Sábado de la Octava de Pascua

Hch 4, 13-21; Mc 16, 9-15

Resurrección y evangelización. ¿Cómo unir estos dos sustantivos principales del evangelio de hoy? Resurrección significa vida, triunfo sobre la muerte, fundamento de nuestra fe, confianza en quien un día nos prometió que nos salvaría del pecado. Y evangelización quiere decir dar, enseñar, transmitir comunicar a los demás la resurrección y enseñanzas del Señor.

No es una casualidad las apariciones tan continuas de Cristo a los suyos. Ni tampoco lo es la última frase (mandato) que Cristo nos dejó al final de este evangelio de: “Id al mundo entero y predicad el evangelio”. Si Jesús resucitó y se les aparece continuamente a sus apóstoles es porque les quiere dejar bien claro que el gozo que experimentan debe ser transmitido a los demás hombres. Es un gozo que no puede permanecer encerrado en la caja de su egoísmo junto con los demás gocecillos y alegrías de uso personal. Es una dicha tan grande que es imposible guardarla en sí mismos y no transmitirla.

Esta misma alegría deberíamos experimentar nosotros de la resurrección. Alegría que no puede quedarse en una sonrisa exterior. Sino que nos debería de llevar comunicar a los demás las enseñanzas de Cristo durante su vida pública y su resurrección. Y estas enseñanzas de Cristo hoy día no son otras más que los retos actuales que nos presenta el santo Padre a todos los cristianos del nuevo milenio. La evangelización en la defensa de los derechos del hombre, el respeto a la vida de cada ser humano, la búsqueda de una paz social y familiar, etc.

Hemos comprendido lo que es la resurrección del Señor si tomamos en serio su mandato de “Id al mundo entero y predicad el evangelio”. Predicad los nuevos retos para este milenio nuevo que recorremos.

Viernes de la Octava de Pascua

Hech 4, 1-12

Ni parecería que el Pedro que está hablando fuera aquel mismo Pedro que por miedo a correr la misma suerte que Jesús, lo negó tres veces; el mismo hombre que después de la resurrección estaba escondido a puerta cerrada por miedo a los judíos. La diferencia entre uno y el otro, es que ha tenido un encuentro «personal» con Jesús resucitado. Ahora conoce a Jesús no solo como «un profeta poderoso en obras delante de Dios y de los hombres», sino como su Dios y su Señor.

Es por ello necesario que todos y cada uno de nosotros tenga también este encuentro personal, como decía el Papa Paulo VI; «de ojos abiertos y corazón palpitante», con Jesús resucitado, ya que este encuentro es el elemento que transforma nuestra vida. La Pascua es un tiempo propicio para que este encuentro se realice en lo profundo de nuestro ser. Simplemente hay que estar atentos, Jesús nos saldrá al encuentro en cualquier momento… no lo dejemos pasar sin que nos cambie el corazón.

Jn 21, 1-14

Este Evangelio nos enseña lo que es la vida antes y después del encuentro con Cristo. San Pedro, habiendo sentido, como todos los discípulos, la pérdida de Cristo, se inclina a regresar a la vida que tenía antes. “voy a pescar”.. Y lo mismo dicen todos. Pero no pescan nada, hasta que Cristo les sale al encuentro. Pero es San Juan el que se da cuenta de quién es el que está en la playa. En verdad que conocía al Señor, porque también pasó por el calvario con Cristo. Porque también estuvo a los pies de la Cruz. La Cruz es necesaria en nuestra vida. Sólo así seremos capaces de vencernos a nosotros mismos y a nuestro propio egoísmo. No hay por qué temerle a la Cruz si la cargamos junto con Cristo. Si así procedemos, podemos estar seguros de que, aunque parezca difícil, cambiaremos para bien.

Cristo no oculta a los discípulos las luchas y los sacrificios que les aguardan. Él mismo subraya cómo la renuncia al propio «yo» resulta difícil, pero no imposible cuando se puede contar con la ayuda que Dios nos concede «mediante la comunión con la persona de Cristo»

Jesús, carpintero, hombre de trabajo y de fatiga, se hace presente en nuestros mismos lugares de trabajo. Aunque su presencia escapa a nuestra vista, su acción creadora, está siempre lista para atendernos, y ayudarnos en nuestras labores diarias, para que a pesar de que nuestros esfuerzos no hayan rendido el fruto esperado, el hará lo que para nosotros no fue posible. Sin embargo debemos estar atentos, pues como hoy a los discípulos nos dirá: «Tiren de nuevo las redes, pero ahora al lado que yo les indico». Cuando somos capaces de hacer nuestro trabajo de la manera que Jesús nos los indica, es decir, con generosidad, honradez, esfuerzo, la pesca es siempre abundante, y no solo para el pan de nuestras casas, sino para que el mundo crea que Jesús está vivo ahí, precisamente, ahí donde todos los días convivimos.

Sí hermanos: Jesús ha resucitado para estar con nosotros, para actuar en nuestra historia, para convencer al mundo, que el pecado y la muerte han sido vencidos, para acompañarnos hasta la consumación de los siglos. ¡Aleluya, Aleluya, Aleluya!

Jueves de la Octava de Pascua

Hech 3, 11-26

El milagro realizado, le da ahora la oportunidad a Pedro de explicar el mensaje de la salvación a todos los que se acercan por curiosidad a él. La curación del paralítico es el signo de lo que Jesús quiere y puede hacer con todos aquellos que tienen fe en su resurrección. Jesús quiere que todos caminemos, que seamos totalmente renovados por la fuerza de su Espíritu.

Ha venido para traernos una vida nueva, como la que ahora se manifiesta en el paralítico. Ya no pedirá más limosnas, ahora se ha integrado al grupo de testigos de Cristo. Tú y yo somos llamados a manifestar, como el paralítico, que el Nombre de Jesús tiene poder, que por su amor tenemos una vida nueva llena de paz y alegría; pero al mismo tiempo, como Pedro, debemos aprovechar toda oportunidad para que los demás conozcan acerca de este Nombre poderoso que es capaz de transformar la vida del hombre.

Lc 24, 35-48

El Señor, por su muerte, ha abierto a la humanidad las puertas del cielo. Nosotros ya conocemos el camino: es Cristo. Ahora debemos guiar a los demás por la senda de la salvación; Cristo es la resurrección y la vida.

La evangelización del mundo está basada en el testimonio. Jesús les dice a los que lo vieron, a los que comieron con Él: «Ustedes son testigos de estas cosas». Ciertamente nosotros no somos testigos oculares de la resurrección de Jesús, nosotros aceptamos el testimonio de la Iglesia y de la Escritura y creemos en estos fieles testigos.

Sin embargo, Jesús se sigue presentando en nuestras asambleas litúrgicas, en nuestra misma oración personal para, de una manera misteriosa, asegurarnos, por medio de la fe, que está vivo. Por ello, nosotros también estamos unidos a la obra de la evangelización. Nuestra evangelización será tan poderosa y convincente como nuestra experiencia de Jesús resucitado.

Hemos vivido en estos últimos días una fuerte experiencia del amor de Dios, al celebrar una vez más los misterios de la resurrección de Cristo, ¿Podríamos decir que nuestra experiencia de Dios es más fuerte que el año anterior? Si alguien te preguntara sobre Jesús y tu relación con Él, ¿tendrías una experiencia en tu propia vida que testificara tu fe en Jesús?

La Pascua es esencialmente un tiempo maravilloso para tener un encuentro personal con Cristo que sea capaz de cambiar nuestra vida y convertirnos en sus testigos. Abre bien tus ojos y oídos…Cristo está vivo…

Déjalo vivir en ti, deja que su amor se trasparente a todos los que te rodean.

Miércoles de la Octava de Pascua

Hech 3, 1-10

El tiempo de la Pascua nos regresa a la frescura del vida evangélica vivida por la primera comunidad, en donde lo sobrenatural era la cosa más natural, en donde los milagros eran el medio para que el mundo creyera en la resurrección y se adhiriera a la Iglesia. Hoy en día la comunidad cristiana se asombra por una curación milagrosa, de que una persona tenga visiones o revelaciones de Dios cuando que esto, para una persona que vive en el Espíritu, puede ser la cosa más natural. Esto no quiere decir que todas las visiones y milagros que la gente dice tener o realizar tengan como fuente a Dios, sin embargo no debía de extrañarnos de que cosas como estas sucedan, ya que en medio de un mundo incrédulo en el que vivimos, Dios se continúa mostrando con poder.

Jesús había dicho a sus apóstoles; «Ustedes harán cosas más grandes que las que yo hice». Los signos y prodigios que Dios sigue realizando entre nosotros tienen como objetivo manifestarle al mundo que su Palabra es actual y verdadera, que Él continúa actuando en todos aquellos que se ofrecen a ser sus mensajeros, y tú puedes ser uno de ellos.

Lc 24, 13-35

El Evangelio de hoy nos presenta a dos discípulos de Cristo que se alejan de Jerusalén. Han visto y vivido lo que le sucedió a Jesús, y regresan a su pueblo. Pero Cristo les sale al encuentro y les explica las escrituras y el significado de la Cruz. Y es hasta el momento de la Eucaristía que ellos lo reconocen y llenos de Él, regresan a Jerusalén. Cuántas veces nosotros huimos de las cruces que se nos ponen en frente, como estos discípulos. Es más, Jesús tenía prisa por de llegar a Jerusalén para su sacrificio final. Y nosotros, ¿qué hacemos? Sí, nos cuesta aceptar el sacrificio para hacer felices a los demás con nuestra renuncia.

Lucas, en este pasaje, sintetiza lo que ya desde el principio de su evangelio ha venido diciendo: Dios se ha acercado a nosotros, nos ha salido al camino haciéndose uno de nosotros. Los judíos no lo reconocieron, ni tampoco ahora lo reconocieron los mismos discípulos. Dejando el cielo se puso a caminar con el hombre, para instruirlo en el camino de la vida, pero, como dirá san Juan: «los suyos no lo reconocieron, pero a los que lo reconocieron les dio el poder llegar a ser hijos de Dios».

Jesús continua saliéndonos al encuentro de las formas más inusitadas: en un amigo, en los acontecimientos de todos los días, y ni que decir en la palabra de Dios, la oración y los sacramentos. Jesús ha tomado una opción por el hombre, y su deseo es acompañarlo hasta que lleguemos todos al cielo. Si nuestros ojos están oscurecidos, pude ser porque, como los discípulos de Emaús, no creemos aun que está vivo y que tiene verdaderamente poder para cambiar nuestra vida. Pidamos todos los días al Espíritu Santo que abra nuestros ojos y que inflame nuestro corazón para descubrir cómo Jesús nos acompaña en nuestra diaria jornada.

Martes de la Octava de Pascua

Hech 2, 36-41

Había  un laico dedicado a tiempo completo a la evangelización que decía que en la antigüedad bastaba un sermón, una predicación para convertir a miles de personas, hoy ni con mil sermones logramos convertir a una persona. Quizás la causa sea que esta persona realmente estaba convencido de lo que decía.

Para él Cristo no era o había sido una filosofía, sino una persona real, alguien que le había cambiado su vida, de ser pescador de peces a pescador de hombres. No solamente sabía que había recibido el Espíritu Santo, sino que experimentaba su poder en él. Por ello cuando hablaba, la fuerza del mensaje iba cargada de la presencia de Dios, pues hablaba de su experiencia. Reconocer que Jesús ha resucitado, significa aceptar su vida y amor, y dejarse transformar por Él.

La Iglesia continua necesitando hombres y mujeres que estén profundamente convencidos de la resurrección de Cristo y que lo testifiquen en sus oficinas, en sus escuelas en la misma casa, viviendo de acuerdo al mensaje del evangelio y siendo valientes para en el momento que se requiera puedan dar razón de su fe. Tú eres una de estas personas.

Jn 20, 11-18

María Magdalena no podía creer en la muerte del Maestro. Invadida por una profunda pena se acerca al sepulcro. Ante la pregunta de los dos ángeles, no es capaz de admirarse. Sí, la muerte es dramática. Nos toca fuertemente. Sin Jesús Resucitado, carecería de sentido. «Mujer: ¿Por qué lloras? ¿A quién buscas?» Cuántas veces, Cristo se nos pone delante y nos repite las mismas preguntas. María no entendió. No era capaz de reconocerlo.

Así son nuestros momentos de lucha, de oscuridad y de dificultad.

« ¡María!» Es entonces cuando, al oír su nombre, se le abren los ojos y descubre al maestro: «Rabboni». Nos hemos acostumbrado a pensar que la resurrección es sólo una cosa que nos espera al otro lado de la muerte. Y nadie piensa que la resurrección es también, entrar «más» en la vida. Que la resurrección es algo que Dios da a todo el que la pide, siempre que, después de pedirla, sigan luchando por resucitar cada día. «La Iglesia ofrece a los hombres el Evangelio, documento profético, que responde a las exigencias y aspiraciones del corazón humano y que es siempre “Buena Nueva”.

La Iglesia no puede dejar de proclamar que Jesús vino a revelar el rostro de Dios y alcanzar, mediante la cruz y la resurrección, la salvación para todos los hombres». «He visto al Señor» – exclamó María. Esta debe ser nuestra actitud. Gratitud por haber visto al Señor, porque nos ha manifestado su amor y, como a María, nos ha llamado por nuestro nombre para anunciar la alegría de su Resurrección a todos los hombres. Que la gracia de estos días sacros que hemos vivido sea tal, que no podamos contener esa necesidad imperiosa de proclamarla, de compartirla con los demás. Vayamos y contemos a nuestros hermanos, como María Magdalena, lo que hemos visto y oído. Esto es lo que significa ser cristianos, ser enviados, ser apóstoles de verdad.

Lunes de la Octava de Pascua

Hch 2, 14.22-23

La lectura de hoy nos ofrece un parte del discurso de san Pedro el día de Pentecostés.  La interpretación teológica que da  a lo que ocurrió aquel día tiene un núcleo central que es claramente una referencia a Cristo.  El Espíritu que ha sido dado nos introduce en la perfecta inteligencia del misterio de Jesús de Nazaret: verdadero hombre y verdadero Dios, sanador y Salvador, llevado a la muerte por los hombres pero resucitado por Dios.

De ese modo, Dios ha realizado las promesas hechas a David: en Jesús resucitado se inaugura la plenitud de los tiempos. Los apóstoles dan testimonio del cumplimiento de las profecías.

Mt 28, 8-15

El Evangelio de hoy nos ofrece dos de las posturas que podemos adoptar tras la Resurrección del Señor. Por un lado, las mujeres que se acercan a los pies de Jesús, se postran y le adoran; por otro, los guardias y los príncipes de los sacerdotes han visto, saben lo que ha ocurrido, pero se niegan a aceptarlo. Vendieron su libertad, su salvación e incluso, un recuerdo digno en la memoria de la historia: «Esta noticia se divulgó entre los judíos hasta el día de hoy».


Y es que, no basta ir a la playa para mojarse. Hace falta ponerse el traje de baño y sumergirse sin miedo en el agua, penetrando las profundidades del mar. Dejémonos penetrar por la fuerza de la Resurrección del Señor. Que su “Pascua” por nuestras vidas no nos deje indiferentes, que nos libere y nos transforme como lo hizo con los primeros cristianos que fueron capaces, incluso, de dar su vida por la causa del anuncio de la Buena Nueva. «El Evangelio de Jesucristo es un mensaje de libertad y una fuerza de liberación. Liberación es, en primer lugar y de modo más importante, liberación radical de la esclavitud del pecado. Es el fin y el objetivo la libertad de los hijos de Dios, como don de la gracia». Acerquémonos a Jesús Resucitado como aquellas mujeres y, postrados de rodillas, adorémosle, pidámosle que nos libere con su gracia de todo aquello que nos impida ser testimonios de alegría y de amor para nuestros hermanos.


El mundo de muchas maneras ha tratado y seguirá tratando de detener el anuncio del Reino, de negar de una o de otra forma que Jesús ha resucitado, que la Vida en Abundancia es posible, que hemos sido perdonados de nuestros pecados, que el Espíritu vive en nosotros… en fin, que somos una nueva criatura en Cristo. Sin embargo Jesús continua saliéndonos al camino, para decirnos: «No tengan miedo». Por ello, debemos ahora más que nunca mostrar con nuestra vida, con nuestras palabras que Cristo verdaderamente ha resucitado, que vive en nosotros, que nuestra vida está unida a la de él. Jesús nos sale al encuentro en la Eucaristía, en la Sagrada Escritura, en nuestro mismo interior, para enviarnos a testificar que la muerte no lo retuvo, que ha vencido el pecado y nos ha dado vida, y Vida en Abundancia. Nada detendrá este anuncio… Jesús está vivo y es Señor. Amén.

Miércoles Santo

Is 50, 4-9

Esta fue la suerte que corrió el siervo y también Jesús. Transmitió el mensaje de su Padre, dio respiro, esperanza… a los agobiados y maltrechos  y acabó recibiendo ultrajes: le mesaron la barba, le flagelaron… Y Jesús afrontó, sin vengarse, su pasión entregando sus espaldas a los que lo golpeaban.

Cristo, se desnudó de su rango y pasó por uno más en la fila de los humanos. Como uno cualquiera, tuvo que afrontar el frío y el calor, el cansancio y el fracaso, la huida de los amigos y la ausencia de Dios, el dolor y la muerte. ¡Y qué muerte!

También Él es sabedor de que su Padre le hará justicia.

¿Es así también nuestra actuación en el gran teatro de la vida? Muchas veces nuestras palabras en lugar de consolar sólo sirven para hundir y herir, y ante la primera dificultad o incomprensión nos revolvemos como víboras. Nos queda mucho por aprender de esta figura del siervo y de Jesús.

Mt 26, 14-25

Uno de los valores fundamentales del cristianismo es la amistad. En el evangelio de Juan Jesús llega a decir: ya no los llamo siervos sino «amigos». En este mismo evangelio, referido este mismo pasaje que hoy nos presenta la Escritura, Jesús moja un pan y se lo da a Judas, signo de profunda amistad.

Esto es algo que Judas, por más confundido que hubiera estado sobre la identidad de Jesús, nunca entendió. Había estado con Él tres años y no había llegado ni siquiera a tenerlo como amigo.

Es triste que muchos cristianos padezcan de este mismo mal y no sepan valorar la amistad, ni de Jesús, ni muchas veces de aquellos con los que comparten su vida (papás, hermanos, compañeros). Cuando uno no es capaz de desarrollar una amistad, es la persona más vacía y solitaria, pues el verdadero amor es el del amigo. Esta ausencia, lleva al hombre, como llevó a Judas, a cometer las acciones más tristes del mundo.

No dejemos solo a Jesús en esta Semana Santa. Démonos un tiempo para participar, sobre todo de la fiesta de la Pascua el sábado por la noche. Mostrémosle que verdaderamente lo tenemos como amigo.

Martes Santo

Is 49, 1-6

Nuevamente el Señor nos recuerda que es Él precisamente quien vence nuestras batallas, que en vano nos esforzamos, cuando su poder es el que nos da la victoria.

Y es que Dios nos ha escogido y nos ha llamado a vivir en su plenitud, por ello el gran error del hombre es el querer ser autosuficiente, el buscar la independencia de todo y de todos, incluso del mismo Dios.

Pidamos con frecuencia que precisamente con Dios somos más que vencedores.

Jesús para esto murió y resucitó, para que en Él tengamos la victoria sobre nuestros pecados y debilidades. Aprovechemos esta semana para intensificar nuestra relación con Dios. Conozcámoslo más cada día y no solo de «oídas» sino como una experiencia personal. Preparémonos en estos días santos intensificando nuestra oración, y buscando que la victoria de Dios se manifieste en nuestra caridad para con los demás.

Jn 13, 21-33; 36-38

Jesús sabe que lo van a entregar. Pero Él lo acepta y lo quiere. Aunque Él no quiere que se pierda ninguno de los que eligió. Hasta el último momento quiso salvar a Judas, pero Judas no aceptó el regalo de Cristo.

Al igual que a Judas dio un bocado como símbolo de amistad, así también Cristo a nosotros nos da un bocado, su propio cuerpo en la eucaristía.

Si lo recibimos con el corazón bien dispuesto, el demonio nunca entrará en nosotros, pues Cristo nos protege.

«Lo que vas a hacer hazlo pronto». Es la frase de Jesús que se nos repite día a día: «hoy haz lo que debes, y hazlo pronto» es una llamada a cumplir con nuestro deber, deber de hijos, deber de padre o de madre, deber de estudiante, de médico, de abogado…

«Era de noche». A veces la noche se cierne sobre nosotros, no podemos ver, nos va mal, todo nos sale al revés, pero Cristo nos está esperando también en esos momentos. Cristo no se va, somos nosotros los que nos alejamos de Él, aunque nos espera. Sólo dar un paso atrás, pedir perdón, dar una sonrisa, unas gracias, etc. nos trae otra vez la paz y la cercanía de Cristo.

Donde Él está ya puedo estar yo. Ya nos abrió la puerta, ya nos dio las llaves, ya nos espera. Sólo nos falta caminar hacia Él.

Lunes Santo

Is 42, 1-7

En este lunes santo la liturgia nos propone, en primer lugar, un texto del Isaías, un profeta que predicó durante el destierro, como Ezequiel, alimentando la esperanza del pueblo, anunciándole un nuevo éxodo del cual Dios mismo sería el guía y en el cual se renovarían los prodigios del desierto. Se trata de oráculos de consuelo para los deportados, oráculos entre los cuales aparece la figura misteriosa del Siervo de Yahveh.

Nosotros los cristianos siempre hemos visto en el Siervo de Yahveh a la misma persona de Jesús. En el pasaje que hoy leemos se habla de la predilección de Dios por su Siervo, y de cómo lo ha ungido con la plenitud de su Espíritu. Se le describe como un ser bondadoso, humilde, paciente. Se la asignan dos atributos que han sido apreciadísimos a lo largo de los siglos y en las más diversas culturas, y que en nuestro tiempo, siguen representando los anhelos más altos de la mayor parte de la humanidad: la justicia y el derecho. Se le señala una misión universal, no sola a favor del pueblo elegido, sino también de todas las naciones.  El siervo de Dios realizará, en fin, la esperanza de una humanidad libre, plena de vida y feliz.

En la vida y en la obra de Jesús de Nazaret; especialmente en su muerte y resurrección, los cristianos hemos visto cumplida la misión del Siervo de Yahveh. Siervo por su humildad y obediencia, pero hijo querido de Dios que lo resucitó de entre los muertos como vamos a conmemorar y celebrar en esta Semana Santa.

Jn 12, 1-11

Jesús se encuentra con sus amigos. Yo soy su amigo. Sale a mi encuentro. Es Él quien va a Betania y quien viene a tocar a mi puerta. Desea sentarse a mi mesa, partir el pan conmigo, hablar conmigo.

Toca a la puerta de mi corazón para iluminarlo y consolarlo: «Sólo Él tiene palabras de vida eterna» No sólo está a mi lado: me lleva en sus brazos para que las asperezas, las piedras y el barro no me salpiquen y no me hagan tropezar y caer, si yo quiero.

Y, aunque cayera, su amor no disminuiría, incluso me amaría más. Limpiaría mis heridas y manchas del camino. Él sería una María de Betania para con nosotros, nos perfumaría los pies y la cabeza. ¿No deberíamos nosotros hacer lo mismo? Ponernos a sus pies y llorar. Llorar por la tristeza de ofenderle y llorar por la alegría de su perdón. Las lágrimas son la mejor oración que podemos elevar a Dios. Y, también, perfumar sus pies; que el perfume de nuestras buenas obras y el ungüento de nuestro perdón sean dignos de un Dios tan misericordioso. Como Él perdona, así perdonar a quienes nos ofenden.

No nos fijemos en el «derroche» de este caro perfume. Es un perfume que nunca se acaba si es a Cristo a quien lo ofrecemos. Obrando así prepararemos la sepultura del Señor, su resurrección y su permanencia entre nosotros.

Sábado de la V Semana de Cuaresma

Ez 37, 21-28

Hoy oímos un anuncio profético de restauración absoluta.  Su optimismo nos puede parecer todavía más grande si tenemos en cuenta las circunstancias tan difíciles que prevalecían durante el destierro de Babilonia.

Dios aparece claramente como el cuidadoso y amoroso restaurador de su pueblo.

La base es la alianza a la que el pueblo no ha sido fiel, pero que Dios mantiene en su fidelidad absoluta: “Yo voy a ser su Dios y ellos va a ser mi pueblo”.  Esta es la fórmula fundacional que hoy escuchamos dos veces.

Cada una de las heridas del pueblo será restañadas perfectamente: la herida de la dispersión –“los congregaré”-, la herida de la división en dos reinos, Judá e Israel, hecha después de Salomón –“nunca más volverán a ser dos naciones”.

Todos vivirán bajo un solo pastor.  La figura ideal de David es evocada: “David será su rey para siempre”.  Pero sobre todo es curada la herida más profunda, la de la infidelidad del pueblo, cuando se le dice: “Ya no volverán a mancharse”.

Jn 11, 45-56

Una vez más, Cristo, el redentor del hombre, nos da la oportunidad de buscar la conversión, de volver a la intimidad del Padre como el hijo pródigo. Cuantas veces, quizá, le hemos dado la espalda, olvidándonos de las maravillas que Él ha realizado en nosotros, como les sucedió a los fariseos que, a causa de su cerrazón no supieron apreciar las obras que Cristo estaba obrando en ellos. Así nos lo dice el evangelio: «Por eso Jesús ya no andaba en público con los judíos sino que se retiró al desierto».

Por eso, necesitamos de redención, de volver a nosotros mismos, como lo hicieron los judíos que creyeron ante la claridad de un milagro. Necesitamos convertirnos a Dios para terminar con la indiferencia que acecha nuestro interior.

Conversión para valorar el don de nuestra fe en Cristo. Esta conversión significa convencerse de Cristo. Para esto, no hay nada mejor que profundizar en ese primer encuentro en que Él se acercó a nuestra vida y nos propusimos seguir sus caminos. Por ello, quien más le conoce más se convence, y quien más se convence, más se enamora de Él.

Está cerca también para nosotros la Pascua. Subamos pues, a Jerusalén acompañando a Jesucristo. Sintamos con Él, el precio de la cruz que con amor ha querido pagar por nuestra redención. Amor con amor se paga, y Cristo, nos amó…, me amó primero.