Miércoles de la XXXI Semana Ordinaria

Fil 2, 12-18

San Pablo, cuando escribió a sus queridos cristianos de Filipos les decía: «Háganlo todo sin quejas ni discusiones, para que sean hijos de Dios, irreprochables, sencillos y sin mancha, en medio de los hombres malos y perversos de este tiempo».  Sin atrevernos a juzgar las culpas personales de nadie, debemos reconocer que vivimos entre gente mala y perversa.  Por dondequiera vemos que se alaba la riqueza y el prestigio, somos testigos de la desintegración del matrimonio y las familias y nos invade la falta de respeto por la santidad de la vida humana.

No debemos permitir que las fuerzas desatadas de la corrupción nos dobleguen.  Recordemos que nuestro Dios es Dios, no el dinero ni el poder ni la satisfacción personal.  Reconozcamos que nuestra consagración a Dios nos llama a vivir sin egoísmo y con toda nuestra generosidad en nuestras relaciones con el prójimo.  Estamos llamados a vivir como hijos de Dios sin ninguna mancha en medio de una clase de hombres malos y perversos.

Lc 14, 25-33

El Evangelio de hoy nos puede sonar bastante extraño.  Es desconcertante escuchar que Jesús diga que sus discípulos deben abandonar a su padre, a su madre, a su esposa e hijos, a sus hermanos y hermanas.  Estas palabras de Jesús reflejan una forma de hablar típicamente hebrea que usa la exageración para recalcar vigorosamente una enseñanza.  Lo que se quiere subrayar es que a nadie puede permitírsele que nos aparte de Jesús, ni aun cuando esta persona nos sea muy cercana.

Creo que podemos entender esta enseñanza de Jesús si recordamos su igualmente vigoroso mandamiento de que debemos amarnos los unos a los otros.  Pero amor no significa condescender con otra persona cuando va de por medio nuestra fe.