Viernes de la IV Semana del Tiempo Ordinario

Mc 6, 14-29

La figura de Juan el Bautista es admirable por su entereza en la defensa de la verdad y por su valentía en la denuncia del mal. Pero de Juan también podemos aprender su reciedumbre de carácter y coherencia de vida con lo que predicaba.

Si algo buscamos los hombres de hoy día es precisamente el ejemplo de aquellas personas que nos predican y nos enseñan verdades con su propia vida. Tal vez estamos cansados de escuchar lo que no debemos hacer pero tal vez también hemos visto poco lo que es más conveniente hacer. Si nos sirve de ejemplo, el testimonio de Juan Pablo II es uno de los más elocuentes para los hombres de hoy.

Juan el Bautista, cuando fue el caso, denunció con intrepidez el mal, cosa que cuando afecta a personas poderosas, suele traer consecuencias negativas. Nuestro Papa de hoy amonesta también las leyes humanas que no respetan la vida o no favorecen el derecho a la vida de todas las personas, sean enfermos o sanos, nacidos o no nacidos. Y al igual que el Bautista también es criticado y perseguido.

Tal vez nosotros no seamos amenazados de muerte, pero sí estamos invitados a dar un testimonio coherente de nuestra vida. Habrá momentos en los que tengamos que denunciar el mal allí donde existe y la mejor manera de hacerlo será con nuestras palabras valientes pero sobre todo con nuestro testimonio en la vivencia de nuestra fe.

Jueves de la IV Semana del Tiempo Ordinario

Mc 6, 7-13

El Evangelio debe ser anunciado en pobreza, porque la salvación no es una teología de la prosperidad. Es solamente y nada más que el buen anuncio de liberación llevado a todo oprimido.

Ésta es la misión de la Iglesia: la Iglesia que sana, que cura. Algunas veces, he hablado de la Iglesia como hospital de campo. Es verdad: cuántos heridos hay, cuántos heridos. Cuánta gente necesita que sus heridas sean curadas.

Ésta es la misión de la Iglesia: curar las heridas del corazón, abrir puertas, liberar, decir que Dios es bueno, que Dios perdona todo, que Dios es Padre, que Dios es tierno, que Dios nos espera siempre.

Desviar de la esencialidad de este anuncio abre al riesgo de tergiversar la misión de la Iglesia, por lo cual el compromiso profuso para aliviar las diversas formas de miseria se vacía de la única cosa que cuenta: llevar a Cristo a los pobres, a los ciegos, a los prisioneros.

Cuando olvidamos esta misión, olvidamos la pobreza, olvidamos el celo apostólico y ponemos la esperanza en estos medios, la Iglesia lentamente cae en una ONG y se transforma en una bella organización: potente, pero no evangélica, porque falta aquel espíritu, aquella pobreza, aquella fuerza para curar.

En el Evangelio de hoy, los discípulos vuelven felices de su misión y Jesús los lleva a descansar un poco, pero no les dijo: «pero ustedes son grandes, en la próxima salida organicen mejor las cosas…» Solamente les dice: «Cuando hayan hecho todo lo que deben hacer, díganse a sí mismos: somos siervos inútiles».

Éste es el apóstol. ¿Y cuál sería la gloria más grande para un apóstol? «Ha sido un obrero del Reino, un trabajador del Reino». Ésta es la gloria más grande, porque va en este camino del anuncio de Jesús: va a curar, a custodiar, a proclamar este buen anuncio y este año de gracia. A hacer que el pueblo encuentre al Padre, a llevar la paz al corazón de la gente».

La Presentación del Señor

En la fiesta de la Presentación del Señor, la primera reflexión está relacionada con las personas que han consagrado sus vidas al servicio de Dios, ya que hoy se celebra la Jornada de la Vida Consagrada. Son unos mensajeros que brindan su mano, acogen y acompañan sin pedir nada a cambio. Son luz para cuantas personas se cruzan con ellos y que van despistadas caminando en medio de la oscuridad de la vida. Se sienten solidarios.

La segunda la encontramos en la lectura de Malaquías, “Yo envío a mi mensajero para que prepare el camino ante mí”. ¿Quién es este misterioso mensajero que precede al Señor preparando su camino? Algunos pensaban que era Elías. En tiempo de Jesús todavía lo estaban esperando y hubo quienes creyeron que ese mensajero anunciado, ese nuevo Elías, era el mismo Jesús.

Ante la pregunta que hizo Jesús a sus discípulos sobre: ¿quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre? Unos contestaron que Juan el Bautista, otros que Elías; otros que Jeremías o uno de los profetas. Y sigue preguntando Jesús: y vosotros ¿quién decís que soy yo? Simón Pedro fue el único que contestó “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”.

Pero Jesús aplicó esta profecía a Juan el Bautista. “He aquí que yo envío mi mensajero delante de ti, que preparará tu camino por delante de ti”. Y no hay que esperar a nadie más. Jesús es el Señor que ha venido. Él ha entrado en el templo para restaurar el verdadero culto.

El salmo que precede a la lectura es un canto que parece recordar la entrada del arca de la alianza en el santuario de Jerusalén. Una procesión entusiasta acompaña el arca. El Señor, aunque invisible, está presente en ella. Los participantes proclaman el dominio de Dios sobre todo el mundo. Al acercarse al templo se apodera de ellos un profundo respeto hacia la santidad de Dios.

Jesús es el Señor de la Gloria, viene a nosotros: se hace hombre; Jesús, santo e inocente sin mancha, entra en Jerusalén. Salgamos a su encuentro. El que tenga limpio el corazón verá a Dios y el que ame a su hermano está en la luz y Dios está con él.

Cuando llegó el tiempo de la purificación de María, Jesús es llevado al templo por sus padres para someterse al cumplimiento de la ley de Moisés. En el Evangelio San Lucas da a este hecho una especial importancia. Estamos en la primera manifestación grandiosa de Jesús.

El ambiente está bien preparado, un escenario solemne: el templo santo. Unos personajes justos y ancianos, envejecidos en la espera del cumplimiento de la promesa de Dios: Simeón y Ana, prototipos del pueblo de Israel, fiel a su Señor.

La tensión acumulada durante tantos años de espera comienza a desatarse. Por eso Simeón empieza a cantar: “Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz: porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones, y gloria de tu pueblo, Israel.”

En este canto de Simeón, San Lucas sigue completando las características de la salvación que anuncia. “La salvación de Dios es universal”. La salvación es luz que da sentido a la vida. El Niño es la Luz en brazos de Simeón. La salvación es gloria para Israel, presencia de Dios en medio de su pueblo.

Al entrar el Niño en el templo, aparece de nuevo la gloria de Yahvé habitando en su casa. Jesús es la presencia nueva y definitiva de Dios en medio de su pueblo. Está presente como Salvador. El Niño acaba de recibir un nombre, Jesús, es decir «Salvador».

Comienza una larga historia de alegrías y de decepciones que llega hasta nuestros días. No cabe la postura de brazos cruzados ante Jesús. La salvación que trae no se impone ni se hereda. Se acoge, libre y personalmente o se rechaza.

¡Para cuántos, todavía hoy, sigue siendo Jesús un escándalo, una bandera discutida, un signo por el que los hombres lucharán entre sí. Es el misterio de Dios que aparece en Cristo y en sus condiciones de vida.

Este Evangelio ilumina a la familia como primera experiencia de la Iglesia y toda nuestra vida de creyente. Se nos presenta la verdadera felicidad, el Encuentro definitivo con Dios.

Como persona y como cristiano ¿Hay luz en mi vida o camino a oscuras?

¿Cuál ha sido mi Encuentro definitivo con Dios? ¿Soy feliz de haberlo encontrado? ¿Por qué? Como cristiano ¿Qué objetivo tengo para el año 

Martes de la IV Semana del Tiempo Ordinario

Mc 5, 21-43

Hay situaciones entre los adolescentes y jóvenes que pueden llegar a escandalizarnos. En días pasados un grupo de padres de familia se reunían en una población para buscar una solución a un grave problema: los y las adolescentes estaban tomando mucho alcohol y a veces terminaban en orgías. No era raro ver por las calles a una o varias niñas de secundaria completamente borrachas. Tomaron el acuerdo y decidieron cerrar las cantinas y prohibir la venta del alcohol, e imponer sanciones fuertes tanto a los cantineros como a los que consumieran trago. No sé si será la solución, pero algo grave está pasando entre la juventud y a semejanza de Jairo tendremos que acudir hasta Jesús para manifestar nuestra preocupación y que también a nuestros adolescentes les diga el Señor: “¡Óyeme, niña, levántate!”

Pero junto con nuestra petición tendrá que haber un acompañamiento muy cercano para cada uno de ellos, buscar el diálogo y dejar en su corazón valores fuertes que les permitan mantenerse firmes en sus búsquedas y en sus ideales.

Hay quienes se asustan que la Iglesia busque una recta formación sexual, de que se aprecie el respeto al cuerpo, de que se pongan los valores de la templanza y la continencia. Y no se asustan de los programas pornográficos e irreverentes que tanto en radio, televisión o internet pueden escuchar los niños; de las escenas de las novelas, de la descarada promoción de la infidelidad, del alcohol y de las drogas.

Necesitamos ayudar a los jóvenes a que descubran que hay otros valores más allá del placer, de la diversión y del dinero. Jesús nos enseña este día cómo no debemos dar por muerto y perdido a ninguno de los jóvenes, sino que debemos tender la mano y ayudar a que se levanten.

Con Jesús hoy examinemos la situación real de los hijos, no escondamos la cabeza ni nos hagamos los desentendidos. Hay que dar vida e ilusión a todos los jóvenes. Cristo ama al joven y puede devolverle vida y anhelo.

Lunes de la IV Semana del Tiempo Ordinario

Mc 5, 1-20

En la Biblia hay muchos encuentros con Jesús. También en el Evangelio. Y son todos distintos entre sí. Verdaderamente cada uno tiene su encuentro con Jesús.

Está, por ejemplo, el de Natanael, el escéptico. Inmediatamente Jesús con dos palabras lo tira por los suelos. De tal modo que el intelectual admite: «¡Tú eres el Mesías!».

Está también el encuentro de la Samaritana que, a un cierto punto, se siente en medio de un problema e intenta ser teóloga: «Pero este monte, el otro…». Y Jesús le responde: «Pero tu marido, tu verdad». La mujer en el propio pecado encuentra a Jesús y va a anunciarlo a los de la ciudad:

«Me ha dicho todo lo que he hecho; ¿será tal vez el Mesías?».

Está además el encuentro del leproso, uno de los diez curados, que regresa para agradecer. Y, además, el encuentro de la mujer enferma desde hacía dieciocho años, que pensaba: «Si al menos lograra tocar el manto estaría curada» y encuentra a Jesús.

Y también el encuentro con el endemoniado del que Jesús expulsa tantos demonios que se dirigen hacia los cerdos y después quiere seguirlo y Jesús le dice «No, vete a casa con los tuyos y anúnciales lo que el Señor ha hecho contigo».

Podemos hallar muchos encuentros en la Biblia, porque el Señor nos busca para tener un encuentro con nosotros y cada uno de nosotros tiene su propio encuentro con Jesús.

Quizá lo olvidamos, perdemos la memoria hasta el punto de preguntarnos: «Pero ¿cuándo yo me encontré con Jesús o cuándo Jesús me encontró?».

Seguramente Jesús te encontró el día de tu Bautismo: eso es verdad, eras niño. Y con el Bautismo te ha justificado y te ha hecho parte de su pueblo.

Así como en el Evangelio de hoy, todos nosotros hemos tenido en nuestra vida algún encuentro con Él, un encuentro verdadero en el que sentí que Jesús me miraba. No es una experiencia sólo para santos.

Y si no recordamos, será bonito hacer un poco de memoria y pedir al Señor que nos dé la memoria, porque Él se acuerda, Él recuerda el encuentro.

Sábado de la III Semana del Tiempo Ordinario

Mc. 4, 35-41.

Jesús es Dios-con-nosotros. ¿Creemos realmente esto? Si es así entonces no podemos tener miedo ni aunque se levante una tempestad tormentosa que quisiera acabar con nosotros.

Al proclamar el Evangelio del Señor tratamos, como instrumentos del Espíritu Santo que habita en nosotros, de suscitar la fe en Jesús. Tal vez este anuncio sea acompañado de señales que ayuden a comprender que no vamos en nombre propio, sino en Nombre de Dios.

Pero finalmente esas señales no son tan importantes cuanto sí lo ha de ser el lograr la finalidad del Evangelio: Que Jesús sea reconocido como Dios y como el único Salvador de la humanidad.

Vivamos confiados en Dios y dejémonos conducir por su Espíritu para que al anunciar su Nombre a los demás no queramos hacer nuestra obra, sino la obra de Dios para que todos encuentren en Cristo el camino que nos conduce al Padre.

Viernes de la III Semana del Tiempo Ordinario

Mc 4, 26-34

Como continuación de la explicación de la parábola del sembrador, Jesús nos presenta cómo es que crece el Reino.

Nos deja ver que no es nuestro esfuerzo el que hace crecer el Reino sino la fuerza y la vida que ya está en él.

A veces pensamos que nuestro esfuerzo de evangelización no está resultando y no da fruto. Sin embargo la acción escondida de Dios en el corazón de aquellos con los que compartimos la Palabra y nuestro testimonio cristiano va haciendo germinar en ellos la vida del Espíritu.

Por otro lado, parecería que nuestro esfuerzo es muy pequeño, sin embargo ese pequeño grano, ese esfuerzo por hacer que Dios sea conocido y amado, crecerá con la gracia de Dios, hasta ser un gran árbol.

Por lo que no debemos de desanimarnos; lo que Dios espera de nosotros es que ayudemos a esparcir la semilla y que tengamos fe en el poder que encierra en sí mismo el Evangelio y el testimonio cristiano.

Jueves de la III Semana del Tiempo Ordinario

Mc 4, 21-25

El Evangelio que Marcos nos propone hoy está lleno de consejos de Jesús. Fijémonos en uno: “la medida que uséis la usarán con vosotros”. Todos daremos cuenta de la vida, lo hacemos en el presente y sobre todo lo haremos al final de nuestra existencia, y esta frase de Jesús nos dice precisamente cómo será ese momento, es decir, cómo será el juicio. Porque si el pasaje de las Bienaventuranzas y el análogo capítulo 25 del Evangelio de Mateo nos muestran las cosas que debemos hacer –cómo hacerlas, el estilo con el que debemos vivir–, la medida es lo que el Señor dice aquí. ¿Con qué medida mido a los demás? ¿Con qué medida me mido a mí? ¿Es una medida generosa, llena de amor de Dios, o es una medida de bajo nivel? Y con esa medida seré juzgado, no hay otra: esa, la que yo tengo. ¿A qué nivel he puesto el listón? ¿A un nivel alto? Debemos pensar en esto. Y no solo lo vemos en las cosas buenas o en las cosas malas que hacemos, sino en el estilo continuo de vida.

 Porque cada uno tiene un estilo, un modo de medirse a sí mismo, a las cosas y a los demás, y será el mismo que el Señor usará con nosotros. Así pues, quien mide con egoísmo, así será medido; quien no tiene piedad y, con tal de trepar por la vida, es capaz de pisotear la cabeza de todos, será juzgado del mismo modo, o sea, sin piedad. Nosotros debemos tener el estilo cristiano, y como cristiano yo me pregunto: ¿cuál es la piedra de referencia, la piedra de toque para saber si estoy en un nivel cristiano, al nivel que Jesús quiere? Pues es la capacidad de humillarme, la capacidad de sufrir humillaciones. A un cristiano que no es capaz de cargar consigo las humillaciones de la vida, le falta algo. Es un cristiano de barniz o por interés. ¿Y eso por qué? Porque lo hizo Jesús, se anonadó a sí mismo, dice Pablo: “se humilló a sí mismo (…) hasta la muerte, y muerte de cruz” (Flp 2,8). Él era Dios, pero no se agarró a eso: se anonadó a sí mismo. Ese es el modelo.

Un ejemplo de estilo de vida mundano e incapaz de seguir el modelo de Jesús son las quejas que me cuentan los obispos cuando tienen dificultades para trasladar a los sacerdotes a otras parroquias porque las consideran de categoría inferior y no superior, como ellos ambicionan, y ven el traslado como un castigo. Así puedo reconocer mi estilo, mi modo de juzgar, por el comportamiento que asumo ante las humillaciones. Por tanto, hay un modo de juzgar mundano, un modo de juzgar pecador, un modo de juzgar empresarial, un modo de juzgar cristiano. “La medida que uséis la usarán con vosotros”, la misma medida. Si es una medida cristiana, que sigue a Jesús, por su camino, con esa misma seré juzgado, con mucha, mucha, mucha piedad, con mucha compasión, con mucha misericordia. Pero si mi medida es mundana y solo uso la fe cristiana –sí, hago, voy a misa, pero vivo como mundano–, seré medido con esa medida. Pidamos al Señor la gracia de vivir cristianamente y sobre todo de no tener miedo a la cruz, a las humillaciones, porque ese es el camino que Él eligió para salvarnos y eso es lo que garantiza que mi medida es cristiana: la capacidad de llevar la cruz, la capacidad de padecer cualquier humillación.

Santos Timoteo y Tito

El amor contagia, la pasión por el Evangelio también.  Cómo es importante la relación de las personas.  Al reunirnos con personas que viven el Evangelio, fácilmente podremos también enamorarnos nosotros de la Palabra de Dios.  Al hacernos amigos de los poderosos, de los ricos y de los amantes del dinero, también empezaremos nosotros a tener esas preocupaciones y prioridades.

Jesús utiliza imágenes que para el pueblo son conocidas. Todos habían experimentado la alegría de sembrar. Sembrar es despertar la esperanza aún con los riesgos de un mal tiempo o las adversidades que pueden dañar la planta. Sembrar es querer cambiar el destino y forjar un mundo diferente. Sembrar es tener confianza en la tierra que recibe la semilla.

Si hoy nos fijamos en esta bella imagen descubriremos la gran confianza que nos tiene nuestro Padre Dios que pone en nuestro corazón su Palabra esperando con ilusión que dé fruto. No se fija en si somos buenos o malos, simplemente a todos nos da la oportunidad de recibir esa palabra, hacerla germinar y dar fruto.

Los frutos en el contexto bíblico desde el Primer Testamento, están relacionados directamente con la justicia y la actitud hacia los hermanos. No se puede decir que se recibe y asimila la palabra cuando no produce frutos de comprensión, armonía, reconocimiento y amor por el hermano.

La parábola de este día nos insiste en la necesidad de dar frutos y los obstáculos que se pueden encontrar para hacer germinar esa semilla. Son las dificultades reales del tiempo de Jesús pero también son las dificultades reales de nuestro tiempo: la superficialidad que no permite la entrada al corazón, que se queda por encimita, que aparenta solamente una postura; la inconstancia, la falta de perseverancia, la facilidad con que se cambia de ideales y se dejan los verdaderos valores que sostienen la propia decisión; las preocupaciones de la vida y el excesivo apego al dinero que ahogan y hacen estéril la palabra.

Son problemas actuales que debemos tener muy en cuenta para poder dar fruto.

Finalmente, con un aire de optimismo, nos presenta a quienes dan fruto. La alegría no se cimenta en la cantidad, sino en que se ha dado fruto.

Que hoy sea una ocasión para reflexionar cómo estamos dando fruto y cuáles son las dificultades que tenemos para recibir y hacer vida la palabra.

Pidamos al Señor, que por intercesión de San Timoteo y Tito, nosotros seamos también esos evangelizadores audaces y valientes que el Señor espera de cada uno de nosotros.

Conversión de san Pablo

Recordamos la figura de Pablo de Tarso. Una figura sin detalles precisos como sucede con todos los personajes de aquella época.

Era “ciudadano romano”, pero griego en su personalidad y cultura; se expresaba en griego con corrección y agilidad ya que era la lengua que se hablaba en Tarso.

Y era un fariseo apegado fuertemente a las tradiciones de sus mayores. Y junto a ello podemos decir que era un verdadero «buscador de la verdad». De ahí que fuera un estudioso profundo.

San Pablo es modelo, en muchos sentidos, para el cristiano.  Es el audaz apóstol que no se atemoriza ante las dificultades, es el visionario que abres las posibilidades del Evangelio hasta otras fronteras, es el servidor capaz de llorar por una comunidad o el maestro que regaña y corrige con dolor a sus discípulos. Todo parte del gran acontecimiento que ha vivido: encontrarse con Jesús.  Y su encuentro, que a muchos nos parece maravilloso y espectacular, no debió ser sencillo, sino traumático y trastornante.

Todavía cuando Pablo narra su vida, su educación y su linaje, descubrimos rastros de ese orgullo de ser judío, fariseo, educado a los pies de Gamaliel, orgulloso de su religión. No le importa derramar sangre, no le importa destruir personas.  Por encima de todo está la Ley y su religión.

Cuando cae por tierra, la visión que le produce ceguera, puede ser el descubrimiento más grande, pero le hace cambiar totalmente su vida.  Descubrir a Jesús resucitado, vivo y presente en los hermanos que antes quería matar, viene a cambiar radicalmente su percepción, su vida y sus opciones.  Es una verdadera conversión. Los relatos bíblicos nos lo cuenta en unas cuantas palabras, pero todo el proceso debe ser lento, doloroso y con mucha conciencia.

Convertirse implica dar un cambio total a las decisiones, a los amigos, a las costumbres.  Conversión significa un cambio de mentalidad, una trasmutación de valores, un nacer nuevo por la presencia del Espíritu.  Es el pasar de las tinieblas a la Luz.  No es el cambio con nuevas promesa que nunca se cumplen.  No es el cambio externo de colores y de formas.  Es el cambio interior que nos llevará a una nueva visión.  Es dejar al hombre viejo y convertirse en un hombre nuevo. No son los propósitos fáciles, sino la verdadera transformación interior. Dejarse tocar por Jesús cambia de raíz toda nuestra vida.  En Pablo lo podemos constatar de una manera radical.

¿Cómo es nuestra conversión? ¿En qué ha cambiado nuestra vida en el encuentro con Jesús resucitado? 

San Pablo puede afirmar posteriormente “todo lo puedo en Aquel que me conforta” o bien “para mí la vida es Cristo y todo lo demás lo considero como basura”

¿Nosotros, cómo manifestamos nuestra conversión? ¿Hemos cambiado radicalmente y encontrado al Señor?