Jueves de la XI semana del tiempo ordinario

Mt 6, 7-15

Una de las grandes cosas que tenemos los cristianos es la oración.  En la eucaristía podemos acercarnos a Jesús como al amigo que nos puede escuchar, al que podemos contarle nuestras penas y nuestras alegrías; al que podemos decirle nuestras dudas y quedarnos con Jesús largos rato de diálogo es una experiencia necesaria fruto de la oración.

Cristo mismo nos lleva por este camino con su ejemplo y su enseñanza.  Hoy nuevamente, nos acercamos al padrenuestro como modelo de oración y debemos de rezar con mucha atención fijándonos en cada una de las palabras, descubriendo su sentido, descubriendo lo más importante para mí en este momento.  Quizás para alguno las palabras que más le lleguen sean las del abandono confiado que comporta decir: Padre; otro quizás le convenga insistir en la relación que implica decir “nuestro”, que nos lleva la reconocimiento del otro como hermano.

“Venga tu Reino” en estos días será una angustiosa súplica ante tanta violencia e intolerancia.

Son muchos aquellos, cuya principal preocupación y lo que quieren compartir con el Señor, es la necesidad imperiosa del alimento de este día.

Una de las riquezas que nos muestra el Padrenuestro es la capacidad de dar y recibir perdón.

¿Quién se siente más feliz el que da o el que recibe perdón?  Contrariamente a lo que se piensa la venganza nos trae más intranquilidad y dolor que la satisfacción que pudiera producir.

San Mateo al concluir la oración del Padrenuestro, resalta este aspecto del perdón que tanto necesitamos.  No podemos vivir en un mundo de violencia.  Pero no podremos encontrar la armonía si no somos capaces de dar y recibir perdón.  En nuestra oración de cada día, pidamos al Señor que nos conceda ese gran regalo de sabernos perdonados a pesar de nuestras grandes ofensas, que nos sintamos en armonía con Dios, pero también pidamos la gracias de saber perdonar y que pueda estar en paz nuestro corazón.

Digamos hoy de corazón: Padrenuestro.

Miércoles de la XI semana del tiempo ordinario

Mt 6, 1-6; 16-18

Mientras más nos fijemos en las exterioridades, más lejos estaremos del reconocimiento de la verdadera dignidad de la persona.

Para tener un verdadero encuentro se requiere “mirar el corazón”. Pero ¿cómo mirar el corazón si lo disfrazamos y escondemos detrás de todas las que cosas que llevamos encima?

La relación con las personas para alcanzar un verdadero amor o una verdadera amistad, está basada en esa posibilidad de descubrirnos tal como somos. Quizás por eso cada día parece más difícil encontrar estas verdaderas relaciones.

Hemos entrado en una etapa en que se ha abusado de la apariencia, de la relación convenenciera, de la utilización de las personas, de la misma manera y modo que hacemos con las cosas: la época del desechable.

En cuanto me sirve, lo uso; en cuando deja de servirme, lo tiro a la basura. Y más triste es esta actitud cuando queremos asumirla con Dios, como si lo quisiéramos instrumentalizar, utilizar para nuestros propios objetivos.

La acusación de Jesús a “los hipócritas” va más allá de un simple abuso de los ritos, de la oración y del ayuno. Va dirigida a la realidad que se guarda en el corazón. Si el corazón está vacío o se ha llenado de ambición, placer, fama y apariencia, es muy difícil establecer una relación con Dios, y las relaciones con los hombres también quedan marcadas por la falsedad.

Es triste que la oración en lugar de ser encuentro y diálogo con Dios, se convierta en exhibición; que el ayuno en lugar de ser purificación, se convierta en ostentación; y que la limosna, en vez de buscar el acercamiento con el necesitado y oportunidad para engrandecer el corazón, se utilice para  endurecerlo y buscar otro tipo de ganancias.

La misma acusación que hacía Jesús, nos queda a la medida en nuestros días, quizás no en las mismas acciones, pero sí en las mismas actitudes. ¿Qué estamos haciendo para tener un corazón libre y sincero? 

Martes de la XI semana del tiempo ordinario

M 5, 43-48

«Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo. Yo, en cambio, os digo: Amad a vuestros enemigos, y rezad por los que os persiguen. Así seréis hijos de vuestro Padre que está en el cielo, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos». El perdón, la oración, el amor a nuestros enemigos es lo que nos pide el Evangelio de hoy, y hay que admitir lo difícil que es seguir el modelo de nuestro Padre celestial, que tiene un amor universal. Por eso, el desafío del cristiano es pedir al Señor la gracia de saber bendecir a nuestros enemigos y esforzarnos por amarlos.

Sabemos que debemos perdonar a los enemigos, porque lo decimos todos los días en el Padrenuestro: pedimos perdón como nosotros perdonamos; es una condición, aunque nada fácil. Igual que rezar por los demás, por los que nos causan dificultades, por los que nos ponen a prueba: también eso es difícil, pero lo hacemos. O al menos, a veces lo logramos. Pero, ¿rezar por los que me quieren destruir, por mis enemigos, para que Dios los bendiga? ¡Eso es verdaderamente difícil de entender!

Pensemos en el siglo pasado, en los pobres cristianos rusos que, por el solo hecho de ser cristianos, los mandaban a Siberia a morir de frío. ¿Y tenían que rezar por el gobernante tirano que los enviaba allí? ¿Cómo es posible? ¡Pues muchos lo hicieron: rezaron! O pensemos en Auschwitz y en otros campos de concentración: ¿tenían que rezar por ese dictador que quería una raza pura y asesinaba sin escrúpulos, y además rezar para que Dios le bendijese? ¡Y muchos lo hicieron!

Es la difícil lógica de Jesús que, en el Evangelio, se resume en la oración y en la justificación de aquellos que lo mataban en la Cruz: “Padre, perdónales porque no saben lo que hacen”. Jesús pide perdón por ellos, como también hace San Esteban en el momento del martirio. Cuánta distancia, infinita distancia entre nosotros, que tantas veces no perdonamos ni las cosas pequeñas, y esto que nos pide el Señor y de lo que nos dio ejemplo: perdonar a los que intentan destruirnos.

En las familias es tan difícil, a veces, perdonarse los esposos después de cualquier discusión, o perdonar a la suegra también: no es fácil. El hijo, ¿pedir perdón al padre? ¡Es difícil! Pero, ¿perdonar a los que te están matando, a los que te quieren eliminar? Y no solo perdonar: rezar por ellos, ¡para que Dios los proteja! Más aún: amarlos. Solo la palabra de Jesús puede explicar esto. Yo no consigo ir más allá.

Así pues, es una gracia que debemos pedir, la de entender algo de este misterio cristiano y ser perfectos come el Padre, que da todos sus bienes a buenos y malos. Nos vendrá bien pensar en nuestros enemigos, creo que todos los tenemos. Nos hará bien, hoy, pensar en un enemigo –creo que todos tenemos alguno–, uno que nos haya hecho mal o que nos quiere hacer daño o que intenta hacernos mal: en ese.

La oración mafiosa es: “Me la pagarás”. La oración cristiana es: “Señor, dale tu bendición y enséñame a amarlo”. Pensemos en uno: todos los tenemos. Pensemos en él. Recemos por él. Pidamos al Señor que nos dé la gracia de amarlo.

Lunes de la XI semana del tiempo ordinario

M 5, 38-42

Debido a nuestra naturaleza herida por el pecado siempre ha existido en el hombre lo que se llama «el espiral de la violencia», es decir, cada acción violenta genera a su vez otra de mayor magnitud y que es a lo que nosotros llamamos «venganza».

Jesús en este pequeño pasaje nos da la fórmula para romper este espiral y es el del amor y el perdón: Si alguien te golpea en una mejilla, no hagas nada, no te defiendas; si alguien te quita algo, no vayas a quitárselo por la fuerza; si alguien te obliga a hacer algo, hazlo con gusto; después deja que Dios tome en sus manos la situación.

Ciertamente no es fácil hacer vida este pasaje, como no lo son todos aquellos en los que tenemos que dejar en las manos de Dios nuestra vida para que Él y solo Él la lleve adelante. Por ello esto será solo posible para aquellos que se dejan «poseer» totalmente por la acción del Espíritu Santo.

Solo cuando el hombre es impulsado por la acción de la gracia es posible romper el círculo de la violencia, de ahí la importancia de nuestra oración diaria y de la vida sacramental. Dios te ha llamado, por tu bautismo, a ser artífice de la paz, respóndele con generosidad y con amor.

Viernes de la X semana del tiempo ordinario

Mt 5, 27-32

Acabamos de escuchar en el Evangelio de hoy estas palabras de Cristo: “El que mira a una mujer casada deseándola, ya ha sido adúltero con ella en su interior” y “el que se divorcie de su mujer, la induce al adulterio”. Esto nos debería llevar a rezar por las mujeres descartadas, por las mujeres usadas, por las chicas que deben vender su dignidad para conseguir un puesto de trabajo.


La mujer es lo que les falta a todos los hombres para llegar a ser imagen y semejanza de Dios. Jesús pronuncia palabras fuertes, radicales, que cambian la historia, porque hasta aquel momento la mujer era de segunda clase, por decirlo con un eufemismo, ¡era esclava!, no gozaba ni siquiera de plena libertad. Y la doctrina de Jesús sobre la mujer cambia la historia: una cosa es la mujer antes de Cristo, y otra la mujer después de Cristo. Jesús dignifica la mujer y la pone al mismo nivel que el hombre, porque retoma las primeras palabras del Creador: los dos son imagen y semejanza de Dios, los dos; no primero el hombre y luego, un poco más abajo la mujer. ¡No, los dos! El hombre sin la mujer al lado –ya sea como madre, como hermana, como esposa, como compañera de trabajo, como amiga–, ¡ese hombre solo no es imagen de Dios!


En los programas de televisión, en las revistas y periódicos se muestra a las mujeres como objeto de deseo, de consumo, como en un supermercado. La mujer, quizá por vender “cierto tipo de tomates”, se convierte en un objeto, humillada, sin vestir, tirando por tierra la enseñanza de Jesús, que la dignificó. Y no hay que ir muy lejos: sucede aquí donde vivimos: en las oficinas, en las empresas, las mujeres son objeto de esa filosofía de usar y tirar, como material de descarte… ¡Parece que no sean ni personas! Eso es un pecado contra Dios Creador –rechazar a la mujer–, porque sin ella los varones no podemos ser imagen y semejanza de Dios. Hay un ataque contra la mujer, un ataque furibundo, aunque no se diga… ¿Cuántas veces las chicas, para obtener un puesto de trabajo, deben venderse como objeto de usar y tirar? ¿Cuántas veces?

¿Qué veríamos si diésemos una vuelta de noche por ciertos sitios de la ciudad, donde tantas mujeres, inmigrantes y no inmigrantes, son explotadas como en un mercado? A esas mujeres, los hombres no se les acercan para decirles “¡Buenas noches!”, sino “¿Cuánto cuestas?”. Y a quien se lava la conciencia llamándolas prostitutas, les digo: “Tú la has hecho prostituta”, como dice Jesús: “Quien la repudia la expone al adulterio”, porque si no tratas bien a la mujer, acaba así: explotada, esclava, tantas veces.


Será bueno, pues, mirar a esas mujeres y pensar que, ante nuestra libertad, ellas son esclavas de ese pensamiento del descarte. Todo esto pasa aquí, y en cualquier ciudad: las mujeres anónimas, esas mujeres –podemos decir– “sin mirada”, porque la vergüenza les tapa la mirada; mujeres que no saben reír y muchas no conocen la alegría de criar y oírse llamar “mamá”. También en la vida ordinaria, sin ir a esos sitios, ese pésimo pensamiento de rechazar a la mujer, la convierte en objeto de segunda clase. Deberíamos pensarlo mejor. Porque, cayendo en ese pensamiento, despreciamos la imagen de Dios, que hizo juntos al hombre y a la mujer a su imagen y semejanza. 

Que este pasaje del Evangelio nos ayude a pensar en el mercado de mujeres, mercado, sí, la trata, la explotación que se ve; y también en el que no se ve, el que se hace y no se ve. ¡Se pisotea a la mujer por ser mujer! Pero Jesús tuvo una madre, y tuvo tantas amigas que le seguían para ayudarle en su ministerio y apoyarle. Y encontró a muchas mujeres despreciadas, marginadas, descartadas, a las que levantó con tanta ternura, devolviéndoles su dignidad.

San Bernabé

El mandado de Jesús es claro: «Id, predicad, haced discípulos». Pero, ¿qué significa de verdad evangelizar? Hoy, que la Iglesia celebra la fiesta del apóstol Bernabé, podríamos decir que la evangelización tiene como tres dimensiones fundamentales: el anuncio, el servicio y la gratuidad.

Partiendo de las lecturas de la misa de hoy queda claro que el Espíritu Santo es el auténtico protagonista del anuncio, y que no se trata de una simple prédica o de la trasmisión de unas ideas, sino que es un movimiento dinámico capaz de cambiar los corazones gracias a la labor del Espíritu. Hemos visto planes pastorales bien hechos, perfectos, pero que no eran instrumentos de evangelización, porque simplemente estaban enfocados en sí mismos, incapaces de cambiar los corazones. No es una actitud “empresarial” la que Jesús nos manda hacer, no. Es con el Espíritu Santo. Dice la primera lectura: «Un día que ayunaban y daban culto al Señor, dijo el Espíritu Santo: Apartadme a Bernabé y a Saulo para la misión a que los he llamado». ¡Ese es el valor! La verdadera valentía de la evangelización no es una terquedad humana. No. Es el Espíritu quien te da el valor y te lleva adelante.

La segunda dimensión de la evangelización es la del servicio, ofrecido hasta en las cosas pequeñas. Nos dice el Evangelio: «Curad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, echad demonios». Es equivocada la presunción de querer ser servidos después de haber hecho carrera, en la Iglesia o en la sociedad: “trepar” en la Iglesia es señal de que no se sabe qué es la evangelización: «el que manda debe ser como el que sirve», advierte el Señor en otro momento. Nosotros podemos anunciar cosas buenas, pero sin servicio no sería anuncio; lo parece, pero no lo es. Porque el Espíritu no solo te lleva adelante para proclamar las verdades del Señor y la vida del Señor, sino que te lleva también a los hermanos y hermanas para servirles. ¡El servicio! También en las cosas pequeñas. Es malo encontrar evangelizadores que se dejan servir y viven para dejarse servir. ¡Qué feo! ¡Se creen los príncipes de la evangelización!

Finalmente, la gratuidad, porque nadie puede redimirse gracias a sus propios méritos. «Lo que habéis recibido gratis –nos recuerda el Señor–, dadlo gratis». Todos hemos sido salvados gratuitamente por Jesucristo y, por tanto, debemos dar gratuitamente.
Así pues, los agentes pastorales de la evangelización deben aprender esto: su vida debe ser gratuita, para el servicio, para el anuncio, y llevados por el Espíritu. Su propia pobreza les empuja a abrirse al Espíritu.

Miércoles de la X semana del tiempo ordinario

Mt 5, 17-19

Quienes viven en contacto con la naturaleza tienen una forma especial de sentir y expresar las realidades. Viendo las lluvias torrenciales que en días pasados sucedieron en algunos sitios, me comentaban que la lluvia puede ser para la tierra como una persona lo es para las otras personas.

Hay quienes llegan como una tormenta, tienen gran fuerza, traen mucha agua y mucho viento, pero todo descontrolado. Esa agua acaba siendo destrucción a pesar de tener tanta riqueza. Así hay personas que tienen mucha fuerza y mucha riqueza, pero acaban destruyendo y aniquilando al otro.

No le dan oportunidad de ser, de enriquecerse, lo desprecian y lo anulan. Otros por el contrario, son como esas aguas ausentes que nunca llegan. Se tardan y se hace eterna la espera. Un día y otro día con mucha ansiedad y no se da el encuentro. Y las tierras quedan áridas, resecas, inútiles. Así pasa con las personas, no se da el encuentro, nunca llegan al corazón del otro, no se acercan, no fertilizan, viven indiferentes frente a los demás y no pueden producir frutos. En cambio hay lluvias, y personas, que son una bendición.

Esa lluvia que llega abundante pero no amenazante, que cala hondo, que fecunda el interior, que lentamente va invadiendo sin destruir. Esas son las lluvias mejores, las que dan el tiempo para sembrar, para cultivar, para que el sol caliente. Así también hay personas que calan hondo, que se meten poco a poco pero profundo, que respetan tiempos, costumbres y situaciones, pero son fecundas, que hacen crecer, que enriquecen.

Hoy Jesús nos dice que Él también es así: no viene a destruir sino a dar vida; no viene a condenar, sino a dar la oportunidad de conversión; no viene a criticar o quitar leyes, sino a darles vida. Señor Jesús, que sea yo capaz de comprender que tú eres la verdadera lluvia que necesito para tener vida. Que abra mi corazón para que penetre tu palabra, tu luz y tu vida. Señor Jesús, que también yo aprenda a ser lluvia fecunda, no tormenta destructora o sequía aniquiladora. Señor Jesús, que sepa yo dar vida.

Martes de la X semana del tiempo ordinario

Mt 5, 13-16

El Evangelio de hoy nos habla de la sal y la luz: «Vosotros sois la sal de la tierra. Vosotros sois la luz del mundo». La sal sirve para dar sabor a la comida y la luz para iluminar las cosas. Ser sal y luz para los demás, sin atribuirse méritos. Ese es el sencillo testimonio habitual, la santidad de todos los días, a la que está llamado el cristiano.


Sal y luz son, en ese sentido, la metáfora perfecta: un condimento cuya presencia no se ve, pero cuya ausencia se nota; un fenómeno funcional a la propia existencia humana. Es Cristo mismo quien usa esos ejemplos en el Evangelio de Mateo para aclarar que la humildad es el rasgo distintivo de la acción de cada uno de sus seguidores. Humildad, porque a lo que deberíamos aspirar todos los cristianes es ser anónimos.

El testimonio más grande del cristiano es dar la vida como hizo Jesús, es decir, el martirio. Pero también hay, precisamente, otro testimonio, el de todos los días, que empieza por la mañana, cuando nos despertamos, y termina por la noche, cuando vamos a dormir. Parece poca cosa, pero el Señor con pocas cosas nuestras hace milagros, hace maravillas. Así pues, hay que tener esa actitud de humildad, que consiste en procurar solo ser sal y luz: sal para los demás, luz para los demás, porque la sal no se da sabor a sí misma, sino que está siempre al servicio de los demás, y la luz tampoco se ilumina a sí misma, sino que está siempre al servicio de los demás.


Ser sal para los demás. Sal que ayuda a las comidas, pero poca. En el supermercado la sal no se vende a toneladas, no, sino en pequeños paquetes; es suficiente. Además, la sal no se alaba a sí misma. Siempre está ahí para ayudar a los demás: ayudar a conservar las cosas, a dar sabor a las cosas. Es un testimonio sencillo.


Ser cristiano de cada día significa, pues, ser como la luz que es para la gente, para ayudarnos en las horas de oscuridad. El Señor nos dice: “Tú eres sal, tú eres luz”. “¡Ah, es verdad! Señor es así. Atraeré a tanta gente a la iglesia y haré…”. No: «alumbre así vuestra luz a los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo». ¡Así harás que los otros vean y glorifiquen al Padre! Ni siquiera te atribuirán mérito alguno.


Cuando comemos no decimos: “¡Qué buena está la sal!”. ¡No! Decimos: “Qué buena está la pasta, qué buena está la carne”. Y de noche, cuando vamos por la casa, no decimos: “Qué buena es la luz”. ¡No! Ignoramos la luz, pero vivimos con esa luz que nos ilumina. Es la dimensión que hace que los cristianos seamos anónimos en la vida.
No somos protagonistas de nuestros méritos y, por tanto, no hay que hacer como el fariseo que daba gracias al Señor pensando que era santo (cfr. Lc 18, 9-14). Una bonita oración para todos nosotros, al final del día, sería preguntarse: “¿He sido sal hoy? ¿He sido luz hoy?”. Esa es la santidad de todos los días. Que el Señor nos ayude a entender esto.

Lunes de la X semana del tiempo ordinario

Mt 5, 1-12

Durante este mes, y al reiniciar el tiempo ordinario, leeremos los capítulos 5, 6 y 7 de San Mateo los cuales contienen la síntesis de lo que es y representa el ser Cristiano.

Mateo ha querido presentar esta enseñanza de Jesús (dicha muy probablemente en diferentes ocasiones y lugares) en una gran catequesis, para que ésta sea como lo fue para los judíos «la ley» que rija la vida. Por ello nos presenta a Jesús, que como Moisés, sube al «monte» y desde ahí instruye al pueblo.

La catequesis empieza con la palabra «bienaventurados» que puede ser también traducida como «Feliz» o «dichoso» o quizás como las tres juntas.

Con esta interpretación, resulta paradójico, de acuerdo a los criterios humanos, el decir: Felices los que lloran, felices los pobres, felices los mansos, felices los perseguidos por ser cristiano, etc., sin embargo esta es una verdadera realidad, pues la verdadera felicidad, el gozo, la alegría, no está en donde el mundo nos las propone (fiestas, diversiones, etc.), sino en donde Jesús nos lo dice: Solo en Él, en llevar una vida auténticamente cristiana.

La felicidad que encontramos en el mundo es pasajera, la que nos ofrece Jesús y el evangelio es total y duradera, diríamos, definitiva.

Si verdaderamente quieres ser un «Bienaventurado», un lleno de la alegría, la paz y el gozo de Dios, esfuérzate todos los días por vivir de acuerdo al Evangelio.

Viernes de la IX semana del tiempo ordinario

Mc 12, 35-37

Los hijos de las tinieblas son más astutos que los hijos de la luz. Tanto es así, que hasta pretenden valerse de las Escrituras para afirmar que el Cristo es hijo de un profeta y no es el Hijo de Dios.

Afortunadamente, Jesús conocía los textos sagrados tan bien como ellos y por eso les recuerda que David se dirigió a Dios como su Señor y no como su padre. Los escribas ya comenzaban a intuir que Jesús era el Mesías y por lo mismo buscaban desde un inicio borrar dicha imagen, pues ¿cómo era posible que un hombre como Él fuese Cristo?

Lo mismo puede ocurrir en nuestro cristianismo. Tal vez no negamos que Cristo es Hijo de Dios pero, ¿qué tal a la hora de perdonar a quien nos ofendió o la hora de ayudar desinteresadamente a quien lo necesita? ¿podríamos afirmar con nuestro ejemplo que Jesús es el Mesías y nosotros seguidores de sus enseñanzas?


El Catecismo de la Iglesia Católica, en el número 202, nos dice que “Jesús confirma que Dios es el único Señor y por ello es preciso amarle con todo el corazón, alma, espíritu y fuerzas. Pero al mismo tiempo nos da a entender que Él mismo es el Señor”.

De la misma forma nosotros atestigüemos con el testimonio de nuestra vida en el trabajo, en el hogar, en la universidad que Jesús es el Señor y nosotros sus apóstoles.