Martes de las I Semana del Tiempo Ordinario

Mc 1, 21-28

Jesús “les enseñaba con autoridad”. El Evangelio de Marcos cuenta la enseñanza de Jesús en el templo y la reacción que suscita entre la gente su modo de actuar “con autoridad, y no como los escribas”. Es la diferencia entre “tener autoridad”, autoridad interior, como Jesús, y “ejercer la autoridad sin tenerla”, como los escribas, a los que siendo especialistas en la enseñanza de la ley y escuchados por el pueblo, no les creían. 

¿Cuál es la autoridad que tiene Jesús? Es ese estilo del Señor, ese “señorío” –digamos así– con el que el Señor se movía, enseñaba, curaca, escuchaba. Ese estilo señorial –que es algo que viene de dentro– muestra… ¿Qué muestra? Coherencia. Jesús tenía autoridad porque era coherente entre lo que enseñaba y lo que hacía, es decir, cómo vivía. Esa coherencia es lo que da la expresión de una persona que tiene autoridad: “Este tiene autoridad, esta tiene autoridad, porque es coherente”, es decir, da testimonio. La autoridad se ve en esto: coherencia y testimonio.

 Al contrario, los escribas no eran coherentes y Jesús por una parte advierte al pueblo a hacer lo que dicen pero no lo que hacen, y por otra no pierde ocasión para reprocharles, porque con esa actitud han caído en una esquizofrenia pastoral: dicen una cosa y hacen otra. Y pasa en diversos episodios del Evangelio. A veces Jesús reacciona arrinconándolos, a veces no respondiéndoles y otras veces calificándoles. Y la palabra que usa Jesús para calificar esa incoherencia, esa esquizofrenia, es hipocresía. ¡Es un rosario de calificativos! Tomemos el capítulo 23 de Mateo; muchas veces dice hipócritas por esto, hipócritas por aquello, hipócritas… Jesús los califica de hipócritas. La hipocresía es el modo de actuar de los que tienen responsabilidad sobre la gente –en este caso responsabilidad pastoral– pero no son coherentes, no son señores, no tienen autoridad. Y el pueblo de Dios es manso y tolera; tolera a tantos pastores hipócritas, a tantos pastores esquizofrénicos que dicen y no hacen, sin coherencia.

 Pero el pueblo de Dios que tanto tolera, sabe distinguir la fuerza de la gracia. Lo vemos en la Primera Lectura de hoy (Sam 1,9-20, donde el anciano Elí había perdido toda la autoridad, solo le quedaba la gracia de la unción, y con esa gracia bendice y hace el milagro a Ana que, destrozada de dolor, está rezando para ser madre. El pueblo de Dios distingue bien entre la autoridad de una persona y la gracia de la unción. “¿Pero tú vas a confesarte con ese, que es esto y lo otro?” –“Pues para mí ese es Dios. Punto. Ese es Jesús”. Y esa es la sabiduría de nuestro pueblo que tolera muchas veces a tantos pastores incoherentes, pastores como los escribas, y también a cristianos que van a Misa todos los domingos y luego viven como paganos. Y la gente dice: “Esto es un escándalo, una incoherencia”. ¡Cuánto daño hacen los cristianos incoherentes que no dan ejemplo y los pastores incoherentes, esquizofrénicos que no dan ejemplo!

Pidamos, pues, al Señor que todos los bautizados tengan “autoridad”, que no consiste en mandar ni dejarse oír, sino en ser coherente, dar buen ejemplo, y para eso ser compañeros de camino por las vías del Señor.

Lunes de la I Semana del Tiempo Ordinario

Mc 1, 14-20

Una de las actitudes que han hecho que el cristianismo no haya llegado todavía a todos los corazones como es el deseo de Dios, es la indecisión en el seguimiento del Señor.

Todos estamos muy ocupados con nuestras cosas y nuestros pensamientos. Y la verdad que lo que hacemos es importante, sin embargo cuando el Señor nos llama no hay lugar para las demoras, ni para las excusas. Y este llamado no es solo al seguimiento apostólico, como sería el caso de los sacerdotes o religiosos o religiosas, es un llamado general para vivir con «prontitud» el mensaje del Evangelio: ¡Ven y sígueme! Será el mismo llamado para todos, apóstoles y seglares.

A la voz del Maestro hay que dejarlo todo y ponerse en camino con él. Pedro, Andrés, Santiago y Juan dejaron «de inmediato» lo que estaban haciendo: Nosotros ¿cuándo?

En este pasaje podemos comprobar como Jesús pasa a nuestro lado y nos llama. Cristo se presenta a nosotros en las actividades diarias, cuando menos lo esperamos, ya sea en la oficina, ya sea en las labores de casa. Él nos ve y nos llama.

El seguimiento a este llamado requiere dejar las cosas de lado y seguirle a Él totalmente. Con esto no quiero decir que haya que dejar de trabajar en ese momento o salir del trabajo para estar con Él (aunque si fuera posible sería maravilloso, como quien atiende a su mejor amigo recibiéndole en casa y no sólo llamando por teléfono). Jesús nos llama sin importarle lo que somos o cómo somos.

No le importa si somos un banquero, un albañil, un ama de casa, un pecador o un santo. Eso sí, una vez que le hemos respondido se nos pide dejarlo todo y seguirlo. Escogió a pescadores y a publicanos. Y no fueran los más inteligentes o capaces de su tiempo. Dios escoge a quien quiere. No hay motivos para tener miedo a fallarle, a no ser del todo fieles a Cristo en nuestro trabajo. Los apóstoles también le dejaron pero sin embargo tuvieron el valor de levantarse.

El Santo Padre Juan Pablo II ya lo dijo al inicio de su pontificado, “no tengan miedo, abran las puertas a Cristo”. Hagámoslo porque para Dios nada es imposible.

SÁBADO FERIA DE NAVIDAD

Mc 6, 34-44

En medio de un mundo egoísta, que solo piensa en sí mismo, este evangelio nos enseña lo que puede ocurrir cuando se comparte lo que se tiene.

El amor que nosotros decimos tener a Dios, tiene que hacerse concreto en las actitudes que tenemos para con los hermanos.

San Juan, en su carta, es muy claro cuando lo afirma  “amémonos los unos a los otros, el que no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor” Proclamar que Dios es amor y olvidar que tenemos hermanos a nuestro lado, es una frase hueca, carente de vida y una traición al verdadero amor.

San Marcos, en el Evangelio de este día, nos presenta a Jesús viviendo plenamente este amor en los hechos concretos de solidaridad con los hermanos.

El hambre es una realidad de todos los tiempos y de todos los lugares. No podemos hacernos los desentendidos. Frente a las graves situaciones de hambre que actualmente se vive en muchos países, no se puede vivir en el seguimiento de Jesús y dar la espalda a la realidad que vive el pueblo.

Las palabras de Jesús dirigidas a sus discípulos “dadle vosotros de comer” suenan terriblemente actuales, una orden categórica, y son una orden categórica que no podemos hacer a un lado.

Estamos terminando estas fiestas de Navidad y aunque se habla de una crisis sin precedentes, descubrimos excesos e incongruencias en los gastos y despilfarros. Así, mientras muchos pasan hambre, otros desperdician.

Es el inicio del año y tenemos que estar conscientes que el verdadero discípulo de Jesús se tiene que comprometer en una más justa distribución, en un nuevo sistema.

Después de anunciar su palabra, Jesús no se queda en palabras bonitas, asume el compromiso que implica el hambre del pueblo, es más, empuja a sus discípulos para que ellos también se comprometan a que no habrá verdadera paz mientras haya hambre, pobreza y miseria.

El compromiso del cristiano es llevar el mensaje y luchar por condiciones más justas para todos los hombres. ¿Cómo asumimos nosotros este compromiso?

Quizá nos parezca utópico, pero debemos iniciar desde lo pequeño, desde nuestros vecinos, desde nuestra realidad, los pequeños proyectos productivos, el compartir lo poco que tenemos, el descubrir la necesidad del otro, son los primeros pasos para iniciar este camino.

Cristo nos sigue diciendo hoy a cada uno de nosotros “dadle de comer”. Oigamos su voz y pongamos en práctica su mandamiento.

Viernes, Feria de Navidad

Mt 4, 12-17. 23-25

Dice la Primera Carta de San Juan (3,22-4,6): “Cuanto pidamos lo recibimos de Él, porque guardamos sus mandamientos y hacemos lo que le agrada”. Así pues, el acceso a Dio está abierto, y la llave es precisamente la que sugiere el apóstol: “que creamos en el nombre de su Hijo, Jesucristo, y que nos amemos unos a otros”. Solo así podemos pedir lo que queramos, con valentía, descaradamente: creer que Dios —el Hijo de Dios— vino en la carne, se hizo uno de nosotros. Esa es la fe en Jesucristo: un Jesucristo concreto, un Dios concreto, que fue concebido en el seno de María, que nació en Belén, que creció como un niño, que huyó a Egipto, que volvió a Nazaret, que aprendió a leer con su padre, a trabajar, a salir adelante, y que luego predicó cosas concretas: un hombre concreto, un hombre que es Dios pero hombre. No es Dios disfrazado de hombre. No: hombre, Dios que se hizo hombre. La carne de Cristo. Esa es la concreción del primer mandamiento. El segundo también es concreto: amar, amarnos los unos a los otros, amor concreto, no amor de fantasía: “Te quiero, cuánto te quiero”, pero luego con mi lengua te destruyo con las críticas. No, no, eso no. Amor concreto. Los mandamientos de Dios son concretos y el criterio del cristianismo es lo concreto, no ideas ni palabras bonitas. Concreción. ¡Ese es el reto!

El apóstol Juan, un apasionado de la Encarnación de Dios, anima a poner a prueba los espíritus —“examinad si los espíritus vienen de Dios”—, es decir, que cuando nos venga una idea sobre Jesús, o la gente, o hacer algo, o pensar que la redención va por tal camino, pongamos a prueba esa inspiración. La vida del cristiano, en el fondo, es concreción en la fe en Jesucristo y en la caridad, pero también es vigilancia espiritual, lucha, porque te vienen siempre ideas o “falsos profetas” que te proponen un Cristo “soft”, sin tanta carne, y un amor al prójimo un tanto relativo: “Sí, esos sí son de los míos, pero aquellos no”.


Debemos, pues, creer en Cristo que vino en carne, creer en el amor concreto y discernir, según la gran verdad de la Encarnación del Verbo y del amor concreto, para saber si los espíritus —la inspiración— provienen verdaderamente de Dios, “pues muchos falsos profetas han salido al mundo”: el diablo intenta siempre alejarnos de Jesús, apartarnos de Él, por eso es necesaria la vigilancia espiritual. Más allá de los pecados cometidos, el cristiano al final del día debe dedicar dos, tres, cinco minutos para preguntarse qué ha pasado en su corazón, qué inspiración o quizá incluso qué locura del Señor se le ha ocurrido: porque el Espíritu a veces nos empuja a las locuras, pero a las grandes locuras de Dios. Como por ejemplo, la de un hombre —presente en la Misa de hoy— que desde hace más de 40 años dejó Italia para ser misionero entre los leprosos de Brasil, o la de Santa Francisca Cabrini que siempre estaba de viaje para cuidar inmigrantes. Por tanto, os animo a no tener miedo y a discernir. ¿Quién me puede ayudar a discernir? El pueblo de Dios, la Iglesia, la unanimidad de la Iglesia, el hermano, la hermana que tienen el carisma de ayudarnos a ver claro. Por eso es importante para el cristiano la charla espiritual con gente de autoridad espiritual. No es necesario ir al Papa o al obispo para ver si eso que siento es bueno, pues hay mucha gente, sacerdotes, religiosas, laicos que tienen la capacidad de ayudarnos a ver qué pasa en mi espíritu para no equivocarme. Jesús tuvo que hacerlo al inicio de su vida pública, cuando el diablo le visitó en el desierto y le propuso tres cosas que no eran según el Espíritu de Dios, y rechazó al diablo con la Palabra de Dios. Si a Jesús le pasó eso, a nosotros también nos puede pasar. ¡No tengáis miedo!


Por otra parte, también en la época de Jesús había gente con buena voluntad, pero pensaban que el camino de Dios era otro: los fariseos, los saduceos, los esenios, los zelotes…, todos tenía la ley en la mano, pero no siempre tomaron el mejor camino. De ahí que recomiende la mansedumbre de la obediencia. Por eso, el pueblo de Dios va siempre adelante con cosas concretas, la caridad, la fe, la Iglesia. Y ese es el sentido de la disciplina de la Iglesia: cuando la disciplina de la Iglesia es concreta ayuda a crecer, evitando filosofías de fariseos o de saduceos. Es Dios quien se hizo concreto, nacido de una mujer concreta, vivido una vida concreta, muerto de una muerte concreta, y nos pide amar a hermanos y hermanas concretos, ¡aunque algunos no sean fáciles de amar! Pidamos a los santos, que son los locos de lo concreto, que nos ayuden a caminar por esa vía y a discernir las cosas concretas que el Señor quiere ante las fantasías e ilusiones de los falsos profetas.

Miércoles de la II Semana después de Navidad

1Jn 3, 11-21; Jn 1, 43-51

La palabra clave de la primera lectura de hoy es: «amor», una palabra muy usada y por lo tanto desgastada. Tal vez no nos equivocamos si decimos que hay tantos significados de esta palabra como personas que la pronunciamos o pensamos. ¿Qué es para mí el amor? podríamos preguntarnos. Y un cristiano tendría que responderse esa pregunta a la luz de la Palabra de Dios cuya encarnación en Jesucristo estamos celebrando por estos días.

En primer lugar «amar», «amor», es para nosotros un mandato de Cristo. Su único mandamiento. Un mandamiento que nos ha dado Jesús como su testamento en la cena de despedida, la última cena que celebró con sus discípulos. Por eso la lectura de hoy nos dice que este mensaje lo hemos oído desde el principio, desde que comenzamos a ser cristianos, desde que recibimos la primera catequesis. Otra cosa es que lo hayamos olvidado, lo hayamos puesto en segundo o quinto o quién sabe qué lugar en nuestras vidas.

En la lectura se nos presenta una inquietante confrontación entre dos pares de palabras: amor y vida, odio y muerte. Quien no ama no vive y quien odia llega hasta matar, como Caín. Quien ama es capaz de llegar hasta a dar la vida por los que ama, como Jesús. El que no ama se cierra en su egoísmo estéril. Esta es la verdadera dimensión del amor: cuando es creador, cuando da vida, cuando difunde en torno suyo alegría y paz, solidaridad, comprensión, perdón, cuando construye comunidad y hace de los que se aman una familia de hermanos. Todo lo contrario de la fatídica imagen de Caín.

Las palabras de la carta 1ª de Juan resuenan entonces absolutamente realistas: «quien odia a su hermano es un homicida»; «hijos míos no amemos de palabra y de boca, sino de verdad y con obras».

La lectura evangélica continúa presentándonos el llamamiento de los primeros discípulos. Jesús llama a Felipe con una llamada imposible de no escuchar: «¡sígueme!»; y Felipe a su vez anuncia a su hermano Natanael el gran encuentro: «Aquel de quien escribieron en la Ley Moisés y los Profetas». Solo que Natanael no puede creer, que un pobre campesino, oriundo de la desconocida Nazaret, hijo de un carpintero, sea el Mesías anunciado y esperado por siglos. Jesús les anuncia, al asombrado Natanael y a sus compañeros, que a su lado verán maravillas: verán la irrupción del cielo en la tierra, la definitiva intervención de Dios en la historia de los seres humanos, las palabras del juicio final que serán consuelo y salvación para las víctimas, los mártires, los pobres y humillados de la tierra, y en cambio serán la condenación de la soberbia, del orgullo, la violencia y la codicia. Es lo que significan las imágenes del lenguaje apocalíptico que el evangelista pone en labios de Jesús.

Martes de la II Semana después de Navidad

Jn 1, 35-42

Verdaderamente cada uno tiene su encuentro con Jesús. Pensemos en los primeros discípulos que seguían a Jesús y permanecieron con Él toda la tarde – Juan y Andrés, el primer encuentro – y fueron felices por esto.

Andrés fue al encuentro de su hermano Pedro – se llamaba Simón en ese tiempo – y le dijo: «Hemos encontrado al Mesías». Es otro encuentro entusiasta, feliz, y condujo a Pedro hacia Jesús. Siguió, luego, el encuentro de Pedro con Jesús que fijó su mirada en él. Y Jesús le dijo: «Tú eres Simón, hijo de Juan. Te llamarás Cefas», es decir piedra.

Los encuentros son verdaderamente muchos. Está, por ejemplo, el de Natanael, el escéptico. Inmediatamente Jesús con dos palabras lo tira por los suelos. De tal modo que el intelectual admite: «¡Tú eres el Mesías!».

Está también el encuentro de la Samaritana que, a un cierto punto, se siente en medio de un problema e intenta ser teóloga: «Pero este monte, el otro…». Y Jesús le responde: «Pero tu marido, tu verdad». La mujer en el propio pecado encuentra a Jesús y va a anunciarlo a los de la ciudad: «Me ha dicho todo lo que he hecho; ¡será tal vez el Mesías?»

Recordemos también el encuentro del leproso, uno de los diez curados, que regresa para agradecer. Y, además, el encuentro de la mujer enferma desde hacía dieciocho años, que pensaba: «Si al menos lograra tocar el manto estaría curada» y encuentra a Jesús.

Y también el encuentro con el endemoniado del que Jesús expulsa tantos demonios que se dirigen hacia los cerdos y después quiere seguirlo y Jesús le dice: «No, vete a casa con los tuyos y anúnciales lo que el Señor ha hecho contigo».

Así podemos hallar muchos encuentros en la Biblia, porque el Señor nos busca para tener un encuentro con nosotros y cada uno de nosotros tiene su propio encuentro con Jesús.

Quizá lo olvidamos, perdemos la memoria hasta el punto de preguntarnos: «Pero ¡cuándo yo me encontré con Jesús o cuándo Jesús me encontró?».

Seguramente Jesús te encontró el día de tu Bautismo: eso es verdad, eras niño. Y con el Bautismo te ha justificado y te ha hecho parte de su pueblo.

Todos nosotros hemos tenido en nuestra vida algún encuentro con Él, un encuentro verdadero en el que sentí que Jesús me miraba. No es una experiencia sólo para santos. Y si no recordamos, será bonito hacer un poco de memoria y pedir al Señor que nos dé la memoria, porque Él se acuerda, Él recuerda el encuentro…

Una buena tarea para hacer en casa sería precisamente volver a pensar cuando sentí verdaderamente al Señor cerca de mí, cuando sentí que tenía que cambiar de vida y ser mejor o perdonar a una persona, cuando sentí al Señor que me pedía algo y, por ello, cuando me encontré al Señor.

Lunes de la II Semana después de Navidad

Jn 1, 29-34

El concepto de justicia en la Biblia, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, no es un concepto secular, del ámbito de lo puramente social y político como lo es el nuestro. La justicia en las Escrituras es un concepto eminentemente religioso, tiene que ver necesaria y esencialmente con Dios, con el ejercicio de su voluntad salvífica, de su misericordia y su amor. Dios no es justo en la Biblia, simplemente porque castigue o declare inocente a alguien, como un juez de nuestros tribunales. Dios es justo porque ama y perdona, porque mantiene su alianza a pesar de los pecados del pueblo o de la iglesia, porque permanece fiel a pesar de nuestras infidelidades.

Es lo que nos quiere decir san Juan en la 1ª lectura: que Cristo representa y revela la justicia divina, perdonando y realizando la voluntad salvífica del Padre a favor de los pobres, los pequeños y los pecadores. Nacemos de Dios o de Cristo cuando asumimos ese ideal de justicia. No de la fría y tantas veces tortuosa justicia de los seres humanos, sino de la justicia que es amor, misericordia, solidaridad y perdón.

Esa justicia divina, tan diferente de la justicia humana, ha llegado hasta el extremo de hacernos hijos de Dios, si queremos. Y siendo hijos de Dios aspiramos a ser semejantes a Él, a verle tal cual es, como los hijos ven a su padre. La exigencia que se nos hace a cambio de tanto amor y de tan divina justicia, es que nos purifiquemos del pecado, para ser dignos de Dios. Si estamos en Cristo no pecamos, dice san Juan, porque en El no hay pecado, porque Él quita los pecados.

En el Evangelio de hoy Juan el Bautista le hace eco a la 1ª lectura exclamando ante la gente que lo rodeaba: «Este es el cordero de Dios que quita el pecado del mundo». El cordero era la víctima pascual que ofrecían los judíos al celebrar cada año la cena pascual. Ahora nuestro cordero es Cristo: Él se ha sacrificado por nosotros y con su sacrificio nos ha dado la posibilidad de ser justos como Dios: amando y perdonando.

En estos días de Navidad puede suceder que se infantilice nuestra fe, que la vivamos como si se tratara de un cuento de hadas, con estrellas mágicas, reyes orientales que abren sus tesoros fabulosos, alegres pastorcitos que cantan villancicos. Puede suceder también que nuestra fe sea víctima en estos días de Navidad de los mercaderes de todo lo divino y lo humano. Que nos sintamos obligados a gastar y a derrochar aún a pesar de nuestra pobreza. Juan Bautista nos recuerda que el niño recién nacido se manifestará algún día ante el mundo, bautizará a los suyos con el fuego del Espíritu y dará la vida para el perdón de nuestros pecados. Solo nuestro testimonio de amor y de servicio puede hacer creíble la historia de la Navidad: que Dios envió a su Hijo en carne humana para devolvernos a todos la alegría, la paz y la vida.

VII DÍA DE LA INFRAOCTAVA DE NAVIDAD (MISA MATUTINA)

Jn 1, 1-18

Jesús es el renuevo, es humilde, es manso, y vino para los humildes, para los mansos, a traer la salvación a los enfermos, a los pobres, a los oprimidos, como Él mismo dice en el cuarto capítulo de san Lucas al visitar la sinagoga de Nazaret.

Jesús vino precisamente para los marginados: Él se margina, no considera un valor innegociable ser igual a Dios. En efecto, se humilló a sí mismo, se anonadó. Él se marginó, se humilló para darnos el misterio del Padre y el suyo.

No se puede recibir esta revelación fuera, al margen, del modo como la trae Jesús: en humildad, abajándose a sí mismo». Nunca se puede olvidar que el Verbo se hizo carne, se marginó para traer la salvación a los marginados.

Resulta evidente que la grandeza del misterio de Dios sólo se conoce en el misterio de Jesús, y el misterio de Jesús es precisamente un misterio de abajarse, de anonadarse, de humillarse, y trae la salvación a los pobres, a quienes son aniquilados por muchas enfermedades, pecados y situaciones difíciles.

Fuera de este marco no se puede comprender el misterio de Jesús, no se puede comprender esta unción del Espíritu Santo que lo hace gozar…

Pidamos la gracia al Señor de acercarnos más, más, más a su misterio, y de hacerlo por el camino que Él quiere que recorramos: la senda de la humildad, la senda de la mansedumbre, la senda de la pobreza, la senda de sentirnos pecadores. Porque es así como Él viene a salvarnos, a liberarnos.

VI DÍA DE LA INFRAOCTAVA DE NAVIDAD

Lc. 2, 36-40.

Podemos imaginar a esta pequeña familia, en medio de tanta gente, en los grandes patios del templo. No salta a la vista, no se distingue… Y, sin embargo, no pasa desapercibida.

Dos ancianos, Simeón y Ana, movidos por el Espíritu Santo, se acercan y empiezan a alabar a Dios por ese niño en el que reconocen al Mesías, luz de las gentes y salvación de Israel.

Es un momento sencillo, pero rico de profecía: el encuentro entre dos jóvenes esposos, llenos de alegría y fe por la gracia del Señor y dos ancianos, ellos también llenos de alegría y de fe por la acción del Espíritu. ¿Quien hace que se encuentren?: Jesús. Es Jesús quien hace que se encuentren los jóvenes y los ancianos.

Jesús es Aquel que acerca a las generaciones. Es la fuente de ese amor que une a las familias y a las personas, venciendo cualquier desconfianza, cualquier aislamiento, cualquier lejanía…

La buena relación entre los jóvenes y los ancianos es decisiva para el camino de la comunidad civil y eclesial. Y mirando a estos dos ancianos, a estos dos abuelos, a Simeón y a Ana saludamos desde aquí con un aplauso a todos los abuelos del mundo.

El mensaje que procede de la Sagrada Familia es ante todo un mensaje de fe… Por eso la Familia de Nazaret es santa, porque está centrada en Jesús.

Cuando los padres y los hijos respiran juntos este clima de fe tienen una energía que les permite hacer frente a pruebas difíciles como demuestra la experiencia de la Sagrada Familia… en el evento dramático de la huida a Egipto.

El Niño Jesús con su madre María y con san José son un icono familiar tan sencillo como luminoso. La luz que despide la Sagrada Familia nos alienta a ofrecer calor humano en las situaciones familiares en las que, por varios motivos, falta la paz, falta la armonía, falta el perdón.

¡Que no falte nuestra solidaridad concreta sobre todo con esas familias que atraviesan por situaciones difíciles como las enfermedades, la falta de trabajo, la discriminación, la necesidad de emigrar!

V DÍA DE LA INFRAOCTAVA DE NAVIDAD

Hay muchas luces en nuestras celebraciones navideñas: las del pesebre, las del árbol de navidad, las luces con que adornamos nuestros hogares. También las ciudades se engalanan por estos días de luces permanentes y de luces fugaces: los fuegos de artificio, las luces de las vitrinas de los almacenes y de los avisos publicitarios.

Si la Navidad es el grito esplendoroso por una luz que ilumina nuestras tinieblas, todos los días siguientes podemos comprobar y experimentar la alegría de vivir en la luz.  Simeón y Ana al contemplar a aquel Niño sienten la plenitud de sus vidas y considera que han realizado todos sus afanes.

La luz de Cristo ilumina lo más profundo de nuestro espíritu y nos transforma de tal manera que experimentamos la grandeza de ser hijo de Dios.

La Presentación de Jesús en el Templo, recogiendo una noble tradición del pueblo de Israel, sirve de marco para presentar a Jesús como la luz de todas las naciones y abrir el horizonte de la salvación a todos los pueblos.

¿A qué luz se refiere Simeón? Indudablemente que al Mesías prometido a Israel. Pero es sorprendente que ese mismo Niño se ha reconocido como Luz de todos los pueblos.  Si permitiéramos a esa Luz iluminar nuestras tinieblas, nuestra vida, indudablemente, sería de otra manera.

San Juan ha experimentado en carne propia la presencia de esta Luz y no se conforma con haberla recibido, sino que se decide a transmitirla a todos los que lo rodean. Reconoce exactamente cuáles son las tinieblas que nos rodean: Quién odia a su hermano está en las tinieblas, camina en las tinieblas y no sabe a dónde va, porque las tinieblas han cegado sus ojos.

Nosotros con frecuencia decimos de una persona que estaba sedada por el odio o no pudo discernir a causa de su enfado o su coraje.  Los sentimientos de odio siempre cierran los ojos y nos colocan en las tinieblas. Pero cuando el odio, la ambición y las rivalidades son constantes se vive en plena oscuridad.

San Juan nos ofrece la oportunidad de acercarnos a la Luz verdadera que es Cristo que ilumina a todo hombre que viene a este mundo.  Nos asegura que quien ama a su hermano permanece en la luz y no tropieza.

La Navidad nos ofrece ciertamente un tiempo como de remanso y de paz para reconocer y encontrarnos con nuestros hermanos.  Pero debería de ser una actitud constante: Amar, perdonar y sentirnos cerca de nuestros hermanos.  Sí Cristo nos ama tanto, ¿por qué no amar también nosotros a los que nos rodean?

Dejémonos iluminar por la Luz del amor que nos trae Jesús.