan admirados la sabiduría de Jesús. No sabiduría de libros, ni de escuelas de su tiempo, sino sabiduría de descubrir a Dios en la vida sencilla del pueblo; sabiduría de encontrar a todos como hermanos; sabiduría de amar y de servir. Y las críticas no se dejan esperar. Lejos de escuchar lo que Jesús dice y de asimilar el mensaje, se ponen a cuestionar el origen de Jesús, a su familia, a sus parientes y a la forma en que lo han conocido. No han escuchado entonces el Mensaje y la realidad queda manifiesta al final: “Jesús no pudo hacer muchos milagros a causa de la incredulidad de ellos”

A una recepción del mensaje a la fe corresponde la posibilidad de efectuar y recibir milagros. A la cerrazón, a la oposición frente a la Palabra, a la negativa para arrepentirse vienen trágicas consecuencias.

Quizás ahora nos pase algo parecido. El Mensaje nos llega por medio de personas sencillas, por sacerdotes, por hombres y mujeres que conocemos, que nos parecen sin mucho poder y entonces los despreciamos. Creemos más en el internet, en la televisión, en los noticieros que en la Palabra de Dios. Esas cosas nos darán una información, quizás dudosa, en cambio, la Palabra de Dios nos dará sabiduría para actuar en la vida.

Dispongamos hoy nuestro corazón a recibir la Palabra, escuchemos la Palabra así se presente el lenguaje sencillo.

Jueves de la XVII Semana del Tiempo Ordinario

Mt 13, 47-53

Toda nuestra vida es un constante discernimiento. A cada momento debemos decidir si una acción, si un instrumento, si un pensamiento, es bueno o malo.

Lo hacemos muchas veces de modo inconsciente y de manera mecánica. Pero hay momentos en que necesitamos detenernos y juzgar a conciencia si lo que estamos haciendo está de acuerdo con lo que Dios espera de nosotros, o por el contrario nos hemos alejado de sus mandamientos.

Los ejemplos de la Biblia son numerosos y el de este día es muy claro: los pescadores, después de haber pescado, se sientan a escoger los buenos y los malos.

Quienes hemos vivido esta experiencia, o alguna otra parecida por ejemplo al escoger el maíz bueno y separarlo del podrido; igualmente al escoger la fruta y tener que tirar la que no sirve; nos damos cuenta cómo se sufre al descubrir que algo que pudo ser muy bueno, no sirvió para nada.

El dolor de no ver alcanzado un objetivo para lo que fue hecho, el fracaso de haberse quedado a la mitad del camino. Cada acción nuestra, nuestras tradiciones, nuestras fiestas, nuestros propósitos, tendrían que ser evaluados para ver si nos acercan al Reino o estamos muy distantes.

Muchas veces se juzga algo o alguien a la primera y nos podemos equivocar. Jesús nos enseña con sus ejemplos que debemos dar una prioridad muy clara al momento de la elección y de la decisión.

Me impresiona que la parábola de estos pescados termina de una manera muy drástica y condenando los malos peces al horno encendido, sin ninguna oportunidad de cambio o de conversión. Esa será la última y definitiva etapa de nuestra vida. Pero mientras estamos en camino siempre tendremos la oportunidad del cambio y del arrepentimiento.

Hoy en la primera lectura se nos ofrece un pasaje de Jeremías muy enriquecedor. Dios envía a Jeremías a casa del alfarero para que contemple cómo cuando se estropea una vasija, la vuelve a hacer como mejor le parece. Y concluye el Señor diciendo a Jeremías: “¿Acaso no puedo hacer yo con ustedes lo mismo que hace este alfarero? Como está el barro en las manos del alfarero, así ustedes están en mis manos”. No nos da una condena definitiva, siempre nos da la oportunidad para dejarnos modelar por las manos cariñosas de su amor.