Martes de la Octava de Pascua

Jn 20, 11-18

En los últimos años la Iglesia ha insistido continuamente en la importantísima función que tienen los laicos dentro del proyecto salvífico de Dios como anunciadores y testigos de la resurrección de Cristo, como nos lo muestra hoy el evangelio. 

Muy significativa la narración que nos presenta san Juan de este encuentro de María Magdalena con Jesús resucitado. María magdalena, cómo muchos de nosotros, permanece en el llanto y la tristeza, sin imaginarse que Jesús pudiese resucitar. Todo lo da por perdido y ahora nada tiene sentido de aquel bello sueño deformar un mundo nuevo, diferente. Sin embargo, se queda junto al sepulcro, no huye, no abandona, aunque esté sumergida en el dolor y en el desconsuelo. 

En su tristeza no es capaz de reconocer los grandes prodigios que se están realizando junto a su alrededor; los ángeles en el sepulcro no le causa ninguna sorpresa y solo mira en una dirección: Cristo muerto y ya nada tiene sentido. Sus reclamos y frustraciones no cesan al acercarse a Jesús, también para Él es la pregunta y la acusación velada: “ si tú te lo llevaste…” le han quitado a su maestro y ella se aferra a su soledad, a la ausencia. No es capaz de reconocer al mismo Jesús. 

Ciertamente, la resurrección de Jesús no es un simple volver a la vida y tener el mismo cuerpo. La resurrección implica una nueva vida, diferente, plena, como nos lo muestran las narraciones en las que se aparece a sus discípulos. 

María Magdalena es capaz de reconocer a Jesús solo cuando escucha su voz pronunciando su nombre y entonces todo se transforma en alegría y felicidad; todo es plenitud y confianza. Adiós a los temores, adiós a la ceguera, adiós al fracaso. Se sabe amada, pronunciada por Jesús que ha resucitado y le encomienda una nueva misión. 

Esta experiencia de vida es la que hoy nos ofrece Jesús: No está muerto sino que está al lado nuestro, en nuestros aparentes fracasos, en nuestros desalientos, en su aparente ausencia. 

Cristo está con nosotros y también pronuncia nuestro nombre de una forma única y especial, porque su amor por cada uno de nosotros es irrepetible. 

Experimentemos hoy este encuentro con Jesús, que seamos capaces de descubrirlo a pesar de las apariencias en que se presente, cómo la sencillez de un jardinero, el dolor de un fracaso o la sonrisa de un niño. 

Cristo está vivo y te habla por tu nombre. ¿No te llena de ilusión y vida nueva?

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